"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

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17 de octubre de 2010

Matu Maloa (y IV)

EL CUENTO DEL MARINERO
(4ª y última parte)

[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]

Sunset in Mid-Ocean

Esa tarde, algunos marineros mantuvimos un conciliábulo en la bodega. Buckingham decía que estábamos en peligro: la ballena no soportaría ser rechazada. Huysmans decía que entendía las razones de la ballena, pero también las del capitán: ¿qué es lo que debía haber hecho? ¿Invitarla a cenar? Yo dije que jamás en mi vida de ballenero había visto una cosa igual, y que por tanto la única cosa que se podía hacer era esperar.

Esa noche la ballena regresó. Todos escuchamos su serenata para el capitán, y los aullidos del capitán, primero airados, luego suplicantes.

Volvió todas las noches, siguiendo a la nave en su ruta hacia los Hujangos.

Hasta una tarde en que nos detuvimos en una rada para abastecernos de agua dulce. No teníamos más de veinte pies de fondo, pero de cualquier forma la ballena llegó. Tenía su hocico casi apoyado en la nave. Cantó hasta las tres, hasta que el capitán salió de la cabina. Yo estaba de guardia y pude escuchar todo lo que dijo:

— Matu-Maloa —decía muy bajito Charlemont— trata de comprender mi situación: formo parte de una antigua y honorable familia inglesa. Los varones de mi familia han desposado siempre y exclusivamente mujeres con al menos un cuarto de descendencia real. ¿Cómo crees que podré anunciar que estoy comprometido con una ballena? Lo sé, sé que eres la reina de los mares. Pero nuestros mundos son diferentes. Yo no respiro bajo el agua. Y tú te aburrirías con el cricket. Te lo ruego, déjame en paz. Considera el escándalo si todo esto se supiera en Londres...

Matu-Maloa escuchó y moduló un nuevo reclamo de amor para su capitán.

— Y luego, además, no sé siquiera si eres macho o hembra. Entre nosotros es imposible una relación. Y por último: estoy comprometido.

Ante aquella palabra Matu-Maloa dejó de cantar. Giró la inmensa cabeza bajo el agua, se enroscó sobre sí misma y desapareció. Nunca más la vimos.

 

Quiso el diablo que estuviéramos ya a pocas jornadas de navegación de la meta. El capitán Charlemont no había vuelto a salir a la cubierta y había dejado el mando a Huysmans. La Fidèle había viajado ligera y en la tripulación ya fantaseábamos sobre cómo gastaríamos del modo más rápido e inútil las trescientas guineas.

Cuando ya la costa inglesa se encontraba a la vista el capitán me mandó llamar. Estaba en el invernadero, sobre una silla de mimbre, en medio de aquella húmeda jungla, densa por los vapores venenosos y por los insectos. Nadie hubiera reconocido en él al perfecto noble inglés que zarpó del puerto de Cape Heat. Tenía la barba larga, el cabello desordenado y en lugar del uniforme una bata deslucida. Apestaba a ron.

— Marinero Guinea —me dijo— quiero proponerte un pacto. Debéis jurar solemnemente, tú y los otros marineros, que ni una palabra de lo que habéis visto será pronunciada en tierra firme. Estoy dispuesto a añadir otras cien guineas a la paga. Pero debes convencer a los otros de no dejar escapar ni una sola alusión a la ballena.

— Creo, señor capitán —dije—, que cien guineas son un argumento que cerrará la boca de todos como si fuera colapez.

— Así pues —dijo Charlemont levantándose vacilante— no ha existido ninguna ballena ni cachalote de voz melodiosa. Ha sido un delirio causado por el calor y por la noche tropical. Voy a recuperar mi puesto en la buena sociedad de mi país.

¿Fue una impresión o al pronunciar las palabras “buena sociedad” se advirtió en la voz del capitán un ligero disgusto?

 

ShipPaintingGordonGrant

La noche de nuestra llegada al puerto de Londres, la compañía Smithson había hecho las cosas a lo grande. Estaban el presidente y el vicepresidente, el ministro de agricultura y toda la facultad de botánica y zoología de la Universidad. Y allí estaban también sus esposas, un revolotear de faldas blancas y rosas como medusas, y un aletear de sombrillas. A decir verdad, en la espera de la Fidèle ocurrió un extraño episodio. Del mar surgió un hombre completamente vestido, con una gardenia en el ojal. Se encaramó al muelle, rehusó cualquier ayuda y se alejó a la carrera, como si temiese un peligro inminente. Pero el clima festivo se restableció con rapidez por la banda que tocaba “Thanks for the Beautiful Roses”. Un pelotón de guardias elegidos se derretía marcialmente bajo el sol. Entre los presentes el padre y la madre del capitán Charlemont, además de su prometida, Lady Ashley-Compcott, hija del marqués de Sunbury, toda vestida de color albaricoque, con el rostro enmarcado por unas nobles orejas de liebre.

Los metales sonaron más fuerte, haciendo vibrar las tablas del muelle cuando la Fidèle, con perfecta maniobra (no la mandaba Charlemont) viró dentro del canal e inició el atraque. Los pequeños binoculares de madreperla pasaban de un puño almidonado a una manita enjoyada. Y pronto fue visible en la proa el capitán Charlemont, con el bello rostro que el mar apenas había afectado: pálido había partido y pálido retornaba. El corazón de sus progenitores vibró de orgullo, e incluso el de su prometida dio pequeñas muestras de aceleración, a pesar de que esto fuese bastante plebeyo. Y todos nosotros, formados y uniformados, por un día nos sentíamos parte de lo mejor del país, de su historia y de su botánica.

La Fidèle ancló cerca del muelle y bajamos las chalupas. En la primera subió el capitán conmigo y con Buckingham, que sosteníamos un maravilloso ejemplar de palmera con la bandera inglesa. El capitán fue el primero en subir la escalerilla del muelle y en estrechar la mano del ministro. Justo después vio a Lady Ashley-Compcott y descuidando por un instante los buenos modales, en vez de besarle la mano, la abrazó. Mientras los dos jóvenes se apretaban bajo la mirada benévola de las nobles familias, la banda entonó “Together”. Pero sonaba desafinada y desagradable.

— ¿Qué tormento es éste —gritó el conde padre Charlemont—, qué es lo que sucede?

— Os pedimos perdón —dijo el director— pero no podemos tocar. Hay una voz desagradable que se ha unido a nosotros. Además, el muelle se balancea demasiado...

Era verdad. El muelle rechinaba espantosamente. Y era claramente audible una voz desagradable, inhumana, que hacía el coro a las notas de “Together”.

— ¡Es él —gritó Buckingham—, ha llegado hasta aquí!

Big_whale_jump

Justo en aquel momento un gran golpe de la cola de Matu Maloa sacudió uno de los pilares del muelle que se inclinó espantosamente, y la ballena, loca de celos, se lanzó de cabeza contra los otros pilares. Volaron astillas de madera y sombrillas. Lanzando gritos de consternación, todos trataron de salvarse, quién huyendo hacia tierra firme, quién lanzándose al agua. El muelle cedía trozo a trozo y Matu Maloa seguía embistiéndolo a cabezazos, y ni siquiera los disparos de los guardias conseguían hacerle un rasguño. Marqueses, botánicos e intérpretes de oboe acabaron en el agua. Hasta que el cachalote llegó al último trozo de muelle que permanecía en pie, donde estaba el capitán Charlemont aferrado a su prometida.

— Huye —gritó el capitán, empujando lejos de sí a Lady Ashley. Inmediatamente después cayó (algunos dicen que se arrojó) sobre el lomo del monstruo, que sin sumergirse nadó lejos a toda vela. Cuando desapareció en el horizonte el capitán parecía un pajarillo sobre el lomo de un elefante.

 

La historia podría acabar aquí. Obvia decir que el escándalo fue enorme, porque no todos los días ocurre que una ballena rapte, consciente o inconscientemente, a un vástago de la nobleza inglesa. Dos meses después el capitán Charlemont fue declarado difunto a todos los efectos, y sobre su tumba familiar, en Glenmore, escribieron:

SU NOBLE CORAZÓN RAPTÓ
LA FURIA DEL LEVIATÁN

Si es así, amén. Pero yo prefiero creer a un amigo mío antillano, que de regreso de un viaje me contó que en una isla de las Célebes los indígenas adoraban a una extraña divinidad, que llamaban Charmaloa. Y me enseñó una estatuilla. Era la estatuilla de una ballena que tenía sobre el lomo una figurita muy pequeña, con un sombrerito y en él una pluma verde.

FIN

10 de octubre de 2010

Matu Maloa (III)

EL CUENTO DEL MARINERO
(3ª parte)

[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]

El estribillo fue interrumpido por la llegada del capitán Charlemont, lívido de rabia. ¿Tan locos nos habíamos vuelto para cantar aquella porquería sobre la Fidèle? ¿Acaso una nave inglesa debía servir de escenario a esta grosería? Cogió el ukelele y lo destrozó sobre la Fragata-Libertadamurada. Gritó que ya tenía bastante con nuestra indisciplina y que habría hecho cantar el látigo para acallar nuestro canto. Estaba allí, amenazador, con las piernas abiertas, cuando el buque dio un imprevisto barquinazo, como si hubiese tocado un banco de arena. El capitán acabó tendido en el suelo, y dado que el puente estaba recién enjabonado recorrió media nave deslizándose como una foca sobre el hielo.

Nadie consiguió contener la risa, y a nuestras carcajadas las siguió también un extraño, intensísimo ruido.

El capitán se levantó furioso y ordenó poner a Buckingham tres días entre rejas. Trató de recuperar la dignidad del mando aullando:

— Lancen el escandallo… debe ser un banco de arena.

— No es ningún banco —rió Buckingham mientras se lo llevaban—, es Matu-Maloa, comandante.

— Llévense a este maldito negro —dijo el capitán. Echamos el escandallo. Había seiscientos pies de fondo. Fuera lo que fuese con lo que había chocado la nave, seguro que no era un banco.

 

Aquella noche yo estaba de guardia. La luna iluminaba el mar por millas y millas. Era una noche en la que, como solía decir Buckingham, “incluso los pretendientes feos se volvían hermosos”. Me encontraba hablando con el Salamanquesa; en el silencio del mar tan solo se oía una cantilena vudú que Buck cantaba en su celda.

Para asombro nuestro, vimos al capitán Charlemont salir a cubierta. Tal vez no podía dormir por el calor. Iba sin uniforme, con la camisa abierta en el pecho y la rubia cabellera bañada en sudor. Seguro que no lo habrían pintado así en la galería de su familia, pero más de una muchacha inglesa, viéndolo, habría suspirado.

El capitán se quedó un buen rato absorto, mirando el mar, mientras la bonanza envolvía el corazón y el alma en un cálido marjal.

Eran las dos. Media milla a babor vimos algo extraño. El mar estaba encrespado, como si algo terrible lo hubiese inquietado.

— ¿Ves tú lo que yo veo? —pregunté a Huysmans.

— Lo veo —dijo el holandés.

— Eh, vosotros dos —dijo el capitán, sintiéndonos hablar preocupados—, ¿qué os pasa?

— Capitán —dije yo—, creo haber avistado una ballena.

— Ah —rió el capitán—, ¡menuda tripulación! No hay ballenas en esta ruta.

Por una vez tenía razón. No habíamos encontrado una sola ballena en aquella zona. Y ahora el mar parecía de nuevo tranquilo. Pero mi instinto de arponero me decía que era una tranquilidad sólo aparente. Y de hecho el mar se agitó y se abrió, y justo delante de nosotros surgió la cabeza de Matu-Maloa. Era el cachalote más grande que había visto nunca, por lo menos doscientos pies. Tenía una cabeza gris y terrosa llena de heridas y protuberancias, una verdadera montaña atormentada, y la mandíbula habría podido cortar la nave en dos como si fuera unas tijeras.

El ojo pequeño, a ras del agua, escrutó un instante la nave, mientras nosotros estábamos con el alma en vilo. Luego Matu-Maloa se giró sobre un costado y, se crea o no, fijó la mirada en el capitán Charlemont. Y enseguida, ¡le guiñó el ojo!

Alternativamente, el capitán miraba aterrorizado a nosotros y a la ballena. Estaba claro que no tenía la más mínima idea de lo que se debía hacer, y viéndonos paralizados, también él se mantuvo paralizado. Matu-Maloa lo miró una vez más, luego dio un ligero golpe de timón y llamó al capitán. Un sonido melodioso, como un violín submarino. Había oído hablar muchas veces de la voz de la ballena, pero era la primera vez que la escuchaba.

— ¿Qué sucede, marineros? —dijo el capitán Charlemont, retrocediendo hacia el centro de la nave.

whale-sinks-ship Matu-Maloa giró la cola en el aire y se sumergió; luego volvió a subir con toda su mole e hizo un viraje elegantísimo, salpicando ligeramente la nave con un chorro de agua. Luego se puso a remar con la cola y se alejó con el cuerpo fuera del agua, como un delfín. Parecía un peñasco altísimo, todo lleno de algas e incrustaciones, con las señales de los arpones sobre sus flancos. Ante aquella visión, el capitán corrió a guarecerse en la cabina. Matu-Maloa cesó de pronto sus evoluciones y desapareció.

Poco después el capitán nos convocó. Estaba visiblemente nervioso y manoseaba su espadín de narval. Su uniforme era un puro desorden.

— Guinea, Huysmans —dijo— ¿podríais explicarme el comportamiento de esa ballena? ¿Acaso quería atacarnos?

— Seguramente no —dijo Huysmans, lanzándome una mirada de complicidad.

— Por tanto quería… jugar.

— En cierto sentido.

— ¿En qué sentido?

— Bueno… para decir la verdad, señor… la ballena estaba enamorada.

El capitán Charlemont se quedó anonadado.

— Quiere decir que…

— Así es… conozco el canto de amor de la ballena, y además esas evoluciones… las hacen cuando están enamoradas.

— ¿Queréis decir… que está enamorada de nuestra nave?

Yo y Huysmans vacilamos perplejos.

— Poco más o menos… —dijo por fin Huysmans.

Siguió un largo silencio. Después el capitán dijo con un hilo de voz:

— Marinero Guinea… esa ballena ¿es macho o hembra?

— No lo sé, señor —respondí.

 

Al día siguiente, por la Fidèle, la noticia de que una ballena se había enamorado del capitán Charlemont se difundió, si se me permite el chiste malo, más rápida que el guiño de un cachalote [1]. Algunos reían, otros parecían preocupados: ¿quién conoce las intenciones de una ballena enamorada? Sin embargo, todos estábamos de acuerdo en un punto: era seguro que Matu-Maloa reaparecería. Algo que ocurrió por la tarde.

El capitán, nerviosísimo, había salido a la cubierta y lanzaba órdenes en todas direcciones. Estaba pálido, parecía no haber pegado ojo. Justo mientras gritaba alguna cosa hacia el puesto del vigía, en la popa apareció el Cachalote. Tenía sobre la cabeza un gran penacho de algas verdes. Nos miró con el ojito astuto y comenzó a emitir sonidos estridentes, moviendo la cabezota de aquí para allá. ¡Y le cantaba al capitán!

Si Charlemont se movía hacia la proa berreando, él hacía otro tanto. Si se iba a popa enredándose en el cordaje, también la ballena hacía el amago de tropezar en el mar y cómicamente berreaba y se agitaba sobre la panza sacudiendo su penacho de algas.

whale Hasta que el capitán Charlemont, exasperado, se detuvo jadeante y gritó:

— Maldita bestia... ¿qué es lo que quieres de mí?

Por toda respuesta, Matu-Maloa lo roció con su soplo y se puso a berrear divertido.

Entonces el capitán tuvo un ataque de ira, sacó el arpón de una chalupa y lo tiró contra la ballena. Naturalmente ni siquiera rasguñó su piel. Pero Matu Maloa pareció turbarse con aquel gesto. Se alejó a grandes saltos, luego se giró, cogió carrerilla y se encaminó derecho contra la nave. Gritamos de terror y ya algunos echaban mano de las chalupas. Pero a pocos metros de la Fidèle la ballena se sumergió y sentimos su rudo lomo raspando la quilla. Cuando salió en el otro lado lanzó un agudísimo lamento, de enamorada ofendida, y desapareció.


[1] Benni hace aquí un juego de palabras intraducible: Il giorno dopo sulla Fidèle la notizia che una balena si era innamorata del capitano Charlemont si diffuse, se mi è consentito un facile gioco di parole, in un baleno. Usa balena (ballena) y in un baleno (rápidamente) [N. del T.]

3 de octubre de 2010

Matu Maloa (II)

EL CUENTO DEL MARINERO
(2ª parte)

[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]

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El capitán Charlemont se presentó en uniforme de gala con medallas y un enorme sable cortaverduras. Nos revisó uno por uno, poniendo en su lugar cuellos y botones. ¡Una madre! Luego se sentó en una butaquita, con una bonita pose, con el codo apoyado sobre una fusta de narval.

— Marineros —dijo—, sé que estáis habituados a la disciplina. Pero lo que os pido sobre esta nave no es sólo disciplina... ¡es estilo! Os quiero ver siempre impecables, incluso en la tempestad. ¡No hay océano capaz de hacer olvidar a un hombre que es un caballero! La Fidèle es la nave más bella de la compañía Smithson. Es conocida en todos los puertos del mundo por su elegancia, y nosotros mantendremos alta su fama. Transportamos plantas y animales raros para el jardín botánico de Londres. Obvia decir que todo ello requiere una delicadeza y un cuidado bastante diferente del necesario para descuartizar una ballena. Debéis por tanto haceros dignos de la Fidèle. Y ay si se os vienen a la mente vuestras costumbres marineras, las bravatas, los juramentos y las bromas obscenas. ¡He dicho! Y ahora partamos. ¡Por la gloria de la Fidèle y por trescientas guineas!

La alusión al sueldo apenas suavizó las caras largas. La gente que había sufrido tempestades y abordajes, con un cuchillo en una mano y con la otra aferrada a la jarcia, se mostraba ciertamente poco entusiasmada con la idea de viajar sobre un “salón inglés”.

Decidimos tomarlo a risa. Sobre el puente se escuchaban conversaciones de este tipo:

— ¿Haría el favor el caballero Shan de quitar sus patas de simio de mi driza, a fin de que yo pueda izar la vela?

— Dispense, caballero Guinea, que el demonio lo ahogue por su cortesía.

— ¿Haría el favor el grandísimo hijo de puta caballero Macaulay de dejar de escupir contra el viento su maloliente saliva tabacosa, de modo que mi uniforme no se vea mancillado? Porque si no dejara de hacerlo mi egregia mano podría a continuación alisarle la dentadura...

— En ese caso, señoría, nada me impediría probar la dureza de este espléndido orinal sobre su excelentísima cabeza de bastardo.

Así la Fidèle dejó el puerto rumbo a la aventura. No habíamos salido todavía del golfo cuando de debajo de la cubierta salió un hombre con grandes ojos saltones, vestido de negro. Se presentó a todos nosotros muy cortésmente, uno por uno. Dijo llamarse profesor Gwiskard, ser científico asesor en el viaje y sufrir condenadamente de mareos. Por los ojos saltones y el color verde fue rápidamente apodado como “el Salamanquesa”. Y con esta última sorpresa nos fuimos mar adentro, mientras Charlemont, a popa, tomaba el té.

— ¡Bah! —suspiró el filósofo de a bordo, Huysmans el holandés— creemos que acabaremos desesperados. No lo parece, pero quizás sea un buen capitán.

precol_botanical-exp_lg Huysmans era un iluso. En pocos días de navegación los marineros nos preguntábamos quién le habría enseñado al capitán Charlemont a manejar una nave. Parecía que tuviera miedo de gastarla. Navegaba a solo un viento de tres, cuatro nudos, a media vela. En cuanto se alzaba un buen viento para por fin hacerla correr, llevaba a la Fidèle al abrigo de cualquier rada y esperaba a que el viento amainase. Así, para arribar al golfo de Guinea, a las islas Bijagos, tardamos el doble de lo necesario. Pero no parecía importarle: su única preocupación era nuestra divisa, los cobres de la Goleta y las ceremonias de izamiento de la bandera. En el cálculo de la ruta, él y sus oficiales colibríes empleaban la mañana entera, mientras que nosotros lo hacíamos de inmediato y a ojo, de tanto navegar pegados a tierra firme. La comida era decente, los turnos cómodos, pero siempre te arriesgabas a ser castigado por una blasfemia o un cuchillo fuera de su sitio. Un marinero griego recibió veinte golpes de fusta porque fue sorprendido tendiendo los calcetines sobre una jarcia.

En julio llegamos a las islas de Cabo Roto. El capitán Charlemont atracó en Bahía Hugue con una maniobra que un grumete habría ejecutado con más pericia. Pero su descenso en uniforme de gala, con los colibríes en los flancos y Buckingham sosteniendo el paraguas, permaneció en la leyenda local durante años.

La isla estaba habitada por la tribu de los Cabu, cuyo jefe era Mahu Cabu, un viejo amigo mío. Conociendo yo la lengua Cabu negociamos con él para llevarnos plantas raras. En compañía del Salamanquesa, me fui a la jungla y dentro encontramos un verdadero paraíso natural. El Salamanquesa me decía el nombre latino de las plantas, y yo le contaba las leyendas que había oído. Le conté que el ourogoro es una planta carnívora, pero que come sólo animales enfermos. Para saber como están de salud, los indígenas pasan delante de la planta y acercan una mano. Si el ourogoro la muerde, es una fea señal. Le dije que la planta del pan da un solo fruto al año, pero tan bueno y delicado que los pájaros hacen cola durante un mes para picotearlo. Y que el hawazawai, molido y bebido con luna llena, transforma al hombre en abejorro. Y el wama contiene un afrodisíaco tan fuerte que un solo pétalo, acariciando la frente de una mujer, la transforma en un monstruo de placer.

Recogimos con cuidado las plantas en grandes vasijas y por la noche hubo una cena en nuestro honor bajo la tienda del jefe Mahu. Comimos a dos carrillos.

Por su parte el capitán Charlemont, todo melindres, apenas probó la comida, y no pareció para nada reconocer aquella hospitalidad. El jefe Mahu Cabu me dijo que le preguntara al capitán dónde acabarían aquellas plantas, en qué isla y en qué jardín. Cuando el capitán respondió que serían encerradas en una caja de cristal, el jefe Mahu se sintió contrariado y dijo que quería rescindir el contrato.

— Di a tu salvaje —respondió el capitán— que lo que hasta ahora hemos pedido con cortesía podríamos pedirlo con los fusiles.

Por supuesto, no traduje sus desdeñosas palabras, pero dije a Mahu que las plantas serían tratadas con absoluto cuidado y que serían puestas muy cerca de los niños de nuestra isla, que no habían visto nada igual.

El jefe Mahu movió dubitativo la cabeza. Luego quiso saber si el capitán creía que las cosas tenían alma.

El capitán explicó sonriendo que en su país sólo los hombres tenían alma, y quizás no todos.

Entonces el jefe Mahu preguntó cómo hacía el capitán Charlemont para viajar sobre el mar si no creía que el mar tuviese alma.

— El mar tiene un alma que se llama Matu-Maloa, y usted la conocerá —dijo el jefe Mahou.

— No quiero perder más tiempo con estos salvajes —dijo el capitán, y muy cortésmente se levantó.

Volvimos a la nave. Durante el trayecto en chalupa oí al Salamanquesa contradecir con firmeza al capitán y a aquél responder con irritación:

— De una cosa estoy seguro. Entre la cultura de un caballero inglés y estas estúpidas leyendas no hay ninguna relación posible. La única cosa que nos une a este mar es la riqueza que podamos conseguir para la mayor gloria de Inglaterra.