"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

* *

18 de noviembre de 2011

Bar Sport (XII)


Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)
 

El abuelo del bar

El abuelo del bar, cuando entras, está siempre de espaldas.

Mira la televisión. Normalmente la televisión está apagada, pero él mira de todas formas y ríe.

Eso quiere decir que está completamente ido.

No importa.

El abuelo del bar lleva siempre chaqueta y corbata. La corbata es un poco vieja: con los años se ha puesto dura como el hielo debido a las manchas de salsa y toscano[1].

Cuando el abuelo camina, la corbata emite el típico sonido de hojalata.

Algún que otro abuelo, cuando lo asalta un malhechor, se quita la corbata del cuello y lo apuñala. Sólo atracan a los abuelos que llevan pajarita.

Dentro del abuelo está el toscano. Un toscano de abuelo es como un iceberg: la superficie visible es sólo un cuarto: el resto está dentro de la boca del abuelo.

A veces el abuelo fuma con la boca cerrada: la presencia del toscano se revela sólo por el pestazo.

Un toscano no se apaga nunca. Puede estar en el bolsillo incluso dos días. Cuando el abuelo lo saca del bolsillo, le da una chupada y se reenciende.

El abuelo del bar está lleno de ingenuidad y de catarro.

De vez en cuando, entre las mesas, se oye un rumor característico: KKKRRROOOAAARRRKKK. Es el gargajeo del abuelo.

En ese momento, los parroquianos más avispados se ponen a salvo detrás del mostrador, o sobre los árboles.

El gargajeo es como el trueno. Es una advertencia. Llegará el rayo: el escupitajo del abuelo. Cuatro abuelos gargajeando hacen más ruido que la salida del gran premio de Monza.

Pero esto no es nada.

El abuelo, después del gargajeo, mira alrededor. Mira dónde escupir. Después lanza. El dueño del bar llora.

A las cinco el abuelo enciende la televisión y mira la Tv para los niños. Le gusta muchísimo, aunque a menudo no entiende.

El resto, en realidad, lo odia. Todo. Del Carrusel[2] al Telediario.

El abuelo mira la televisión y profiere terribles amenazas. Insulta a los presentadores y grita a las locutoras de continuidad[3]. Algunas veces parece incluso que va a vomitar. Pero si la televisión se pone con rayas, enloquece.

Empieza a hablar de conjura. Se levanta. Gira todos los botones y termina casi siempre por desenchufarla con un pie. Muerde a cualquiera que intente acercarse al televisor. Sólo el electricista puede estar cerca. Le hace dos caricias, lo calma y arregla el televisor.

Entonces el abuelo vuelve a sentarse.

Y comienza a refunfuñar de nuevo.

El abuelo odia todas las discusiones de deporte. Cuando nota que se avecina una, eleva el volumen al máximo, y se pone a medio metro del aparato.

Si alguien le dice cualquier cosa, se finge sordo. En realidad, si alguien mastica chicle al fondo, él se gira y le manda parar.

El abuelo odia sobre todo dos cosas: los helados y a Merckx.

Los helados porque es muy goloso, pero no consigue nunca comer uno sin acabar con el palito en la mano y el resto precipitado en la bragueta. Asegura que las marcas no hacen helados, sino máquinas diabólicas para ensuciar a los abuelos.

Su sueño sería un helado que caminase solo hacia su boca.

Odia a Merckx porque no quiere que se lo compare con Pozzi. Apenas oye la palabra Merckx enseña los dientes en una mueca agresiva. Después dice: “¡Pero qué Merckx! En mis tiempos sí que había corredores”.


[1] Cigarro puro.
[2] Programa de televisión italiano que se emitió en la primera cadena de la RAI desde 1957 hasta 1977. El espacio se caracterizaba por la emisión de sketches protagonizados por actores o personajes animados que concluían con la promoción de un producto, y fue el primer espacio publicitario en la historia de la televisión italiana.
[3] Locutoras de televisión que presentaban los programas que iban a emitir a continuación.

8 de noviembre de 2011

Bar Sport (XI)

bartender
Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

Ceniciento

Érase una vez un bar como es debido.

En las mesas como es debido se sentaba gente como es debido, bebiendo enormes vasos de algo verde con una rodaja de naranja. Los rostros los tenían bronceados, las chaquetas les sentaban bien, había un buen perfume a loción de afeitar, sales de baño y carteras de piel de cocodrilo. Los camareros tenían la chaqueta blanca, patillas bien cortadas y una sonrisa luminosa, aunque manteniendo las distancias. Se llamaban Toni, Rufus y Luis.

La única nota discordante, en este bar como es debido, era un camarerito pequeño y modesto, que provenía de Trapani y se llamaba Antonio Ceniciento. Ceniciento no llevaba la chaqueta blanca, sólo un delantal mugriento con la inscripción Margarina Gradina, sandalias en los pies y en la cabeza un gorro de papel de estraza. Por su miserable aspecto, el dueño del bar, Ottavio, no quería que se mostrase ante los clientes. “Ceniciento”, le decía, “tú eres pinche. No puedes hacer de camarero, no tienes presencia. Pon los palillos en las aceitunas. Pon el salmón en los canapés. Desatasca el desagüe. Lava las cucharillas”, etcétera. Ceniciento, que era muy bueno, hacía todo lo que se le decía por 35.000 liras al mes, dos platos de pasta al día y un colchón detrás de las cajas de cerveza. Trabajaba contento y cantaba Core ingrato con una bonita voz de tenor, y al oírlo todos los gorriones y golondrinas volaban encantados y le dejaban una limosna.

Toni, Rufus y Luis le tomaban un poco el pelo, y se divertían salpicándolo con el sifón de selz y arrancándole el pelo de las cejas, que tenía negras y juntas, para cubrir los claros de sus propios bigotes. Pero Ceniciento se dejaba hacer. Es más, quería mucho a Toni, Rufus y Luis, porque eran elegantes y sabían llevar muchos vasos entre los dedos. Ah, cuánto hubiese deseado verter él también una coca-cola sin hacer tanta espuma en el vaso de aquel señor, y llevar una hermosa chaqueta blanca con el bolsillo lleno de tapones. Pero la voz de Ottavio lo despertaba de su sueño.

ratas Ceniciento tenía sólo tres amigos, con los que compartía el trastero de las cajas de cerveza. Dos eran ratoncitos, de esos que frecuentan los cubos de basura. Eran ratoncitos muy graciosos. Uno se llamaba Cavicchi, pesaba venticinco kilos y le echaba una mano en el trabajo pesado. El otro se llamaba Emanuele, era un ratón muy instruido y estudiaba para ser conejillo de indias y colocarse en la Facultad de Biología. Con ellos Ceniciento pasaba largas horas hablando de fútbol y de mujeres, con la cabeza dentro de un agujero en la pared.

El otro amigo de Ceniciento era el programa Tres-uno Tres-uno, que escuchaba todos los días en la radio y que lo conmovía hasta las lágrimas. Por la noche soñaba con Cavallina[1] que lo tenía sobre sus rodillas y le contaba bellísimas historias.

Un hermoso día, en el bar como es debido, se organizó un cóctel de esmoquin, con barbacoa, servicio de asado, perritos calientes, whisky and sour y después una escapada a la bolera. Estaba toda la crema de la ciudad, con una guinda en todo lo alto. La guinda era la princesa Sperelli, hija del Rey del acero y de la Reina del hierro, con un abuelo magnate del estaño, una hermana cuadrada como una caja fuerte y un hermano delgado como un clavo. La princesa Sperelli tenía dieciséis años, un rostro angélico y a sus espaldas una licenciatura en lengua y nueve abortos. Lo había tenido todo en la vida, pero se aburría. Los mejores partidos de la ciudad se postraban a sus pies, pero ella los rechazaba. En aquel cóctel la princesa elegiría al hombre de su vida. Por esto, toda la ciudad estaba en efervescencia, en sastrerías, peluquerías y saunas no cabía un alfiler, las lámparas de cuarzo zumbaban, los masajistas masajeaban y se repasaba el francés.

Así pues, aquella noche había una gran agitación en el bar como es debido. Ottavio brincaba aquí y allá repartiendo ceniceros, Toni se peinaba las patillas, Rufus se rizaba el bigote con el cuchillo de la mantequilla, Luis se abrillantaba la cabeza con gelatina de Mermelada de Sevilla[2]. Ceniciento espiaba los preparativos oculto por tres pisos de platos, mientras Cavicchi le pasaba el Vim. ¡Ah, suspiró, si pudiera servir las mesas!

“Te he escuchado”, gritó inmediatamente Ottavio. “¡Por lo que más quieras, no te dejes ver, qué imagen daré! ¡Métete dentro de la cámara frigorífica!” Y lo encerró tras los jamones. Ceniciento fue realmente bueno cuando escuchó el estruendo de las Honda que llegaban, las joyas que resplandoreaban, las rachas de Guerlain que llenaban el aire, y risotadas, y Quando calienta el sol[3]. Entonces una lágrima cayó sobre sus cejas congeladas, porque Ceniciento se había acostumbrado a llorar hacia arriba para no manchar el suelo.

Y he aquí que sucedió lo increíble. La radio se encendió sola, como por encanto, y la voz de Cavallina dijo:

“Se ha dirigido a nosotros un camarero de Trapani, Antonio Ceniciento. Es un caso muy humano. Ceniciento, ¿me escuchas?”.

“Sí, señor”, dijo Ceniciento, emocionado.

“Él, si no me equivoco, tiene un gran deseo. Servir las mesas en el cóctel Sperelli”.

“Sí, señor”.

“Tenemos aquí, en calidad de experto, al presidente de la Asociación Nacional de Camareros, Torelli. Le cedo el micrófono”.

“Me escucha, Ceniciento”, dijo el presidente.

“Sí, señor”.

“¿Dónde se encuentra ahora?”.

“En la cámara frigorífica”.

Navy_Sprite_Boy “Bien. Diga tres veces: todo va mejor con Coca-Cola, cierre los ojos y cuente hasta diez”.

“Sí, señor”.

Uno, dos, tres, cuatro…

“¿Ya, Ceniciento?”.

Ceniciento abrió los ojos y… ¡prodigio! A sus pies un esmoquin de raso azul, donado por los lectores del “Radiocorriere”, y Cavicchi y Emanuel transformados en conejillos pitilleras.

“Gracias, gracias, señor”, dijo Ceniciento. Pero la radio, siempre como por encanto, transmitía el boletín de las mareas.

El cóctel estaba en su apogeo, pero Ottavio no estaba contento. La princesa Sperelli no tomaba nada. En vano revoloteaban Luis, Rufus y Toni como mariposas alrededor de su mesa. La bella había comido apenas media aceituna, y de mala gana. Pidió un vaso de agua mineral, bebió un sorbo y dijo que tenía demasiado gas. Le trajeron otro, pero dijo que tenía poco gas. Ottavio lloraba desesperado.

Fue en aquel momento cuando, en el fondo de la sala, apareció Ceniciento, azul, lindo e impecable. Un murmullo recorrió la sala.

“¿Quién es ese maître?”, dijeron los señores como es debido en voz baja. “No lo habíamos visto”.

“¡Qué porte, qué estilo!”, dijeron las señoras como es debido. “Tiene que ser inglés”.

Ceniciento se acercó a la mesa de la Sperelli. En una mano tenía un simple vaso de agua y en la otra una copa llena de burbujas. “¿Cuántas cucharillas, mademoiselle?, preguntó Ceniciento. “Dos, gracias”, dijo la princesita iluminándose; y tragó el agua mineral bajo la mirada atónita de los presentes.

“Esto es servicio”, dijo el Rey del acero.

“Parbleu”, repitieron todos los presentes, muchos de ellos con la boca llena.

Poco después la princesita cogió una cuchara y, entre el estupor general, se puso a golpear el vaso gritando: “¡Camarero, camarero!”.

Ceniciento surgió de entre las mesas y dijo: “¿Qué desea?”.

schuman adentro3“Seis bocadillos de jamón York”, dijo la Sperelli.

“¡Pero qué ocurre! ¿Está loca?”, bufó el Rey del acero.

“Déjala, déjala”, dijo la Reina del hierro, que se las sabía todas.

A partir de ese momento, la princesa y Ceniciento fueron inseparables durante toda la noche. Él le cortó piña, la aconsejó con el champán, le quitó las manchas de una manga. Ella reía, bromeaba, bebía y comía como un búfalo. Al final, se la escuchó soltar un eructo y ordenar conejo en escabeche.

“¡Pero bueno!”, dijo el Rey del acero, “¡basta! ¡Valiente imagen estamos dando!”.

“Son unos chiquillos, son unos chiquillos”, dijo la Reina del hierro, que se las sabía todas.

“Quiero un cocido de alubias”, gritó la Sperelli en ese instante, entre la indignación general.

“Detente, detente”, dijo Ottavio, pero Ceniciento estaba ya en su puesto con un plato humeante.

“Alubias a medianoche”, observó la Reina del hierro. “Querida, ¿por qué no te controlas un poco…?”.

“¡Medianoche!”, dijo Ceniciento, y palideció. “¡Tengo que echar la quiniela!”. Se dio la vuelta y desapareció driblando las mesas como si fueran defensas “¡Camarero, el Parmigianino”, gritó la Sperelli. “¿Dónde va?”.

Pero Ceniciento pedaleaba ya a toda velocidad hacia el bar de la estación.

“¡Se ha ido!”, estalló en lágrimas la Sperelli, y le tiró el cocido a la cara al presidente del tribunal.

“Pero ¿quién es ese maître? ¿Por qué no le trae el Parmigianino a mi niña?”, dijo el Rey del acero.

“Porque el cocido de alubias necesita aceite”, dijo la Reina del hierro, que se las sabía todas.

Pero la princesita Sperelli lloraba y lloraba, y las lágrimas y el rimmel fluían por el suelo.

“¡Un millón para el que encuentre a ese maître!”, gritaba el Rey del acero. “¡Dos millones! ¡Tres millones! ¡Todas mis fundiciones!”.

“Qué escándalo”, decían los señores como es debido, “un maître que deja de servir, y nadie sabe quién es, ni de dónde viene”.

Entonces la Reina del hierro, que se las sabía todas, dijo: “¡Hay un pelo en el cocido!”.

“Es suyo, es suyo”, gritaron todos, “es del camarero misterioso”.

“Es un pelo increíblemente graso, retorcido, rizado y sucio”, dijo Alexander, el peluquero de divas. “Así sólo hay uno entre un millón”.

“Es mío, es mío”, dijeron Toni, Rufus y Luis, y fueron inmediatamente acusados de falsedad por muchos de los presentes.

El Rey del acero se fue al sindicato, consiguió una lista de camareros, repasó tres mil fichas, pero ninguno tenía el cabello del tipo que buscaba. Ceniciento, que por no haber cotizado no aparecía en la lista, habría así continuado lavando platos hasta su muerte, cantando Core ingrato y siendo forofo del Nápoles.

Pero el destino ayudó a los dos jóvenes. El Maserati de la Sperelli atropelló a Ceniciento mientras entregaba a domicilio un pastel. “¡Es él!”, gritó la Sperelli al verlo bajo las ruedas. Lo curó amorosamente, y luego lo contrató por 120.000 al mes más la Seguridad Social. Lo puso a trabajar con dos mayordomos somalíes, una nodriza friulana y un cocinero francés. Y juntos vivieron felices y contentos, Ceniciento aparte.


[1] Paolo Cavallina era el locutor del programa 3131.
[2] Mermelada de naranja amarga.
[3] Tal cual en el original.

24 de octubre de 2011

Bar Sport (X)


Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

El Chaval

El apoyo del dueño del bar es el Chaval, o el chico del bar, llamado también chico de los recados. El Chaval tiene una bonita cara rosácea bombardeada de granos y vive en simbiosis con su bicicleta, la bicicleta del Chaval.

Con ella el Chaval se lanza como un halcón sobre todos los sitios de la ciudad, adelanta a los autobuses en marcha, aterroriza a los perros y ahuyenta a los vigilantes. El Chaval, al andar en bicicleta, tiene una serie de reglas fijas:

a) Está totalmente prohibido poner las manos en el manillar. No sólo cuando se tienen las manos ocupadas con una bandeja de tazas, termos y panecillos, sino en cualquier otra ocasión.

b) La forma de pedalear del Chaval debe ser balanceante, o sea, la bicicleta debe oscilar de izquierda a derecha y viceversa, rozando el suelo, de modo que en un radio de veinte metros no se interpongan obstáculos vivientes.

c) Se cae siempre, y sólo sobre las rodillas, cualquiera que sea la dinámica del accidente. Esto crea la famosa rodilla de Chaval, uno de los problemas de la medicina moderna. Dicha rodilla consiste en un archipiélago de costras y costrones que se regenera constantemente.

d) Mientras pedalea, el Chaval canta.

e) El camino normal del Chaval está constituido por: aceras, portones, zaguanes, jardines, soportales. La carretera es evitada cuidadosamente, por peligrosa y porque las mujeres están cerradas dentro de los coches y se ven peor.

Todo esto lleva aparejado, naturalmente, que el Chaval sea odiado por vigilantes, peatones y hombres de bien.

¿Cómo se convierte uno en Chaval? Se convierte uno en Chaval porque no se tienen ganas de estudiar. Algunos dejan la escuela y hacen de vicedirector en la empresa del abuelo. Otros se dedican a hacer bolsos y cinturones. Otros incluso se hacen pasar un pequeño estipendio mensual, se inscriben en Arquitectura y se marchan al Gargano[1]. Otros, inexplicablemente, prefieren convertirse en Chaval. Hay quien habla de vocación, otros de razones sociales.

Sea como fuere, uno no se convierte en Chaval de un día para otro.

CÓMO SE CONVIERTE UNO EN CHAVAL

El pequeño Masotti, el primer día de escuela, no lloraba como hacía el resto de los niños. Comía membrillo y miraba alrededor. Lloraban, en cambio, los Masotti padres, porque era el día con el que soñaban desde hacía años. El pequeño Masotti fue colocado con otros muchos niños negros y otras muchas niñas blancas. El director, un hombre de mirada severa y maneras bruscas, los vio desfilar a todos por delante sin decir ni una palabra. Cuando pasó Masotti lo paró, y le dijo: “Tú, ajústate el nudo” e hizo el ademán de tocarlo. El pequeño Masotti sacó del mandilón negro una patita seca llena de guijarros de haberse caído de la bicicleta y golpeó al director en la entrepierna. Comenzó así la carrera escolar del pequeño Masotti.

El pequeño Masotti era hijo único de dos Masotti. Masotti padre era camionero y llevaba pescado congelado arriba y abajo por la autopista. Salmonetes japoneses, merluza de Hong Kong y un rodaballo de Cattolica haciendo guardia. Conducía toda la noche con la única compañía de un paquete de Nacionales y una foto en color de Ava Gardner, con un autógrafo falso hecho por su mujer. Nunca había tenido accidentes, si exceptuamos la destrucción de un Montagrill Pavesi en 1968 y una caída en el Po gracias a la cual los pescadores de la zona estuvieron pescando sepias durante muchos años. Ganaba lo necesario para no morir de hambre, pero soñaba para su hijo un futuro diferente.

Masotti madre hacía cortinas de flores con una máquina de coser a pedales, el casco en la cabeza y una camiseta del Legnano[2] para no estropear los vestidos. Las vendía a los asilos o a los camioneros amigos del marido, por lo que hacía también de decoradora. Cogía un viejo tres ejes y lo convertía en un chalet suizo, con jarroncitos de flores, fundas con conejitos, tapetitos y, a petición, una lamparita de noche en el retrovisor. También ella soñaba para su hijo un futuro diferente.

Se decidió que el pequeño Masotti se licenciaría y sería abogado. Fue educado con buenos cocidos y, por consejo de los amigos del bar, con juegos que desarrollaban la inteligencia, como la batalla naval y el mecano. Pero el pequeño Masotti no se reveló ni genial ni más adelantado de los de su edad. Sus acorazados se hundían como galletas, y la única cosa que consiguió hacer con el mecano fue un metro articulado de sastre. No leía a Kant, no tenía oído para la música, si se le ponía el lápiz en la mano dibujaba siempre la misma cosa, una patata, y después se dormía. Es todavía un niño, saldrá adelante, decían los Masotti padres, pero estaban un poco preocupados. Masotti padre lo atiborraba de fósforo, y de vez en cuando robaba algún que otro quintal de merluza congelada de la carga y obligaba a p. M. (pequeño Masotti) a comerlo a la merienda. P. M no protestaba, se metía el pescado en la boca y se iba a jugar debajo del camión.

El primer boletín de notas de Masotti estuvo lleno de 1, con un 3 en gimnasia. El maestro dijo que el chico, se veía a la legua, estaba desganado, no atendía, y pasaba el tiempo tallando con un cortaplumas. Ya había destrozado su pupitre esculpiéndole dos zuecos holandeses y un bate de béisbol, y tenía que apoyar los codos en la parte del compañero. Las astillas de madera constituían un peligro mortal para la clase, porque salían como proyectiles. Era capaz de hacer despegar, en un día, hasta doscientos aviones de papel, algunos de los cuales quedaban en el aire hasta diez minutos oscureciendo la visibilidad. Sus dictados pesaban como empanadillas fritas y rezumaban tinta y sudor. Las aes le ocupaban un folio y tenía que pararse desencajado a mitad de la curva.

Enseguida lo suspendieron.

Masotti padre, del cabreo, se marchó y anduvo de Bologna a Taranto en tres horas, de peaje a peaje, tanto fue así que el camión se recalentó y llegó a su destino con una gigantesca carga de fritura, cuyo olor apetitoso fue percibido en toda la ciudad de los dos mares[3]. La Masotti madre no dijo nada, continuó pedaleando en la máquina de coser, pero con el aire triste de quien no puede seguir en la subida al grupo de cabeza.

El p. M. tuvo que repetir con el profesor Manicardi, magnífico ejemplo de estudioso, que lo ató a la silla y le leyó durante nueve horas a Leopardi, todos los días, durante tres meses. El pequeño Masotti aprendió de memoria la mitad de El infinito, después se duchó y se olvidó de todo. Lo suspendieron también al año siguiente, y al siguiente.

Entonces Masotti padre le dijo que si no se ponía a estudiar no le daría de comer. El p. M. se dio por aludido. Todas las noches se oía su voz repetir: “Si un campesino tiene nueve manzanas y vende la mitad…” Estudió durante un mes, esparciendo grandes cantidades de manzanas sobre la mesa y contactando con todos los campesinos de la zona. Finalmente propuso como solución diez manzanas y media y un pagaré de melones en tres plazos. Lo volvieron a suspender.

Masotti padre se resignó. Envejecido y con los neumáticos deshinchados, sin fuerza siquiera para tocar el claxon, empezó a girar en redondo en la circunvalación sin querer ver a nadie. Los amigos le tiraban al vuelo bocadillos y periódicos por la ventanilla, y una vez al mes una prostituta ex trapecista de circo se lanzaba desde un Leoncino[4] en marcha para hacerle compañía. La Masotti madre, vieja y encanecida, había dejado de pedalear y entrenaba un equipo de monjas que hacían calzoncillos para presos. El pequeño Masotti, que tenía ya diecinueve años y pesaba alrededor de un quintal, iba a la escuela con su mandiloncito que le cubría hasta la mitad del tórax, y la cartera con el viejo lápiz de siempre, una especie de colilla invisible a simple vista, que tenía que llevar a afilar a un orfebre.

Fue adelante, hasta que el dinero se acabó. Un día el pequeño Masotti abrió la cartera y no encontró la merienda de siempre, un bocadillo con un mero. Aquella tarde no volvió a casa.

Al día siguiente, con las primeras luces del alba, se presentó en el bar.

Había nacido un Chaval.


[1] Macizo montañoso al este de Italia.
[2] Equipo de fútbol italiano.
[3] Taranto, ciudad que se encuentra entre el Adriático y el Mediterráneo.
[4] Pequeño camión.

1 de octubre de 2011

El niño robado, de W. B. Yeats

Best-Loved Yeats
Del libro Best-Loved Yeats
seleccionado por Mairéad Ashe Fitzgerald
The O’Brien Press, Dublin 2010

El niño robado
de William Butler Yeats

Donde en el lago se sumergen
los altos rocosos del bosque de Sleuth,
reposa una frondosa isla
donde las garzas aleteantes despiertan
a las soñolientas ratas de agua:
allí hemos ocultado nuestras cubas encantadas,
llenas de bayas
y de las más rojas cerezas robadas.
¡Márchate, oh niño humano!
a las aguas y a la tierra
de la mano de un hada,
pues el llanto llena el mundo más de lo que puedes entender.

Donde la onda de luz lunar enciende
las tenues arenas grises con su brillo,
lejos, en el lejano Rosses
toda la noche bailamos,
tejiendo antiguas danzas,
enlazando manos y enlazando miradas
hasta que la luna alza el vuelo;
de un lado a otro brincamos
y cazamos las vagas burbujas,
mientras lleno está el mundo de problemas
y ansioso está en su sueño.
¡Márchate, oh niño humano!
a las aguas y a la tierra
de la mano de un hada,
pues el llanto llena el mundo más de lo que puedes entender.

Donde el agua errante mana
desde las colinas sobre Glen-Car,
en las charcas entre la corriente
que apenas podrían bañar una estrella,
buscamos las adormiladas truchas
y susurrando en sus oídos
les cedemos inquietos sueños;
asomándonos dulcemente desde
helechos que dejan caer sus lágrimas
sobre los arroyos nuevos.
¡Márchate, oh niño humano!
a las aguas y a la tierra
de la mano de un hada,
pues el llanto llena el mundo más de lo que puedes entender.

Lejos se va con nosotros,
el de ojos solemnes:
nunca más oirá el mugido
de los terneros en la cálida ladera
ni la caldera en la hornilla
cantar paz dentro de su pecho,
ni verá la inquieta cola de los ratones
alrededor del arca de la harina de avena.
Porque se viene, el niño humano,
a las aguas y a la tierra
de la mano de un hada,
desde el mundo que lleno está de llanto más de lo que puede entender.

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The Stolen Child
by William Butler Yeats

Where dips the rocky highland
Of Sleuth Wood in the lake,
There lies a leafy island
Where flapping herons wake
The drowsy water-rats:
There we've hid our faery vats,
Full of berries
And of reddest stolen cherries.
Come away, O human child!
To the waters and the wild
With a faery, hand in hand,
For the world's more full of weeping than you can understand.

Where the wave of moonlight glosses
The dim grey sands with light,
Far off by furthest Rosses
We foot it all the night,
Weaving olden dances,
Mingling hands and mingling glances
Till the moon has taken flight;
To and fro we leap
And chase the frothy bubbles,
While the world is full of troubles
And is anxious in its sleep.
Come away, O human child!
To the waters and the wild
With a faery, hand in hand,
For the world's more full of weeping than you can understand.

Where the wandering water gushes
From the hills above Glen-Car,
In pools among the rushes
That scarce could bathe a star,
We seek for slumbering trout
And whispering in their ears
Give them unquiet dreams;
Leaning softly out
From ferns that drop their tears
Over the young streams.
Come away, O human child!
To the waters and the wild
With a faery, hand in hand,
For the world's more full of weeping than you can understand.

Away with us he's going,
The solemn-eyed:
He'll hear no more the lowing
Of the calves on the warm hillside
Or the kettle on the hob
Sing peace into his breast,
Or see the brown mice bob
Round and round the oatmeal-chest.
For he comes, the human child,
To the waters and the wild
With a faery, hand in hand,
From a world more full of weeping than he can understand.

23 de septiembre de 2011

Bar Sport (IX)

Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

El crío de los helados

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Este personaje, aparentemente inofensivo, es uno de los más temidos por los camareros. De metro y veinte de altura, con gafas y cara de chimpancé, está sin embargo dotado de una excepcional vitalidad. Aparece en el bar con la mirada perdida: se acerca al mostrador con cien liras en la mano y se agarra desesperadamente al borde. El camarero casi nunca lo ve y sigue sirviendo al resto de clientes. Si el niño es muy tímido espera hasta la hora de cerrar, y a veces el camarero lo encuentra, casi dormido, con las cien liras en la mano, justo cuando va a barrer el suelo. Si sólo es normalmente tímido, empieza a golpear con las cien liras sobre el mostrador con obsesionante regularidad. Si el camarero no lo advierte, entonces empieza a emitir voces como ehu, oah, oh. Al final se cabrea y se va de allí sin comprar el helado, profiriendo terribles amenazas. A menudo escribe frases anatómicas sobre el congelador.

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Si el niño es un niño listo, se va con rapidez al congelador de los helados, lo abre y mete la cabeza, los hombros y la mitad del cuerpo. Si el camarero no se da cuenta de ello a tiempo, el niño lo primero que hace es comerse todo el hielo. Luego aparta todos los helados para encontrar el suyo. Entonces el camarero le cae encima y tontamente le pregunta qué es lo que quiere. En este punto el niño le pedirá un helado de nombre absurdo, como Bananazo, Antártido, Naranjicrema, Baden-Baden, cuya existencia el camarero ignora. Éste busca entre todos los tipos de helado metiendo la cabeza en el congelador, y cada vez sale con un helado monstruoso lleno de colmenas y colores con forma de oveja o de ambulancia. El niño los observa serio uno por uno, y todas las veces dice: “Ése no es”. Terminado el examen, el camarero tiene una fiebre de caballo porque andar arriba y abajo por el congelador le ha provocado una bronconeumonía fulminante.

5386937591_593ef65c1a_o El camarero se desincrusta el hielo del pelo y mira con odio al niño, que dice: “Entonces quiero un cucurucho”. El niño pregunta por los veintisiete sabores de la carta, y escoge veinticinco. El camarero, ya en poder del enemigo, se deja guiar dócilmente y amontona más de medio metro de helado. Cuando se acaba el helado, el niño dice: “No ha puesto el turroncito al ron”, el camarero dice: “Sí”, el crío: “No”, y entonces no tiene más remedio que repasar la montaña de helados de principio a fin, darse cuenta de que el niño tenía razón y volver a ponerlo todo en su sitio.

En este momento el niño sale con siete mil liras de helado, poniendo en la mano del camarero cien liras pegajosas y sudadas, con pinta de falsas. Apenas sale del bar, el niño muerde el helado, que cae niño heladoal suelo con el ruido de un suicida que se tira de un tercero. El niño llora como un desesperado. El camarero también llora. Luego le vuelve a preparar otro helado.

El niño sale y se come el helado.

O el niño sale y se le vuelve a caer el helado.

Y así sucesivamente.

18 de septiembre de 2011

Bar Sport (VIII)

Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

Bovinelli-arreglatodo

bovinelli 2 En la tarjeta de visita está escrito Bovinelli-arreglatodo, y es verdad: Bovinelli sabe hacer de todo. La primera vez que se presentó en el bar, preguntó si alguien tenía zapatos para ponerles suelas nuevas, ruedas que vulcanizar o bicicletas que reparar.

“Claro que sí”, dijo el abogado Brega entre carcajadas, “y ¿qué más?”.

“Incluso jardines que cuidar, vino que trasegar o paredes que encalar”, dijo serio Bovinelli.

“Yo tengo el pelo un poco largo”, dijo Muzzi.

Esa misma tarde a las nueve sonó el timbre de la casa de Muzzi, y se presentó Bovinelli con una toalla y la maquinilla. Peló a Muzzi, arregló la muñeca de su hija que ya no decía mamá, le quitó las pulgas al perro y al salir le puso aceite a la cancela. Así empezó la carrera de Bovinelli.

Bovinelli andaba con una furgoneta de madera llena de herramientas: tenía de todo, desde el martillo a la escalera articulada. Empezaba desde el fondo de la calle, a las ocho de la mañana. Una casa cada vez. Nada era imposible para Bovinelli. Se bajaba, vestido con su mono azul, con el metro de madera en el bolsillo y un cigarrillo Nazionale en la boca. Escuchaba el problema, volvía a su furgoneta y regresaba con algún taladro increíble, o una tulipa, o una llave inglesa de locomotora, o una pieza del motor de un incinerador, y procedía. Cada intervención, doscientas liras, cualquiera que fuese la especialidad. Tenía dos manitas de cirujano: frente a ellas claudicaban los transistores y las calderas. Justo hasta el viernes por la tarde.

El viernes por la tarde, a las ocho en punto, Bovinelli aparcaba la furgoneta delante del bar, se quitaba el mono, se lavaba las manos en la fuente y luego se sentaba. A las ocho y doce minutos estaba ya tranquilamente borracho. En tres días, todo lo que había ganado en la semana se invertía en vino. Durante tres días no era posible comunicarse con él, ni hablarle. Todo lo más, se podía cantar con él. Cuando el bar cerraba, caminaba dando vueltas por la ciudad. Andaba toda la noche sonriendo satisfecho. El lunes por la mañana, a las ocho, perfectamente sobrio, reemprendía el trabajo.

Sucedió una vez que en sábado por la noche reventó el tubo del fregadero en casa de Lasagna. Lasagna, que se había ido a jugar al póker con su mujer y dos muertos[1], se encontró con el agua hasta la rodilla y los niños flotando agarrados a la mesita de noche. “Ayuda”, gritó, y despertó a todo el edificio. Comenzaron las escenas de pánico. Cuando la situación se despejó, Lasagna, en pijama por el corredor, dijo: “Llamad a Bovinelli”.

Bovinelli

Fueron en un instante al bar. Bovinelli estaba sentado en su rincón, ante un despliege de botellas vacías colocadas como bolos, y cantaba en voz baja el manisero.

“Bovinelli, hay una inundación”, dijo Ferrari tirándole de un brazo. “Tienes que venir enseguida”.

Bovinelli sonrió y lo invitó a beber.

“¡Bovinelli, los niños se ahogan! ¡El edificio está lleno de agua! ¡Los cimientos peligran!”, lo apremió Muzzi tirándole de la chaqueta.

“El doctor Bovinelli no está de servicio”, balbuceó Bovinelli, y volvió a beber.

Al final lo llevaron en brazos hasta el lugar del desastre. Un metro de agua por todos lados. Ya estaban allí los bomberos con un tubo de seis metros y la bomba de agua.

“Llega Bovinelli”, dijo el jefe de bomberos. Canceló las operaciones e hizo apartarse a todos.

Bovinelli soltó un eructo y se tendió en el suelo.

Lo levantaron, pero no quería saber nada. Dijo que estaba fuera de su horario. Entonces Lasagna tuvo una idea y dijo: “¡Bovinelli, al agua está llenando la bodega!”.

A Bovinelli se le encendió un fogonazo en el ojo apagado y dijo: “¿Entra agua en el vino?”.

“Sí”, dijeron todos.

“¿Se están mezclando?”.

“Sí, Bovinelli, como lo oyes”.

Entonces Bovinelli se levantó, hizo en zig-zag tres kilómetros y veinte metros hasta la furgoneta aparcada ante el bar, y volvió con un desatascador doble tamaño elefante.

“¿Qué haces” preguntó Lasagna.

“El beso de Bovinelli”, dijo él, se taponó la nariz con los dedos y desapareció bajo el agua manteniendo la respiración.

Pasaron diez minutos. Todos estaban muy preocupados cuando se oyó un plop gigantesco. El beso de Bovinelli, o sea la ventosa del desatascador que actuaba. El agua, como por encanto, desapareció, y se esfumó tranquilamente por la alcantarilla. Bovinelli la guiaba con grandes ademanes de la mano, como un guardia urbano.

“Bravo Bovinelli”, dijeron los presentes, apretándose a su alrededor.

“Lo he hecho sólo por el vino”, precisó él, y se volvió al bar, a continuar donde lo había dejado.


[1] Comparsas [N. del T.]

25 de agosto de 2011

Bar Sport (VII)

Bar Sport

Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

El cartel

El cartel de BAR SPORT era muy bonito, y el dueño del bar, Antonio el Onassis, había pagado por él sesenta mil liras en el lejano 65. Aquel día era lunes. El día anterior, el electricista había ido a Florencia en su Motom, a ver al equipo del Bolonia. En las rampas de Pian del Voglio una tormenta de nieve que caía horizontal. Después de varios kilómetros se le agarrotaron los brazos debido al frío. No quiso renunciar y siguió, tomando las curvas con el peso de la cabeza. Teniendo en cuenta que tenía una cabeza muy grande y equilibrada llegó bien hasta el kilómetro 86; después, en un túnel, chocó con la cabeza contra el muro y se cayó del viaducto. Oyó el partido por la radio en el hueco de un roble y después telefoneó a los bomberos. El lunes, sin embargo, tenía una fuerte migraña, y treinta y nueve de fiebre. En definitiva, a montar el cartel vino su hijo Amos, llamado el Alcornoque porque tenía la cabeza todavía más grande que el padre y con menos peso específico.
 
Alcornoque se manifestó y dijo: me ocupo yo. Parpadeó, cogió un destornillador y montó la letra B. De pronto el semáforo del cruce emitió un sonido continuado y voló en pedazos. En ese mismo tiempo saltó por los aires el televisor y la máquina del café comenzó a destellar en verde. Entonces Alcornoque cogió un cable y se lo metió en el bolsillo, después arrancó dos o tres resistencias y montó la A. Al mediodía había montado BAR entero; bajó de la escalera y fue a comer. Durante su ausencia la letra B comenzó a vibrar y después despegó en vertical dejando tras de sí una estela de neón azul. La A y la R, en cambio, se fundieron en un bloque de cierta belleza. Al mismo tiempo que esto sucedía los televisores del edificio comenzaron a cubrirse de abejas y a emitir lamentos. Alcornoque volvió y dijo que era un contacto. Subió a la escalera pero, abotargado después de la comida, cayó, llevándose detrás muchos metros de cable, tanto que el trolebús se encontró suspendido en el aire. A las cuatro y media montó BAR PSOTR, con tres letras intermitentes y dos fundidas. Además consiguió interceptar todas las comunicaciones de la policía y una conversación entre radioaficionados que se ponían de acuerdo para intercambiarse la mujer. A las siete había montado BRA SPORKT, y a pesar de que insistió en que la K no le quedaba mal, tuvo que desmontar todo. Hacia la noche montó un BAR SPORT que se iluminaba muy bien, pero telefonearon del Ayuntamiento porque las luces de la circunvalación estaban intermitentes desde hacía una hora, y se habían producido ya ochenta embotellamientos. Entonces Alcornoque arrancó otros tres cables y el cartel se apagó. En compensación se encendió una pila que tenía en el bolsillo. Finalmente a las tres el cartel estaba completo, sin efectos colaterales. Se fueron todos a dormir, y el cartel se apagó de nuevo. Y durante un mes se apagó regularmente a las siete y media, para reencenderse puntual al alba. Bovinelli-arreglatodo, implicado en una supervisión después de la marcha de Alcornoque, tuvo que rendirse; y todos los electricistas interesados dijeron que era un caso misterioso e inexplicable. Fue llamado incluso un electricista alemán de primera, Frannenberg, que se había ocupado de la iluminación del Reichstag, y estaba considerado un verdadero artista en el tema. Frannenberg estuvo tres días y tres noches en el nudo de cables e interruptores, examinándolo todo con un endoscopio. El cuarto día alzó la cabeza y dijo “Was is knupf”, que quería decir “Aquí hay un gran follón”, se limpió las manos en el mono y se fue, presentando una factura de ocho mil marcos.

Por consejo de su mujer, Antonio hizo venir entonces desde Tremoli a una bruja de los Abruzzos experta en rayas del televisor. La bruja pasó tres veces el pendulito sobre el cartel, bailó y después dijo que había que esperar hasta medianoche y rociar agua y aceite santo sobre el cartel, pero teniendo la precaución de dejar un camión rojo con plumas de búho y veinte tipos distintos de grano a cien pasos. A medianoche se roció el agua y todos quedaron contentos: milagrosamente el cartel se reencendió, mientras la bruja con el camión de grano enfilaba ya la autopista hacia Pescara.

El cartel funcionó un mes con el siguiente horario: de 5 a 7: BR SPT. La A y la OR se encendían a las siete y cuarto, cuando pasaba esto se apagaban las otras. Desde las 7 hasta las 8 quedaba encendida sólo la B; después dos horas de oscuridad total. Desde las 10, variaciones intermitentes de las dos R, en rosa y violeta. Desde las 11, todo encendido pero al revés. Después una hora de BAR ORT y, en las noches más cálidas, un documental sobre los castores.

Hasta que un día un cliente del bar se trajo a un primo siciliano, que se había convertido en millonario en América haciendo de pateador de electrodomésticos. El primo miró el cartel, se escupió en las manos y lanzó un enorme golpetazo contra la B: el cartel se encendió regularmente. Todo el bar estalló en un aplauso: se pasó el sombrero y se recogieron seis mil liras, que el siciliano rechazó desdeñosamente. Tres meses después llegó, en carta remitida por la Chicago Magic Kick, una factura de mil dólares.

29 de julio de 2011

Bar Sport (VI)

Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

El profesor

El profesor Piscopo era un señor distinguido, con una hermosa barba entrecana y los bigotes aglio, olio e peperoncino*. Cuando en su bello acento napolitano contaba con el mismo énfasis el suicidio de Séneca o la caída de Savoldi** , dentro del bar no se oía una mosca. “Lo ha dicho el profesor” era una frase que zanjaba cualquier discusión. Sus divagaciones sobre la naturaleza del alma humana y sobre el significado de la existencia eran escuchadas con gran atención y al final todos, puesto que no habían entendido casi nada, ponían cara triste y se daban grandes golpes en los hombros diciendo “Valor, amigo mío, qué se le va a hacer” y lanzaban grandes suspiros.

Pero más que como experto en filosofía, el profesor era muy estimado como experto en traseros femeninos. Cuando en el bar entraba una señora bien dotada y se encendían las discusiones, enseguida alguien lo cortaba y decía: “Ahora preguntemos al profesor”. Se colocaba al profesor en una silla en dirección al objetivo, él se ponía las gafas, examinaba y de vez en cuando se tocaba la barba y murmuraba “Veamos, veamos”. Por último levantaba la cabeza y declaraba en voz alta. “Carnoso, equilibrado, bien armado. Seis y medio”, o: “Miguelangelesco, abundante , de gran efecto plástico. Siete y medio”, o bien: “Sobrio, nervioso, pero no exento de gracia. Seis justito”. Todos asentían admirados.

El profesor era amable y cortés, pero una cosa lo enfurecía: los errores en el italiano. Si alguien le decía: “¿Puedo ofrecernos un café?” respondía tajante: “Estudia la gramática y vuelve a ofrecérmelo en octubre”. Una vez se quedó encerrado en el ascensor durante tres horas con Ciccio, el chico de los recados del bar, que seguía diciéndole: “¿Quién sabe si alguno venga a sacarnos? ¿Y si probásemos que gritásemos? Cuando lo sacaron fuera, el profesor era presa de una grave crisis histérica, y tuvo que estar en cama dos semanas a base de sémola y libros de Pirandello.

Enseñaba filosofía en el Cavalcanti, el instituto más elegante de la ciudad, donde los bedeles estaban vestidos con librea, y en lugar del cuarto de hora de recreo había un breve cóctel con traje de etiqueta. Por el día era un enseñante intachable: por la noche, en cambio, vagaba por la ciudad con el sombrero calado sobre los ojos en busca de amor mercenario. Se decía que le gustaba hacerse atar a la cama, mientras la compañera ocasional escribía sobre una pizarra “Buenos y malos”, y debajo de “malos” su nombre, profesor Antonio María Piscopo. Entonces el profesor enloquecía de placer y empezaba a gritar. “Sí, soy muy malo, soy malísimo”, mientras se hacía dar varazos en los dedos.

Pero a pesar de este pequeño vicio, estaba bien considerado. A menudo aparecía en el bar algo achispado, declamando la Jerusalén Liberada o cantando canciones napolitanas. Si alguien le decía: “Profesor, hemos empinado un poco el codo”, él lo miraba severamente a los ojos y decía: “No estoy borracho. Estoy ligeramente eufórico por la ingestión de pequeñas cantidades etílicas. Además, ¿qué es un borracho?”.


QUÉ ES UN BORRACHO

Divagaciones filosóficas del profesor Piscopo

“Coged a una persona cualquiera, vertedle dentro seis o siete litros de cerveza, y haréis de él un borracho”, decía Schopenhauer a los alumnos de su curso de Pesimismo en la Universidad de Jena. Era una frase que el Maestro repetía a menudo, y los alumnos se preguntaban cada vez si su profesor era muy profundo o estaba muy borracho.

En realidad, Schopenhauer quería decir que cada uno de nosotros es un borracho en potencia. Naturalmente, estando borracho, necesitaba el parangón de la cerveza para dar una idea de la ebriedad. Si hubiera estado sobrio, hubiera usado otros términos, y no se habría tumbado en la silla.

En realidad, solía preguntarse a menudo el filósofo, ¿qué es un borracho? Y, pienso, cualquiera de vosotros se habrá hecho alguna vez la misma pregunta. No es, evidentemente, uno que bebe. Todos bebemos. No es ni siquiera uno que bebe mucho. Los camellos beben mucho, pero nunca he visto ninguno al que hayan pillado frente a un bar.

Schopenhauer, por ejemplo, daba esta definición de borracho: “Un borracho es aquella persona que después de haber bebido mucho vino, o cerveza, o bebidas alcohólicas, al final del día ve dos camareros detrás de la barra”. En realidad, es una definición equivocada, como le hizo notar Hobbes. Si por ejemplo en el mostrador del bar sirven marido y mujer, es decir, dos camareros, ¿todos los parroquianos del bar deben considerarse borrachos? Evidentemente no. Por tanto la definición exacta, según Hobbes, es la siguiente: “Un borracho es aquella persona que después de haber bebido mucho vino, cerveza y melaza, al final del día ve el doble de camareros que veía antes de beber”.

Aparte del hecho de que Hobbes, como habréis notado, ha incluido la palabra “melaza” en lugar de bebidas alcohólicas, y esto no es ontológicamente correcto, porque corresponde a un gusto subjetivo, no se ve cómo esta definición puede ser tenida por buena. “De hecho”, critica Schopenhauer, “la teoría del doble es absurda. Pongamos por caso que al principio, cuando el futuro borracho comienza a beber, en el mostrador esté sólo el marido, y que la mujer esté limpiando la trastienda. Al final del día el borracho no verá marido+marido: sino dos maridos y dos mujeres; esto es, cuatro veces el número inicial. Por otro lado, una persona que va al bar a divertirse, no puede ponerse a contar el número de camareros todo el rato para estar seguro de que se da cuenta de cuándo está borracho”.

La crítica de Schopenhauer es muy feroz, cierto, pero in re ipsa incontestable, al menos en este punto.

“Hobbes”, prosigue Schopenhauer, “puede continuar en su vana búsqueda de una definición matemática de la esencia de la ebriedad. En realidad, él es un bebedor de melaza y como tal debería limitarse a hablar de libros para niños. De todas formas, si se puede intentar una definición del borracho, yo sugeriría ésta: “Borracho es aquella persona que, después de haber bebido mucho vino, o cerveza o bebidas alcohólicas, no consigue estar de pie sobre una pierna sola y con los brazos abiertos, ni caminar derecho sobre una imaginaria línea recta”.

Definición granítica en la cual, sin embargo, incluso vosotros podéis encontrar alguna debilidad. Lo que no se le escapa a Hobbes, el cual solía decir que “En amor y en filosofía todo es lícito”, como bien sabían sus alumnos. Él atacó el edificio schopenhaueriano con los pesados mazazos de su dialéctica. Eliminó en primer lugar la presencia de la palabra “fernet”*** en el discurso del Maestro. “Evidentemente”, escribió Hobbes, “en la habitación donde ahora vive encerrado, Schopenhauer ha encontrado una botella de fernet, y esto ha desviado gravemente su perspectiva metodológica; de hecho su última definición es una obra maestra del formalismo, sin ningún contenido. Tomemos el hecho de ‘con una pierna sola y con los brazos abiertos’. Es obvio que bien pocas personas civiles se han encontrado en toda su vida en una posición similar. Y sin embargo, no pienso que deban ser consideradas borrachas. Ni siquiera el Papa, imagino, sabría quedarse sobre una pierna sola y con los brazos abiertos. ¿Quiere quizás Schopenhauer practicar un sutil anticlericalismo? Y además, ¿cómo debemos imaginar que funciona este criterio? ¿Tal vez que una persona deba entrar en un bar saltando sobre una pierna sola, para demostrar que no está sobria? ¿Y lo seguirá estando todo el tiempo que consiga estar en esa incómoda posición? ¿Y si pone el pie en el suelo, deberá ser considerada borracha desde ese momento? ¿Y cómo hará para beber si debe tener los brazos abiertos? Que Schopenhauer responda a esta pregunta y le regalaré una botella de brandy. Por otro lado, ¿qué quiere decir una ‘imaginaria línea recta’? Es obvio que, si ofrecemos espacio a la imaginación, el rigor científico se irá al diablo. ¿Y si yo no soy capaz de imaginar una línea recta sino sólo mujeres desnudas? Pero si incluso consigo imaginarla, ¿quién me dice que es recta, y que la fantasía no me juegue una broma pesada, y que no deba caminar toda la noche sobre una circunferencia? Creo que he sido claro aunque despiadado. Propongo por tanto, como mi última definición la siguiente, que me parece perfecta: “Borracho es aquella persona que, después de haber bebido mucho vino, o cerveza, o melaza, sale de sí”.

Definición breve, ilustrativa, que sin embargo, como podéis imaginar, no puede satisfacer completamente a una mente superior. “De hecho”, escribió Schopenhauer, “creo que estamos cayendo en el ridículo. La frase ‘sale de sí’ es una obra maestra de la tonteria. ¿Sale de sí? ¿Y a dónde va? Y si sale de sí, ¿deja dentro todo cuanto ha bebido? Entonces no está borracho. Y si se lleva detrás todo lo que ha bebido, ¿qué quiere decir el primer sí? Y el camarero, ¿a quién debe hacer pagar? ¿Al nuevo sí, al viejo sí abandonado, o a los dos? No quisiera que esta fuese una excusa para beber gratis a costa de quien trabaja.

“De todas formas, concedo una última oportunidad a la discusión. No para Hobbes, que está demasiado ocupado entrando y saliendo de sí como para hablar de filosofía, sino para aquellos a quienes interesa la civilizada disputa dialéctica. Diré entonces que ‘Borracho es aquella persona que ha bebido mucho, pero mucho, mucho vino, cerveza y bebidas alcohólicas'.”

Creo que la intuición del Maestro no necesita comentarios. Esta vez, incluso Hobbes estuvo de acuerdo y pagó la bebida.



*Ajo, aceite y pimiento: Es una expresión intraducible que alude al color de los bigotes.
** Jugador de fútbol napolitano implicado en apuestas ilegales.
*** Licor amargo.

22 de junio de 2011

Bar Sport (V)

Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

El Técnico

El técnico de bar, más comunmente llamado “ténico” o incluso “profesor”, es la columna vertebral de cualquier discusión de bar. Es el alma, la sangre, el oxígeno. Se presenta en el bar diez minutos antes del horario de apertura: es el que ayuda al dueño a levantar el cierre. Su puesto está en el fondo de la barra, apoyado sobre un codo. Lo reconoceréis porque no se sienta nunca y lleva impermeable y sombrero incluso en verano. Desde su rincón el técnico observa y espera que dos personas del bar comiencen la charla. Apenas una de ellas abre la boca, él enciende un cigarrillo y cae como un ave rapaz sobre la discusión. Al acercarse, emite el sonido del técnico: “Mire, sabe lo que le digo”, y sacude la cabeza.

El técnico permanece en el bar toda la mañana: en los raros momentos de descanso entre una discusión y otra, estudia la “Gazzetta dello Sport”. En la pausa para la comida corre al buffet de la estación, que siempre está abierto, y se lo puede ver, con el periódico colgando del bolsillo, mientras aborda a los que vuelven del trabajo tratando de pegar la hebra hablando de Anastasi*. Normalmente come sólo aperitivos, aceitunas, patatas fritas y café, veinte normales y veinte descafeinados cada día. A veces va volando a casa y come invariablemente tortelloni, incluso los engulle diciendo: “Tengo prisa, tengo que ir a la oficina”. La oficina es el bar, donde el técnico reaparece a las dos menos diez para quedarse hasta la hora de cerrar. A medianoche, el técnico regresa al bar de la estación, donde espera el periódico hasta las cuatro, y acompaña a casa a todos los amigos para las últimas discusiones del día. Se va a la cama y habla en sueños recitando clasificaciones hasta las siete o siete y media.

Otra característica del técnico es la mirada: mira siempre con un ojo cerrado por el humo y con el otro abierto en una rendija, rojo como brasas y ligeramente lacrimoso, la cabeza inclinada hacia un lado. El busto está ligeramente inclinado hacia delante hasta abrazar al que escucha; la mano izquierda gesticula; con la derecha, sosteniendo el cigarrillo, el técnico os da continuamente pequeños empujones, o golpecitos en el esternón, u os acorrala contra el muro mientras habla.

¿De qué habla un técnico? De fútbol, de deporte en general, de política, de moral, de coches, de agricultura, de los precios de la fruta, de diabetes, de sexo, de tractores, de cine, de atascos, de espionaje. En una palabra, de todo. Cualquiera que sea el tema tratado, el técnico lo conoce por lo menos diez veces mejor que el ocasional interlocutor, es más, dirá, es una de las cosas que más le ha interesado desde niño. El verdadero técnico a menudo sustenta sus conocimientos con parentela. Por ejemplo: si se habla de comunismo, él tiene un cuñado que trabaja en Togliattigrado; si se habla de pesca submarina, tiene un hermano prometido desde hace seis años con un mero; si se habla de construcción, tiene un primo peón, y así siempre. Por otro lado, ha sido compañero de escuela de todos los ministros del arco constitucional, que a menudo le telefonean para desahogarse y hacerle confidencias.

¿Cómo habla el técnico? El técnico habla un italiano ligeramente modificado. Por poner un pequeño ejemplo, coloca una a delante de muchas palabras: arradio, agratis, me afalta. Usa generosamente la g: gangio, gabina. Cita continuamente del latín: sine qua non (estamos aquí, ¿no?) o fiat lux (fíate tú). Usa verbos con el subjuntivo táctico: si me lo dijieras antes, iría. Recompone palabras inglesas: croch (cross), frobil (football). Usa palabras acopladas, por ejemplo: Janich, el viejo baluastro de la defensa rojoazul (baluastro= baluarte + astro).

El técnico de fútbol vive en simbiosis con otro personaje, que es “el hombre del sombrero”. En todos los corrillos, de hecho, si observáis bien, mientras que en el centro se encuentra el técnico, ligeramente desplazado hacia la periferia hay un hombre con un sombrero calado sobre la nariz y los brazos a la espalda. Este segundo personaje parece sentirse obligado a intervenir con tremendas animaladas que hacen perder los estribos al técnico. Aunque invitado repetidas veces a ocupar el centro del corrillo por el técnico, prefiere colocarse a lo largo de la circunferencia hablando desde distintas posiciones, de manera que el técnico está obligado a contestarle girando en redondo.

Todos saben que el momento más importante para un técnico futbolístico de bar es cuando, el día antes de un partido de la selección, debe dar su alineación. El técnico, en este punto, reúne a una veintena de personas y empieza: “En la portería, seguramente, pondría a Zoff. Terzini, Rocca y Fedele”. Y explica el porqué de su elección: Zoff es un seguro. Rocca es mejor que Facchetti porque los ha visto a los dos en la televisión y Rocca le ha parecido más en forma. Y es que a Fedele lo ha visto en el campo, y corría y subía al ataque. En este punto el hombre del sombrero interviene y dice: “Pero qué dice. Si no se tenía en pie”. Entonces, el técnico cuenta, una por una, las ochenta acciones de Fedele en el partido anterior. Muy a menudo está preparado para la ocasión y trae consigo un cuaderno de notas. Después cita de memoria las crónicas de los cuatro periódicos deportivos. Pero hete ahí que el hombre con el sombrero, poniéndose a la derecha, dice desde el techo de un coche: “Fedele tiene menisco”. Todos entonces se vuelven alarmados hacia el técnico, para pedirle explicaciones. El técnico los calma con un gesto de la mano y repasa los últimos cuarenta casos de menisco del campeonato italiano. Explica brevemente en qué consiste la operación; es más, si alguno se presta, le corta un trozo del pantalón y lo opera sobre la acera con un cortaplumas, mostrando a los presentes la función de los ligamentos de la rótula. O bien extrae del coche un modelo anatómico de rodilla humana y lo ilustra. Así pues continua:

“Defensa Morini, líbero Burgnich, mediocentro izquierdo Re Cecconi. En la derecha Mazzola, extremos Benetti y Rivera, en la izquierda Riva, delantero centro Savoldi”.

El hombre con el sombrero aparece de una alcantarilla por la izquierda y dice. “¿Savoldi? ¿Estamos locos, Savoldi? “.

“¿Y por qué?” le preguntan.

“Porque tiene los pies pequeños”.

Entonces el técnico se vuelve de un color técnico iracundo, que es una bonita variante del rojo usada también para los trajes. Después comienza a gritar todos los números de zapatos de los delanteros centro italianos desde 1947, como un poseso: “Meazza 40, Piola 41, Charles 42, Pivatelli 40”, diciendo que el pie pequeño, a no ser que sea de cerdo, no constituye ningún hándicap. El hombre del sombrero rebate: “Sí, pero Savoldi tiene un 39”.

“¿Y usted cómo lo sabe?”

“Soy su zapatero”.

(No es verdad. Todos los hombres con sombrero son, además de incompetentes, malvados y mentirosos).

Entonces el técnico grita. “Usted es un técnico de serie C”, que en un bar es una ofensa casi mortal, y el hombre con el sombrero replica: “¡Son aquellos como usted los que mandan a la ruina a la selección!” y en cuestión de instantes se zurran. La gente los separa. El técnico se aleja con aire de superioridad. El hombre del sombrero, convertido en dueño del campo, declara que Italia no ganará jamás un campeonato mientras siga teniendo a Pelé en la portería. Lo cogen, lo vapulean, y lo largan con el camión de la basura.


*Anastasi: futbolista delantero centro de la Juventus y del Inter de Milán

25 de mayo de 2011

Bar Sport (IV)

traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

Entretenimientos [y 2ª parte]

rifa Rifa  

Juego muy popular, especialmente en el Veneto. Se adquiere un número y se espera hasta que el primo del dueño gana el primer premio.

Los juegos de cartas

Los juegos de cartas son, naturalmente, tantos que aquí no podemos recordarlos todos. Los tres más populares son:

Los tres sietes. Se juega con diez cartas por cabeza. Durante la partida se puede decir “pido”, “arrastro”, “paso” o “ardo” si vuestro compañero deja caer el cigarrillo sobre un muslo. Está prohibido decir frases como “tengo el siete de bastos” o “me como una mierda”.

cartasLa brisca. Juego muy simple. El adversario echa sobre la mesa una carta, y vosotros debéis echarla aún más fuerte. Los buenos jugadores rompen de quince a veinte mesas por partida. Es oportuno, antes de echar la carta sobre la mesa, humedecerla con un poco de saliva. Las cartas adquieren así la característica forma de cucurucho, y la dureza de una piedra. En muchos bares, para barajar un mazo de cartas de la brisca, se usa una amasadora. Cuando la carta está suficientemente vieja, se pone muy dura y pesada, y si no estáis entrenados es oportuno jugar con guantes de electricista.

El póker. El póker se juega entre cuatro, o entre tres y el muerto, o incluso mejor, entre tres y el primo. Lo primero es repartir las cartas. El verdadero jugador realiza la operación en seis segundos con el pitillo en la boca. El aficionado permanece tres minutos con la lengua fuera. Al término de la operación casi siempre su compañero de la derecha grita que por qué ha recibido cuatro cartas y una colilla encendida, mientras el aficionado está fumándose el rey de diamantes. Además, es muy fácil que el aficionado reciba nueve cartas y que dos acaben sobre la lámpara. El aficionado no debe, en este punto, dejarse apresar por el pánico, y sobre todo no cometer ninguno de los siguientes errores:

1. Hacer montones y jueguecitos con las fichas, y preguntar a los otros: “¿Quién me da dos fichas rojas por dos fichas azules, que quiero hacer la bandera francesa?”.

2. Cuando se le pide que abra, no decir: “voy volando, es verdad que hay mucho humo”, y abrir de par en par la ventana.

3. Hacer el ruido del ciclomotor con el mazo de cartas durante el juego.

4. Pedir primero dos, luego tres, luego cuatro, luego… mejor dicho, no, cinco cartas y no acordarse de cuáles eran las viejas y cuáles las nuevas.

5. Cuando quedan sólo dos para disputar una apuesta grande, deslizarse hasta el hombro del otro y arrancarle las cartas de la mano para ver su jugada.

6. Y aún más: cuando juegue un farol, el aficionado no buscará darse tono. Un conocido mío, siempre que faroleaba sacaba ostentosamente del bolsillo brocha, crema y cuchilla, y se afeitaba silbando. Naturalmente estaba nervioso, y al final de la velada se había cortado la cara como Frankenstein. No dejen el rostro impasible: muchos aficionados intentan bloquear los músculos faciales, consiguendo luego tener unos reveladores efectos secundarios, como grandes pedos, por el esfuerzo. La misma cosa vale si tenéis un póker. Lo ideal sería tener siempre la misma actitud durante toda la noche. Un jugador muy bueno que conocía, en cuanto se sentaba a la mesa, se ponía a imitar el sonido de una sirena de ambulancia y continuaba toda la noche sin parar. Otro jugaba con bigotes y nariz al estilo De Rege[1], pero se descubría, porque cuanto tenía una buena jugada se desmayaba.

El teléfono

Old-phone-2El teléfono, en un bar, siempre está escondido. Vive por lo común en espacios angostos, preferiblemente detrás de una pila de cajas de cerveza. Para encontrarlo basta entrar en el bar y dirigirse hacia el fondo. Allá, en un agujero de metro y medio, está colgado el teléfono, casi siempre a tres metros de altura. Junto al teléfono está el telefoneador del bar, individuo de características singulares que se clasifica en las siguientes categorías:

a) Sonriente perpetuo. Este individuo está con el auricular en la mano y una expresión de felicidad en la cara. No dice nada. Escucha divertido durante horas, a veces asiente con la cabeza. Cada tanto os mira. En el otro lado de la línea, evidentemente, hay una persona graciosísima capaz de mantener la comunicación sola durante horas. Después del primer cuarto de hora incluso vosotros empezaréis a sonreír por solidaridad, y a intercambiar miradas de satisfacción con el telefoneador. Para tenerlo contento, podéis incluso reír y decir “Muy buena”. Después de una hora el telefoneador cuelga el auricular y se aleja con un aire preocupadísimo.

b) El enfadado. Es un individuo de color rojo que grita furibundas amenazas y gesticula como un loco, indiferente ante vuestro estupor y al del resto de los parroquianos. Del auricular sale la vocecita alterada del interlocutor. Habla dos horas y antes de largarse estrella el auricular rompiendo el teléfono y obligándoos a buscar otro bar.

c) El enamorado. Telefonea de cara a la pared, sosteniendo el auricular apretado entre las manos. Si os acercáis a él, trata de hacerse el despreocupado, o bien se agazapa en un rincón como un topo y os mira fijamente con odio. Da besitos en el teléfono, e incluso le hace pequeñas caricias. Si piensa que está solo, se abandona a increíbles maniobras eróticas con el auricular, manteniendo los ojos cerrados.

En el momento de la despedida nunca se debe estar cerca de él. Y es que su novia jamás corta la comunicación antes de que él la haya llamado “cerdita mía”, y si lo acosáis y él se avergüenza, puede irse incluso a las tres de la noche.

De hecho, el enamorado empieza a decir frases del tipo “Sí, yo también”, “Lo sabes, tanto tanto”, “Sí, yo más”, que no contentan a la prometida, cuya voz sale del auricular más y más alterada. El enamorado suda y os mira pidiendo misericordia. Se mete tres cuartos del auricular en la boca y susurra un “cerdita mía” imperceptible. En este momento, del otro lado del hilo, sale un “¿Cómo? ¡No he entendido! ¿Te da miedo decirlo?”, y el enamorado palidece.

En este momento la única solución es alejarse de él por un instante. Oiréis una especie de susurro, seguido de algún gritito orgásmico. Desahogado y satisfecho, el enamorado saldrá de la cabina de teléfono después de haber saludado a su cerdita.

d) El citador. También éste es un personaje peligrosísimo. Arregla por teléfono una cita en cuestión de media hora. En la otra parte del micrófono habla un aborigen australiano. De hecho, por lo que se esfuerza nuestro hombre, el otro interlocutor demuestra no conocer ninguna calle o plaza de la ciudad, y no ser capaz ni de coger el tranvía. Después de una tentativa, en la que el Nuestro describe al aborigen ochenta puntos diversos del centro de la ciudad, sin llegar a ponerse de acuerdo, los dos deciden encontrarse en la estación, cerca del mayor de los quioscos de prensa.

gettone e) El interurbano. Este señor se acerca al teléfono encorvado por dos kilos de fichas[2] en cada bolsillo, sonando como un trineo de navidad. Inserta en el teléfono una primera tanda de ciento veinte fichas, y pregunta al camarero el prefijo de Sondrio. Echa mano de las páginas amarillas y empieza a pasar las hojas hacia un lado y otro durante una hora. Blasfema y se desespera. Cuando ha encontrado el prefijo, pulsa por error la tecla de devolución y se encuentra arrollado por un aluvión de fichas que ruedan hasta las cuatro esquinas del bar. El telefoneador reblasfema y recarga el aparato. Echa mano del listín de Florencia y busca durante dos horas el número, mientras a intervalos regulares una ficha se desliza desde el agujerito y lo golpea entre los ojos. El telefoneador telefonea a la centralita y, después de una hora, obtiene el número, pero ya ha olvidado el prefijo. Recupera las páginas amarillas y pide otras doscientas fichas.

Luego:

1. Habla durante media hora en alemán con la aduana de Brennero, donde el aduanero sigue ordenándole el alto.

2. Telefonea tres veces a la señora Ida Corcelli, que estaba durmiendo, preguntando las tres veces por el mariscal Barone. La tercera vez la señora Corcelli tiene una crisis.

3. Se entromete en una conversación entre pederastas gritando “¿Quiénes sois? Yo estaba hablando con Sondrio”, y obteniendo como respuesta unas lindezas.

4. Telefonea de nuevo a la señora Corcelli.

5. Consigue escuchar las noticias de la radio y hablar con Zurich, mientras las fichas se consumen en ráfagas de veinte por minuto.

6. Consigue hablar con Sondrio, no con el mariscal Barone, pero sí con un compañero suyo del colegio que recuerda cómo, de pequeño, al mariscal lo llamaban “albóndiga”.

7. Consigue hablar con el mariscal Barone, pero la conversación se corta por falta de fichas.

8. Habla de nuevo con la casa Corcelli, donde el médico le da noticia de la muerte de la señora y le pide un préstamo.

9. Habla con el mariscal Barone llamando a un número de Rímini, mientras se cruza un radioaficionado florentino que circula en coche por la autopista.

10. Aprieta el botón, y salen todas las fichas, un chorro de chocolate caliente, veinte preservativos y una figurita de Anastasi[3] con un llavero blanquinegro.

11. Se olvida de pagar las fichas.

El tablón de anuncios

TablónEn primer lugar, el tablón de anuncios del bar contiene la alineación del Bologna a todo color. También el cartel del partido del domingo, la tabla de resultados y una foto del camarero del brazo de Bulgarelli[4]. Le sigue el cartelito ciclostilado de un concurso de pesca, en el que no se consigue leer nada salvo un gigantesco Primer premio dos jamones. Luego está el cartel de un concurso de brisca, de contenido algo oscuro para quien no sea del lugar, que reza más o menos:

CRAL[5] FERROVIARIOS
Del martes 26 al jueves 28: torneo
de brisca por parejas. Juego clásico, señales a la boloñesa,
prohibido el ganchito, la lenguita y el ojo de pollo.

Primer día:
Biavati-Zorro contra el Conte y Ciucca
Zatopek-Brufolo contra Gnegno-Stambazzein
Togliatti-Filòt contra Tex Willer y el Spiffero
Testa d’legn-Tortellone contra el Kaiser y Mioli (si su mujer lo deja venir)
Baldini I-Baldini II contra Tamarindo y uno de Milán
Juez árbitro único Scandellari (no aquel majareta)

Numeroso público

Luego están las postales. Son esas que los clientes del bar envían a los amigos para probar que el viaje realmente ha tenido lugar. Sin la postal, de hecho, no se permite soltar el rollo. Vienen de todas las partes del mundo. La mayor parte del Este, Rumanía y Yugoslavia, donde, según lo que se cuenta en el bar, debería haber tres millones y medio de hijos de italianos cada año. if_cartoline_ditaliaDependiendo del tipo de expedición realizada, la postal lleva escrito por detrás el texto “¡Qué mujeres!” o “¡Qué liebres!”. Son siempre vistas nocturnas, con la ciudad iluminada y una flecha con el texto “Estamos aquí”. Siguen las firmas de cuarenta mujeres, manifiestamente falsas (siempre hay una Úrsula aunque Ludmilla se usa mucho; alguna está firmada como María Beckenbauer). Estos viajes, con un equipaje de doscientos pares de zapatos, combinaciones, bolígrafo y horquillas, finalizan en la mayor parte de las ocasiones con una ininterrumpida comilona y con la adquisición de reservas de vodka para seis meses.

Otras postales destacables son las de las excursiones de Fin de Año a París. Luego está Athos, que manda una postal con la fuente de agua medicinal cada vez que va a Imola (distancia 8 Km). Una postal del 66 desde Sestrière, enviada desde Quaglia y firmada “El abominable hombre de las nieves”. Una vista nocturna del Autoservicio de Cantagallo di Macci que hizo el camarero, y una postal de Torelli desde Lourdes, a donde llevó a su abuela paralítica y luego quería que le devolvieran el dinero. Seguían dos postales con gatos de la enamorada del chico de los recados y una veintena de esas postales rugosas con la japonesa que saca las tetas dependiendo del reflejo. Luego, enmarcada, la postal que hace llorar a Trinca. Se la envió una chica, que se llamaba Brigada de Artillería de Montaña y venía de Pordenone.


[1] Walter Chiari y Carlo Campanini hacían una celebre parodia, y uno de ellos portaba un bigote ridículo y una gran nariz.

[2] Antiguamente, los teléfonos públicos en Italia, como en España, funcionaban con fichas. En Italia estas fichas (gettoni) se compraban en los estancos.

[3] Histórico goleador de la Juventus.

[4] Giacomo Bulgarelli, antiguo jugador del Bologna.

[5] CRAL significa Circolo Ricreativo Aziendale Lavoratori, es decir, Círculo recreativo sindical de trabajadores]