Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)
El Gran Pozzi
Aquel año el gran Pozzi había ganado casi todo; en definitiva, no tenía adversarios. Algunas veces pedaleaba con una pierna sola; otras, para divertirse, saltaba del sillín, se escondía detrás de un árbol, cuando pasaba Bartoli saltaba sobre la rueda de atrás y se hacía llevar durante muchos kilómetros, después echaba a Bartoli de la bicicleta y llegaba solo a la meta. Venció la vuelta a Italia, a Francia, a Bélgica, a España, la Milán-Leningrado, la vuelta a los Vosgos y otras chucherías. Hasta que un día se enteró de que había una vuelta a Alemania, y se inscribió.
En la vuelta a Alemania estaba también el famoso Girardoux. Medía más de dos metros, con un culo enorme, tanto que en lugar del sillín llevaba un sillón de barbero. Estaba completamente calvo, a excepción de una espesa mata de pelo roja que llevaba entrenzada y atada con alambre de espino. Tenía también unos bigotes tiesos, horizontales, durísimos y prensiles, con los cuales ensartaba y se metía en la boca la comida mientras corría. Comía una sopa típica de su región, Artois[1], a base de metano y capón hervido, y se tiraba unos eructos espantosos hacia atrás haciendo caer a quien lo seguía. Tenía también dos pies enormes; siempre que iba a atacar se inflaban y emitían un siniestro sonido de carillón. Entonces Girardoux enarcaba la espalda y con cuatro pedaladas desaparecía en las curvas: su potencia era tal que a menudo debía frenar en la subida para no salir de la carretera. El coche del equipo, que era un Bouillabaisse Balboux, o algo parecido, no conseguía nunca ir detrás de él. De esta manera, cuando pinchaba, Girardoux daba un golpe de riñones y seguía sólo sobre la rueda de atrás. Una vez pinchó las dos ruedas y venció igualmente saltando sobre el eje como un cangurito.
Cuando Pozzi supo que estaba también Girardoux, dijo una frase histórica: “Ahora se verá”, después cogió un inflador y le hizo un nudo. Cuando Girardoux lo supo, dijo: “¿Ah, sí?”, y cogió un inflador e hizo tres nudos. Entonces Pozzi dijo: “¿Esas tenemos, eh?”, cogió dos infladores e hizo una parrilla. Entonces Girardoux dijo: ¿Esas tenemos, uh?”, cogió cuatro infladores e hizo un retrato de perfil de D’Annunzio, a decir verdad poco parecido. Entonces Pozzi cogió al mecánico de Girardoux e hizo de él un inflador. Entonces Girardoux cogió al mecánico de Pozzi, que en cambio era muy listillo y no solo ni le tocó un pelo, sino que consiguió venderle por tres millones una casa decrépita en Milano Marítima. Los periódicos montaron rápido el asunto, y pronto alguien habló de rivalidad.
La espera del encuentro resultó frenética. Pozzi cogió para su equipo, el Zamponi, dos gregarios fortísimos, los hermanos Panozzo, que además de pedalear fortísimo eran excelentes porteadores de agua. Incluso, uno de los dos sabía hacer cócteles estupendos, y el otro era famoso porque una vez, en el Stelvio[2], había preparado una carbonara para ocho compañeros de fuga sin dejar de pedalear. Después estaba un tal Zuffoli, licenciado en medicina, que hacía masajes y operaba de apendicitis sin bajar de la bicicleta, y además había inventado una “bomba” formidable, de la que, no obstante, desconocía los efectos colaterales. De hecho, durante una etapa llana comenzó a cubrirse de espinas y fue abatido a disparos mientras intentaba comerse a un locutor belga. En el equipo estaba también Sambovazzi, el que lanzaba las escapadas y ladrillos a la cabeza de los que se adelantaban. Después estaba Bonignon, que era un véneto muy bueno cuyo cometido era rezar. Después estaba Frosio, que tenía una voz bellísima y en las etapas de montaña, cuando los españoles se fugaban, emitía agudos provocando ruinosas avalanchas. Fue uno de los mejores gregarios, hasta que los españoles empezaron a aficionarse a los termos de los San Bernardo.
Girardoux tenía también él un equipo excelente: todos los ciclistas medían dos metros y tenían bigote, para entrenarse hacían carreras con el ascensor del Hotel Viena de Berlín, donde estaban alojados en el último piso, en los apartamentos reales, y causaban buena impresión entrando los doce en bicicleta y frac a través de la escalinata del comedor Toscanowsky.
Girardoux era un atleta muy diferente a Pozzi. Pozzi no bebía y no fumaba, Girardoux fumaba noventa cigarros al día y bebía como una alcantarilla. Pozzi era moderado y se iba a la cama cada noche a las nueve. Girardoux tenía seis amantes, una española, dos hermanas rusas, una cubana, una peruana y una gitana guapísima que había raptado durante una contrarreloj en Hungría. Se iba siempre a la cama después de las tres, y se presentaba por la mañana en la etapa con llamativos ropajes de seda color naranja y lila, bebiendo pernod. A veces dormitaba una horita en los primeros kilómetros, en una hamaca extendida entre las bicicletas de dos gregarios. Algunas veces salía solo al mediodía y después de diez minutos estaba ya con el grupo. Pozzi era modesto y sencillo; Girardoux sabía tocar ocho instrumentos, sabía escribir a máquina y hacer el sonido del erizo sorprendido robando. Pero los dos tenían un físico y una fuerza tremendos: Pozzi podía estar dos días sin respirar e hinchar un Zeppelin sin perder el aliento. El corazón de Girardoux latía tres veces al día, al mediodía, a las seis y a las nueve, y los pulmones tenían una capacidad de hasta ocho mil litros.
El día de la salida, en Berlín, había más de tres millones de personas. El káiser en persona fue al control, entró en el vestuario del equipo italiano, quiso ver la bicicleta de Pozzi y se quedó con un dedo entre los radios. Después fue al vestuario francés y habló media hora en alemán con Girardoux que, sin embargo, hablaba sólo francés y dijo cosas sin importancia.
Cuando Pozzi y Girardoux se vieron en la línea de meta, en principio se ignoraron. Después Pozzi inspiró profundamente y desde una distancia de veinticinco metros sopló e hizo volar el gorrito de Girardoux hasta la tribuna de honor. Entonces Girardoux sopló a su vez y tiró a Borzignon, a dos mecánicos y al coche del Zamponi contra el muro de una casa a doscientos metros. Rápidamente acudieron los soldados que metieron dos tapones de damajuana en la boca de los rivales que se enfrentaban amenazadoramente.
A las nueve, se dio la salida. La primera etapa llevaba de Berlín a Viena a través de los Cárpatos, con una distancia de mil doscientos ocho kilómetros. En efecto, teniendo en cuenta que estaban Pozzi y Girardoux, los organizadores habían programado una vuelta tremenda y llena de peligros. Nada más sonar el disparo de salida, Pozzi esprintó y Girardoux se le pegó detrás, limpiándose la nariz en el dorso de la camiseta del italiano para provocarlo.
En las puertas de Berlín llevaban ya nueve minutos y treinta segundos sobre el pelotón, guiado por el alemán Krupfen que corría vestido de vikingo. Cerca de Frankfurt, Pozzi y Girardoux encontraron un paso a nivel cerrado, pero lo rompieron y siguieron adelante. Poco después los alcanzó Krupfen, que fue embestido por el Milano-Brennero y terminó en un vagón de emigrantes italianos, donde conoció a una napolitana con la que se casó y con la que montó una pizzería típica en Hamburgo. En el pelotón, italianos y franceses comenzaron enseguida a liarse a bofetadas, en Dusseldorf Pozzi ganó la meta volante. Los dos atacaron en los Cárpatos: Girardoux metió un 54 x 452, es decir, un cambio con el que hacía doscientos metros cada pedalada; Pozzi metió a su vez un 56 x 462, con el que avanzaba doscientos cincuenta metros de golpe. Girardoux puso un 0’8 a la francesa, por lo que cada pedalada equivalía a una vuelta turística completa a Pigalle. Pozzi metió un 48 uniforme, es decir un motorcito de la Morini.
A una altura de 3450 metros comenzó a nevar, y dos rayos golpearon el manillar de Pozzi, que se fundió. Pozzi siguió sin manos, pero Girardoux lo aventajó pronto en seis segundos. A 5800 metros la carretera se desmoronó, pero el francés sin dudar se encaramó al glaciar. A 7000 metros había seis metros de nieve, pero Girardoux continuó subiendo aunque el frío fuera ya insoportable. Pozzi despedazó dos zorros y se hizo un tres cuartos y un gorro peludo, pero cuando estaba punto de alcanzar al rival se precipitó en una grieta llena de vasos de papel y servilletas de picnic usadas.
Giradoux, riendo burlonamente, llegó a la cima de la montaña y se lanzó hacia abajo con la bicicleta desde ocho mil metros, llegando ligero como una pluma sobre la punta del pie. Pero en la ebriedad del triunfo se había equivocado y se había lanzado hacia abajo por la vertiente rusa en vez de por la búlgara, y por tanto tuvo que volver arriba y rehacer toda la vuelta. Mientras tanto llegó Borzignon y se encontró a Pozzi que, enloquecido, se lanzaba pedaleando contra las paredes de la grieta; Borzignon se rasgó la camiseta, hizo una cuerda con ella y sacó a Pozzi. Pozzi y Girardoux se encontraron en la cima y se lanzaron juntos: pero Girardoux era más pesado y ganó por un segundo. Borzignon llegó tercero en calzoncillos. Cuarto debía llegar el francés Pellier, que sin embargo equivocó el salto y se estampó sobre el techo de un funicular. A tres horas y veintiséis minutos llegó una avalancha de nieve: dentro estaba el pelotón con cuarenta y tres corredores, un oso y tres monitores de esquí.
Aquella noche en el clan francés hubo una gran fiesta, y Girardoux ofreció champán a todos. Los periódicos franceses sacaron ediciones extraordinarias y Girardoux fue llamado “La bestia humana”, “La cabra montesa del Artois”, “El rayo de la montaña”, “La excavadora transalpina” “El gran ánade de los Pirineos”. Pozzi, en cambio, se fue a la cama sin lavarse los dientes, meditando furioso la venganza.
La mañana siguiente fue la segunda etapa, llamada “la diagonalona”, seis mil trescientos kilómetros de autopista de Lisboa a Leningrado. El pelotón se mantuvo compacto hasta los mil trescientos kilómetros: después, en el área de servicio Pavesi, Borzignon pidió adelantarse un poco para saludar a los suyos en Cattolica. Pozzi y Girardoux dieron el permiso y Borzignon partió como un obseso. Pocos minutos después en el pelotón comenzó a circular el rumor de que Borzignon era de Pordenone. Pozzi gritó: “¡Traidor!” y se lanzó en su persecución. Borzignon llevaba ya dos horas y media de ventaja, pero en pocas pedaladas fue alcanzado: lo amonestaron y le zurraron.
Entonces Girardoux empezó a hacer una carrera táctica. Dijo: “Bah, voy a dar una vueltecita”, y salió en Rimini norte. Pozzi, preocupadísimo, lo siguió muy de cerca. Girardoux, tranquilísimo, compró un helado y se puso a caminar por el paseo marítimo. Pozzi y tres gregarios lo siguieron pedaleando por la playa. Después Girardoux se metió en el mar en un patín acuático. En el clan italiano todos estaban muy preocupados por la maniobra del francés. Girardoux echó seis partidas en el flipper, compró algunas postales y fue a ver a los delfines. Uno de los Panozzo lo siguió arrastrándose por el borde de la piscina, un delfín saltó y le dio un mordisco. A las ocho y media de la tarde el pelotón estaba a setecientos kilómetros de distancia, pero Giradoux no daba señales de impaciencia. Pozzi en cambio estaba nerviosísimo y de vez en cuando resoplaba provocando grandes remolinos en la carretera. A las diez Girardoux se presentó en el Mogambo e invitó a bailar a una alemana. Pozzi, escondido detrás de una palmera, lo vigilaba. Bailaron un buen rato, después Girardoux intentó estrujarla y se llevó un guantazo. Entonces invitó a otra alemana. Bailaron hasta medianoche. El pelotón mientras tanto estaba a treinta kilómetros de la meta. A las doce y media Girardoux y la alemana empezaron a hacerse carantoñas y Borzignon gimió excitadísimo. A la una salieron los dos tiernamente abrazados y se dirigieron hacia el hotel Mareverde. Pozzi los siguió y los vio entrar en la habitación mientras en Lisboa el pelotón entraba en la recta de llegada. Girardoux se quitó la camiseta y el gorrito: después, mientras la alemana iba al baño, se quitó los pantalones: miró un momento alrededor y raudo extrajo una bicicleta del bolsillo y salió como un rayo por la ventana. Pozzi gritó “¡Maldito!”, y se lanzó en su persecución.
En pocos segundos, cabeza con cabeza, recorrieron los ochocientos kilómetros de autopista dejando detrás de sí un silbido agudísimo y un fuerte olor a pólvora, y cayeron sobre el pelotón a doscientos metros de la llegada. En este momento, el gran esfuerzo y el helado riminés produjeron en el estómago de Girardoux una imprevista reacción química; de la boca del francés salió una columna de humo treinta y nueve metros de alta con aroma de pistacho, y él palideció y se paró a vomitar a dos metros de la meta: Pozzi ganó con dos segundos de ventaja, y ganó la malla rosa. Girardoux se derrumbó del dolor atravesando la meta con la lengua, que se había hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un colchón.
Aquella noche, en el clan italiano hubo una gran fiesta, y Pozzi ofreció champán a todos. Salieron ediciones especiales de los periódicos franceses y Pozzi fue llamado “El águila de la llanura”, “El halcón de los peajes”, “El ángel de las autopistas” y “La experta pantera”. En el clan francés hubo cuatro suicidios y dos casos de gripe asiática. El viejo mecánico Rougeon, de ochenta y siete años, que con ochenta y dos montaba las bicicletas del equipo transalpino, se acercó a Girardoux con el rostro cansado y rugoso surcado por gruesas lágrimas, y con voz trémula por la conmoción le puso la mano en el hombro, dijo “Oh, Giru”, y le hurgó con un destornillador multiusos entre los ojos.
El viejo jefe Biroux reunió a su equipo y se estudió un plan diabólico para la noche. Se sabía que Pozzi era muy moderado, pero que por lo bajini le gustaban muchísimo dos cosas: las mujeres estrábicas y los rusticanos[3] amargos. Durante la noche mandarían a la habitación de Pozzi a una bailarina del Folies Bergères, la famosa Isabel la Estrábica, con un cesto de rusticanos. Sin duda Pozzi sería derrotado por el amor y por un cólico. Por supuesto el plan fue aprobado. Se llamó a Isabel la Estrábica, que era una hermosísima mujer de cabellos rojos, hija de una gitana polaca y del encargado de un concesionario Alfa Romeo de Mâcon. Era tan estrábica que la bolita negra del ojo derecho se había puesto en el globo izquierdo, y viceversa, de tal forma que tenía los ojos perfectamente normales. Pero Pozzi, que era un entendido, ciertamente no se dejaría engañar por las apariencias. Isabel acudió ante el jefe, hizo una bellísima danza gitana y preguntó qué se quería de ella. El jefe se lo explicó e Isabel dijo que lo haría de buen grado por Francia y por seis millones. Al decir esto, pasó la bolita negra del derecho al izquierdo y viceversa. De hecho cuando hablaba de dinero le sucedían a menudo estos fenómenos extraños. Alguna vez las dos pupilas acababan en el mismo ojo y en el otro no quedaba más que el blanco, o aparecía un anuncio de soda Perrier.
El gregario Barzac fue a robar un cesto de rusticanos amarguísimos a un campesino que lo llenó de perdigonazos de sal. Isabel se fue, vestida de campesina y con el cestito, y Girardoux, satisfecho, volvió a su habitación .
Pero, sorpresa de las sorpresas, el clan italiano no se había quedado mano sobre mano, y en su habitación, Girardoux encontró una negra con la cabeza en forma de pera y un cesto de bombolonis[4], las dos únicas cosas a las que no sabía resistirse. Y enseguida se lanzó a una orgía desenfrenada. Los compañeros oyeron un ruido infernal proveniente de la habitación del campeón, pero pensaron que era un ataque de pavor nocturno, que sufría habitualmente, y se durmieron.
Mientras tanto Isabel se personó delante de la habitación de Pozzi, donde estaban de guardia Borzignon y Panozzo, y los derribó con dos golpes de kung-fu, en el que era experta. A continuación, se presentó en toda su belleza a Pozzi, que estaba durmiendo abrazado a un osito de trapo de dos metros, que era su juguete preferido desde la más tierna infancia. Pozzi se despertó y sus ojos tuvieron un resplandor: se abalanzó sobre los rusticanos y sólo seis horas después, saciado, se abandonó sobre la cama fumando un cigarrillo.
A la mañana siguiente Girardoux se presentó en la salida cubierto de crema hasta la cabeza, y con la nariz completamente obturada por el azúcar. Pozzi en cambio fue atado a la bicicleta con cuatro tirantes porque no se tenía en pie a causa de los dolores de barriga. La etapa era de tres mil kilómetros, e incluía entre otras cosas la Maiella[5] , los Andes, el Mac Kinley[6], el glacial de Jungfrau[7], la travesía del Gobi[8] y un examen de cultura general.
Pozzi y Girardoux, a los mil kilómetros, llevaban seis días de desventaja: a los dos mil un mes y medio. Borzignon llegó a Nueva York el primero, saludado por diez millones de personas entusiastas, ganó la etapa y la vuelta.
Pozzi y Girardoux no llegaron aquel año, ni el siguiente. Al tercer año el encargado del cronómetro dijo: “Voy a decir en casa que voy a tardar”, y desapareció. Los periódicos hablaron de ello un poco. Alguno decía que los dos se habían equivocado de carretera y se habían caído por un barranco cerca de Moscú. Otros, en cambio, que habían montado una discoteca en las montañas de los Abruzzos y se habían arruinado. Otros dijeron que Pozzi había huido a América y vivía en las alcantarillas donde había fundado una secta secreta vudú, y dos portorriqueños aseguraron que lo habían visto aparecer, envejecido y con una larga barba, en un váter de Manhattan. Girardoux en cambio había cambiado de sexo en Casablanca y se había convertido en una santa. Después de algunos años, sin embargo, nadie se acordó más de ellos.
Sólo el viejo mecánico de Girardoux, Rougeon, esperó sentado en el borde de la carretera otros nueve años a su pupilo con el destornillador multiusos en mano, admirable ejemplo de fidelidad. Hace diez años, en aquel lugar de la carretera se construyó un edificio residencial de nueve pisos. Después de muchas consultas, se decidió dejar a Rougeon en su sitio, y de hecho, hasta hace tres años, quien quería ver al mecánico de Girardoux, podía ir a la planta baja del edificio donde, protegidos por un panel de vidrio, había tres metros cuadrados de la vieja carretera y Rougeon sentado encima de un pequeño pilar. Hasta que, hace tres años, una mañana a las 8’30 Rougeon dijo: “Bueno, esto ya me está tocando las pelotas”, se levantó y se fue. Nada más salir del edificio acabó debajo de un autobús. Tenía ciento catorce años.
Ya no hay hombres así. Y tampoco como Pozzi y Girardoux. Dios sabe donde están.
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[1] Región del norte de Francia.
[2] Valle que divide los Alpes occidentales de los meridionales.
[3] Rábanos
[4] Especie de buñuelos.
[5] Parque Nacional de los Abruzzos.
[6] Pico más alto de los EEUU con 6194 m sobre el nivel del mar.
[7] Pico más alto del macizo montañoso que lleva su nombre. Suiza
[8] Desierto situado entre Mongolia y China.