"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

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21 de noviembre de 2010

Torcuato abandonado (II)

(Relato de Stefano Benni inédito en España. Publicado en Italia en el suplemento del periódico La Repubblica, el pasado agosto. Ilustraciones originales de Luca Ralli)


(2ª parte)

Se vistió del modo apropiado: su camiseta de tirantes, unos calzoncillos del hijo que podían pasar por bermudas y zuecos de tacón de la nuera. En la cabeza se ajustó un turbante hecho con sábana. Mojó la cabeza y los sobacos en el grifo y salió. El ascensor estaba estropeado, bajó ocho pisos de escaleras galopando como un caballo. Al contacto con el calor externo el agua empezó a evaporarse y cuando llegó a la calle humeaba como una locomotora.

El abuelo miró a su alrededor. La ciudad estaba desierta, sólo algún coche por la carretera y olor de muros asados.

Delante de casa estaba la colosal Banca Itálica. En su interior, el aire acondicionado mantenía doce grados en cincuenta oficinas. En algunas llevaban abrigo, los cajeros vestían ropa de esquí. Sólo había un cliente. Pero de los agujeros externos del banco salía un tornado ardiente que incendiaba la acera. El abuelo pasó por encima de varias bolsas de basura y encontró la acera bloqueada por un todoterreno con el motor encendido. Dentro, un cachas escuchaba música a todo volumen y el tubo de escape apestaba todo el barrio.

— Perdone pero ¿podría apagarlo? —protestó Torcuato.

— Abuelo, no jodas. Estoy al fresco aquí dentro —dijo el conductor.

El abuelo Torcuato le dio una patada al parachoques y jadeando consiguió llegar enfrente del supermercado. Atravesó, evitando una moto que daba bandazos con los neumáticos licuados y un pasea-perros enloquecido que vagaba con una docena de correas vacías. Los perros se habían escapado hacía tiempo en busca de sombra. Finalmente llegó delante de la puerta del Supermercado Paraíso. Pero la puerta con célula fotoeléctrica no se abrió.

Desde dentro un vigilante miró con suspicacia su turbante.

— ¿Es usted italiano? Desde hace una semana no dejamos entrar extranjeros.

— He nacido en esta calle, joder —dijo Torcuato.

La puerta se abrió y Torcuato entendió el motivo de aquel apartheid. En el supermercado había casi seis mil ancianos, todos en busca de fresco. Algunos daban vueltas durante horas con un carrito que contenía sólo un limón, otros charlaban apoyados en muros de cajas, otros dormían o jugaban a las cartas dentro del frigorífico de los congelados y el personal los desalojaba pero volvían. Algunos, incluso, tenían la tumbona de la playa y habían llevado al perro. El abuelo blasfemó contra los viejos jubilados desocupados y aprovechados y se dirigió a la sección de alimentación. Compró una ración de pechuga de pollo, tomates y una mozarella de un bellísimo color índigo. Después se presentó en la caja.

— ¿Qué quiere? —le preguntó la cajera.

— Querría pagar.

— ¿Quiere decir que se va?

— Claro que me voy…

— Es el primero hoy. Todos los demás pagan en el último momento, a la hora de cerrar. De cualquier forma —concluyó la cajera encogiendo los hombros— haga como desee, salga si quiere al calor.

— Resistiré —dijo fieramente el abuelo.

Salió. La temperatura había subido a cuarenta y seis grados, los pajaritos se desplumaban a picotazos. El abuelo sabía que a la vuelta de la esquina había una fuente para refrescarse. Pero la fuente estaba seca. Consiguió llenar tan solo una media botellita. Decidió ir a su bar de siempre pero había un cartel: “Cerrado por vacaciones”. La petanca estaba cerrada, las bochas hirvientes no se podían sostener en la mano.

Mientras tanto había llegado al único árbol de la plaza. Se paró debajo y lo bombardearon ciento seis estorninos migradores con diarrea, detenidos en el árbol desde hacía tres días, porque con aquel calor quién cojones iba a volar. El abuelo Torcuato suspiró y sacó la botellita de agua. Estaba a punto de beber cuando vio en un banco a una viejecita que lo miraba con ojos azules e implorantes.

¡Oh dulce solidaridad de la tercera edad que ningún bochorno podrá borrar!

— Se lo suplico, amable señor del turbante —dijo la viejecita— ¿me da un sorbito de agua?

— Por supuesto gentil señora.

La vieja de los ojos azules cogió el agua, se bebió la mitad haciendo gárgaras, se echó la otra mitad por la cabeza y después se marchó gritando:

— Pero qué solidaridad, estás loco, marroquí de mierda…

El abuelo no consiguió ni siquiera responder. Volvió dando tumbos a casa. Dentro del todoterreno había una fiesta, bailaban ocho personas. El ascensor de la comunidad estaba estropeado. El calor había fundido los cables como hilos de azúcar. Subió las escaleras en media hora, todo el edificio estaba sumido en un silencio irreal, sólo se oían zumbidos de frigoríficos, maullidos y quejas de animales abandonados.

Entró en casa. No consiguió cocinar, el fuego quemaba demasiado. Puso el pollo en el alféizar y después de diez minutos estaba cocido, pero sabía a alquitrán y gasolina. El tomate se disolvió en un charco de salsa. A la mozzarella le crecieron unos tentáculos y se escapó debajo de un mueble.

El abuelo buscó en vano un lugar vivible dentro de la casa. Todo estaba candente, un viento de siroco cargado de polvo y mosquitos cocidos se pegaba a las paredes. Finalmente también el frigorífico se apagó con un eructo desesperado, esparciendo agua por toda la cocina.

— Me daré una ducha fresca —dijo el abuelo.

El agua salió a ochenta grados de las tuberías recalentadas por el sol y se quemó.

Entonces el abuelo Torcuato lloró con dignidad y encendió el televisor. Daban un programa sobre los problemas que el calentamiento global traería al círculo polar.

— ¿Y yo qué? —dijo el abuelo.

Después apareció el presidente del gobierno diciendo: “Las noticias sobre la temperatura son torvo alarmismo mediático, y el dato de que uno de cada dos italianos no tiene dinero para ir de vacaciones es una mentira de la propaganda comunista. Italia es un país donde se está bien, el que se queda en la ciudad es porque quiere trabajar e impulsar la economía del país. Buen verano a todos los italianos, felices ellos que pueden disfrutarlo, yo trabajo incluso de noche”.

El abuelo cogió el televisor y lo lanzó por la ventana. Pero el esfuerzo lo hizo sentirse mal. Telefoneó al doctor Del Prato. Respondió el contestador:

“El ambulatorio tiene horario estival, el doctor recibe sólo el lunes de las ocho a las ocho y media. Si tienen problemas urgentes dejen un mensaje con sus síntomas y sus herederos se avisará a sus herederos.

Telefoneó a su otro hijo pero estaba en la montaña. Telefoneó a la clínica Belsito, pero le contestaron que no había sitio ni siquiera de pie. Telefoneó al teléfono Azul Verde y Naranja, pero no tenían un servicio para torcuatos abandonados. Por último telefoneó a la Protectora de animales fingiéndose un setter, ladrando y jadeando.

— No picamos —dijo una fría voz de operadora— usted es el tercero que prueba hoy.

“Ay de mí, solo, cocido y abandonado por todos” pensó el abuelo e incluso se le pasó por la mente acabar con todo. Se tiraría por la ventana, al menos en esos veinte metros cabeza abajo tendría un poco de airecillo.

Continuará...

1 comentarios:

estonoesunblogdehistoria dijo...

Me está encantando el relato! ESta parte me ha recordado una cancion de Quique Gonzalez:
"Y la ciudad de agosto es un quiosco cerrado,
un cementerio de coches abandonados,
no hay nadie que se atreva a salir.

Es hora de sacar el orgullo de barrio,
pero la calle hierve a 39 grados"

Voy a por la ulitma entrega!