"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

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28 de noviembre de 2010

Torcuato abandonado (y III)

(Relato de Stefano Benni inédito en España. Publicado en Italia en el suplemento del periódico La Repubblica, el pasado agosto. Ilustraciones originales de Luca Ralli)


(3ª parte)

Subió al alféizar y vio en el balcón de enfrente al gato. Tuvo pena y le tiró la pechuga de pollo. El gato maulló agradecido y, en el calor tórrido de la tarde, el abuelo tuvo una visión.

Le pareció que el gato, con alas de ángel, volaba hasta su ventana y suspendido en el aire le decía: “Gracias Torcuato, has sido bueno conmigo. Te ayudaré. Ve al garaje, allí está tu salvación, ve…”

El gato arcángel desapareció en la nada y el abuelo aturdido y confuso se preguntó: “¿Abajo en el garaje? Ya, era un garaje de la comunidad, pero estaría aún más caliente. Aunque, de perdidos al río, ¿por qué no probar?”.

Descendió las escaleras hasta la planta baja, hasta una portezuela de metal con un cartel: “Aparcamiento residentes”.

Había una escalera de caracol que descendía y al abuelo le pareció que oía voces y música. “Estoy enloqueciendo” pensó “es el fin”.

Bajó el último tramo de escaleras y…

Vio decenas de viejos y viejas, incluso algún joven y algún niño. En medio del garaje se había excavado una piscina de aspecto apetecible, y la gente se zambullía. Plantas verdes por todas partes. Y al fondo se oía un extraño rumor de maquinaria. Una veintena de vejetes pedaleaba a buen ritmo y las bicicletas estaban conectadas a una dinamo. Hacía un fresco maravilloso.

— Bienvenido al Garaje Old Beach señor —dijo un vejete vivaracho, armado con un fusil de caza—, ¿usted es de la comunidad?

— Torcuato, octavo piso —balbuceó el abuelo.

— Lo conozco, Pluto, hazlo entrar por favor —dijo un viejo con la barba blanca. Torcuato reconoció al ingeniero del sexto piso.

— Excúsenos, señor Torcuato —dijo el ingeniero— pero debemos ser prudentes. Sería una desgracia que descubriesen nuestro refugio secreto. Vea, aquí somos todos jubilados abandonados o personas que no pueden ir de vacaciones. Durante veinte años, mes tras mes, hemos construido nuestro delicioso bunker. Yo y el gran Perotti, trabajador de oleoductos, hemos inventado esta máquina, el Biciacondicionador con bomba impelente. La energía de los ancianos ciclistas encauza el aire hacia un tubo que está a doscientos metros de profundidad, pacientemente excavado. El tubo recoge el aire fresco del subsuelo y lo trae aquí, creando esta deliciosa temperatura. Y la energía biobicíclica la utilizamos también como energía frigorífica y para las luces y desde este año tenemos también la piscina, habrá notado que el recibo del agua aumentó levemente…”

— Genial —dijo Torcuato y vio que el tubo debía ser bien profundo si era verdad que, entre los vejetes, había dos con rabo y cuernos en la cabeza.

Sonó una campanilla y un grupo de ancianos ciclistas dio el cambio a la escuadra precedente, saliendo a todo ritmo.

El abuelo Torcuato se sentó al fresco y contempló aquel extraño mundo subterráneo. ¿Era un sueño? ¿Estaba muerto? ¿Estaba en el paraíso o en el infierno de los torcuatos abandonados?

En aquel momento una joven señora sobre la setentena se le puso delante con una bandeja de bebidas heladas:

— No es un sueño, señor Torcuato. Soy Iris, la sastra del tercer piso, ¿me reconoce? ¿Quiere una bebida fresca? ¿Un espumoso? ¿Un helado?

Así el abuelo pasó dos maravillosas semanas de vacaciones. La familia en cambio tardó seis días en llegar a su destino, el hotel estaba todavía en construcción y durmieron sobre el techo, se bañaron una sola vez y fueron agredidos por un banco de medusas, después devorados por los mosquitos y mordidos por un dromedario. A la vuelta no encontraron el avión y regresaron en una balsa de goma remontando el río Meno hasta Frankfurt, donde los dejaron semidesnudos y sin maletas en un aeropuerto abandonado de las Lutwaffe.

Cuando, después de otra semana de peripecias, consiguieron volver a casa, el abuelo había desaparecido.

Hay tres versiones sobre el misterioso fin de esta historia.

La primera es que la familia encontró al abuelo muerto, troceó el cadáver y lo echó durante la noche a la basura.

La segunda es que Torcuato esté todavía allí, en el garaje subterráneo, y que colabora trabajando en nuevas y maravillosas invenciones.

La última es que el abuelo vive en el mar con la sastra Iris y el gato del balcón de enfrente.

Y antes de marcharse dejó sobre la mesa de la cocina una nota:

“Adiós. Os abandono”.

21 de noviembre de 2010

Torcuato abandonado (II)

(Relato de Stefano Benni inédito en España. Publicado en Italia en el suplemento del periódico La Repubblica, el pasado agosto. Ilustraciones originales de Luca Ralli)


(2ª parte)

Se vistió del modo apropiado: su camiseta de tirantes, unos calzoncillos del hijo que podían pasar por bermudas y zuecos de tacón de la nuera. En la cabeza se ajustó un turbante hecho con sábana. Mojó la cabeza y los sobacos en el grifo y salió. El ascensor estaba estropeado, bajó ocho pisos de escaleras galopando como un caballo. Al contacto con el calor externo el agua empezó a evaporarse y cuando llegó a la calle humeaba como una locomotora.

El abuelo miró a su alrededor. La ciudad estaba desierta, sólo algún coche por la carretera y olor de muros asados.

Delante de casa estaba la colosal Banca Itálica. En su interior, el aire acondicionado mantenía doce grados en cincuenta oficinas. En algunas llevaban abrigo, los cajeros vestían ropa de esquí. Sólo había un cliente. Pero de los agujeros externos del banco salía un tornado ardiente que incendiaba la acera. El abuelo pasó por encima de varias bolsas de basura y encontró la acera bloqueada por un todoterreno con el motor encendido. Dentro, un cachas escuchaba música a todo volumen y el tubo de escape apestaba todo el barrio.

— Perdone pero ¿podría apagarlo? —protestó Torcuato.

— Abuelo, no jodas. Estoy al fresco aquí dentro —dijo el conductor.

El abuelo Torcuato le dio una patada al parachoques y jadeando consiguió llegar enfrente del supermercado. Atravesó, evitando una moto que daba bandazos con los neumáticos licuados y un pasea-perros enloquecido que vagaba con una docena de correas vacías. Los perros se habían escapado hacía tiempo en busca de sombra. Finalmente llegó delante de la puerta del Supermercado Paraíso. Pero la puerta con célula fotoeléctrica no se abrió.

Desde dentro un vigilante miró con suspicacia su turbante.

— ¿Es usted italiano? Desde hace una semana no dejamos entrar extranjeros.

— He nacido en esta calle, joder —dijo Torcuato.

La puerta se abrió y Torcuato entendió el motivo de aquel apartheid. En el supermercado había casi seis mil ancianos, todos en busca de fresco. Algunos daban vueltas durante horas con un carrito que contenía sólo un limón, otros charlaban apoyados en muros de cajas, otros dormían o jugaban a las cartas dentro del frigorífico de los congelados y el personal los desalojaba pero volvían. Algunos, incluso, tenían la tumbona de la playa y habían llevado al perro. El abuelo blasfemó contra los viejos jubilados desocupados y aprovechados y se dirigió a la sección de alimentación. Compró una ración de pechuga de pollo, tomates y una mozarella de un bellísimo color índigo. Después se presentó en la caja.

— ¿Qué quiere? —le preguntó la cajera.

— Querría pagar.

— ¿Quiere decir que se va?

— Claro que me voy…

— Es el primero hoy. Todos los demás pagan en el último momento, a la hora de cerrar. De cualquier forma —concluyó la cajera encogiendo los hombros— haga como desee, salga si quiere al calor.

— Resistiré —dijo fieramente el abuelo.

Salió. La temperatura había subido a cuarenta y seis grados, los pajaritos se desplumaban a picotazos. El abuelo sabía que a la vuelta de la esquina había una fuente para refrescarse. Pero la fuente estaba seca. Consiguió llenar tan solo una media botellita. Decidió ir a su bar de siempre pero había un cartel: “Cerrado por vacaciones”. La petanca estaba cerrada, las bochas hirvientes no se podían sostener en la mano.

Mientras tanto había llegado al único árbol de la plaza. Se paró debajo y lo bombardearon ciento seis estorninos migradores con diarrea, detenidos en el árbol desde hacía tres días, porque con aquel calor quién cojones iba a volar. El abuelo Torcuato suspiró y sacó la botellita de agua. Estaba a punto de beber cuando vio en un banco a una viejecita que lo miraba con ojos azules e implorantes.

¡Oh dulce solidaridad de la tercera edad que ningún bochorno podrá borrar!

— Se lo suplico, amable señor del turbante —dijo la viejecita— ¿me da un sorbito de agua?

— Por supuesto gentil señora.

La vieja de los ojos azules cogió el agua, se bebió la mitad haciendo gárgaras, se echó la otra mitad por la cabeza y después se marchó gritando:

— Pero qué solidaridad, estás loco, marroquí de mierda…

El abuelo no consiguió ni siquiera responder. Volvió dando tumbos a casa. Dentro del todoterreno había una fiesta, bailaban ocho personas. El ascensor de la comunidad estaba estropeado. El calor había fundido los cables como hilos de azúcar. Subió las escaleras en media hora, todo el edificio estaba sumido en un silencio irreal, sólo se oían zumbidos de frigoríficos, maullidos y quejas de animales abandonados.

Entró en casa. No consiguió cocinar, el fuego quemaba demasiado. Puso el pollo en el alféizar y después de diez minutos estaba cocido, pero sabía a alquitrán y gasolina. El tomate se disolvió en un charco de salsa. A la mozzarella le crecieron unos tentáculos y se escapó debajo de un mueble.

El abuelo buscó en vano un lugar vivible dentro de la casa. Todo estaba candente, un viento de siroco cargado de polvo y mosquitos cocidos se pegaba a las paredes. Finalmente también el frigorífico se apagó con un eructo desesperado, esparciendo agua por toda la cocina.

— Me daré una ducha fresca —dijo el abuelo.

El agua salió a ochenta grados de las tuberías recalentadas por el sol y se quemó.

Entonces el abuelo Torcuato lloró con dignidad y encendió el televisor. Daban un programa sobre los problemas que el calentamiento global traería al círculo polar.

— ¿Y yo qué? —dijo el abuelo.

Después apareció el presidente del gobierno diciendo: “Las noticias sobre la temperatura son torvo alarmismo mediático, y el dato de que uno de cada dos italianos no tiene dinero para ir de vacaciones es una mentira de la propaganda comunista. Italia es un país donde se está bien, el que se queda en la ciudad es porque quiere trabajar e impulsar la economía del país. Buen verano a todos los italianos, felices ellos que pueden disfrutarlo, yo trabajo incluso de noche”.

El abuelo cogió el televisor y lo lanzó por la ventana. Pero el esfuerzo lo hizo sentirse mal. Telefoneó al doctor Del Prato. Respondió el contestador:

“El ambulatorio tiene horario estival, el doctor recibe sólo el lunes de las ocho a las ocho y media. Si tienen problemas urgentes dejen un mensaje con sus síntomas y sus herederos se avisará a sus herederos.

Telefoneó a su otro hijo pero estaba en la montaña. Telefoneó a la clínica Belsito, pero le contestaron que no había sitio ni siquiera de pie. Telefoneó al teléfono Azul Verde y Naranja, pero no tenían un servicio para torcuatos abandonados. Por último telefoneó a la Protectora de animales fingiéndose un setter, ladrando y jadeando.

— No picamos —dijo una fría voz de operadora— usted es el tercero que prueba hoy.

“Ay de mí, solo, cocido y abandonado por todos” pensó el abuelo e incluso se le pasó por la mente acabar con todo. Se tiraría por la ventana, al menos en esos veinte metros cabeza abajo tendría un poco de airecillo.

Continuará...

14 de noviembre de 2010

Torcuato abandonado (I)


(Relato de Stefano Benni inédito en España. Publicado en Italia en el suplemento del periódico La Repubblica, el pasado agosto. Ilustraciones originales de Luca Ralli)

(1ª Parte)

El jubilado Torcuato, de 83 años, se despertó una mañana y se dio cuenta de que había sido abandonado. El hijo, la nuera y el nieto no estaban en casa. Las maletas habían desaparecido del armario. Una aleta de buceo delante de la puerta testimoniaba una partida apresurada. Sobre la mesa de la cocina un billete de diez euros y una nota: “Querido abuelo Torcuato: tuvimos que irnos de improviso. Estábamos en stand by con un ticket low cost de la Brian Air para Sharm el Sheriff y nos han hecho un fast boarding con preaviso de tres hours. Por desgracia con estos billetes sacados por ordenador se hace así. El avión hará escala en Frankfurt, después Orio al Serio, nuevamente Frankfurt, después Moscú, después París y de nuevo Frankfurt, después Forlí y pasado mañana estaremos al fresco en Sharm. Te dejamos dinero y dos botellas de agua en la nevera. Si tienes calor está el ventilador, si tienes hambre está el supermercado, si te sientes mal llama al doctor Del Prato. Volvemos en quince días. Buena suerte. Aldo, Piera y Ninni”. Al instante el abuelo Torcuato blasfemó sin stand by despertando a medio edificio. “Abandonado como un vagabundo”. Sin embargo tendría que haberlo sospechado por algunos signos premonitorios. Desde hacía algunos días la familia estaba de forma sospechosa delante del ordenador, pronunciando palabras como ticketless y reservation. Después, la anómala presencia en la nevera de un tubito de crema solar que él había extendido sobre el pan creyéndola mayonesa. Por último, el hecho de que su hijo Aldo hubiese preparado un paquete de lecturas: un libro sobre las medusas y diez kilos de Gazette dello sport antiguas. Todo señales de una partida inminente.

“Paciencia” pensó el abuelo Torcuato “me han abandonado, deberé sobrevivir dos semanas”. Hacía un típico día de clima mediterráneo: treinta y ocho grados reales, cuarenta y dos perceptibles y cuarenta y cuatro si estás jodido. De hecho, el abuelo estaba jodido y chorreaba sudor.

Buscó el ventilador en el armario trastero. Le quitó las telarañas, lo enchufó y éste giró durante treinta segundos, rechinó y se rompió con un gemido de agonía. El abuelo le oyó decir: “No soy capaz”, pero tal vez fuese una alucinación debida al calor. Abrió la ventana. Una vaharada metió en casa olor de basura incandescente y guisos variados, junto con arena desértica, mosquitos tigre y el sonido de ambulancias que llevaban al hospital abuelos colapsados.

En la terraza de enfrente un gato maullaba penosamente, abandonado también, él con dieciséis kilos de comida seca. El abuelo encendió el televisor y nunca “encender” fue un verbo más apropiado, porque el botón estaba al rojo vivo. Un meteorólogo decía que la ola de bochorno estaba absolutamente prevista y que duraría hasta el lunes o el miércoles o hasta noviembre, pero todo estaba dentro de lo normal. Después salía un ilustre médico que desde su barca fondeada explicaba cómo defenderse del calor: “Basta con no salir desde las diez a las seis. A las personas ancianas les recomendamos beber mucho y una dieta rica en verduras, triptófano, aves y ácidos oléicos. También recomendamos…”

— Vete a tomar por culo —dijo el abuelo y apagó.

De cualquier forma necesitaba comer, el estómago rugía. En la nevera no había más que una corteza de parmesano. Intentó romperla con el cuchillo, después con un punzón, después la chupó como un helado, finalmente se cabreó y la tiró a la calle donde se incrustó en el asfalto.

Tenía que llegar al supermercado. Tan sólo había doscientos metros, pero ¿lo conseguiría?

Continuará...

10 de noviembre de 2010

La novelista

THE FEMALE NOVELIST
Cuento incluido en Little Tales of Misogyny
PATRICIA HIGHSMITH
a-rockwell woman Tiene una memoria excelente. Y toda llena de sexo. Está ahora en su tercer matrimonio; ha parido tres hijos en el camino, pero ninguno de su actual marido. Su lema es: “¡Escucha mi pasado! Es más importante que mi presente. Déjame decirte qué verdadero cerdo fue mi último marido (o amante)”

Su pasado es como una indigesta, quizás indigerible comida que se estanca en su estómago. Uno desea que ella pueda simplemente vomitar y que lo olvide.

Escribe páginas y páginas sobre cuántas veces ella, o sus rivales femeninas, se metieron en la cama con su marido. Y cómo recorría impaciente el piso, insomne —negándose virtuosamente el consuelo de una copa— mientras su marido pasaba la noche con la otra mujer, flagrantemente, etc., y al diablo con lo que pensaran los amigos y vecinos. Si los amigos y vecinos eran incapaces de pensar o mostraban desinterés por la situación, ¿qué importa lo que pensaran? Uno diría que éste es el momento para la creatividad de un novelista, para crear ideas y opinión pública donde no hay ninguna, pero la novelista no se molesta en inventar. Es todo real como un suspensorio.

Después que tres amigas hayan visto y alabado el manuscrito, diciendo que es “como la vida misma”, y de que los nombres masculinos y femeninos hayan sido cambiados cuatro veces, en serio detrimento de la apariencia del manuscrito, y después de que un amigo masculino (un posible amante) haya leído la primera página y haya devuelto el manuscrito diciendo que lo ha leído entero y que le ha encantado… el manuscrito sale hacia la editorial. Obtiene un rápido y cortés rechazo.

Comienza a ser más cauta, consigue contactos a través de escritores conocidos, vagas, limitadas recomendaciones obtenidas a expensas de almuerzos y cenas regados de vino.

Da lo mismo, rechazos y más rechazos.

que mi historia es importante —dice a su marido.

— Igual que la de este ratón, al menos para él… o para ella —contesta. Él es un hombre paciente, pero está al borde de un ataque de nervios con todo este tema.

— ¿Qué ratón?

— Hablo casi cada mañana con un ratón cuando estoy en la bañera. Creo que su problema es la comida. Son una pareja. Uno u otro sale del agujero (hay un agujero en el rincón del baño) y entonces le doy algo de la nevera.

— Estás divagando. ¿Qué tiene que ver eso highsmithcon mi manuscrito?

— Pues que esos ratones están preocupados por un asunto más importante: la comida. No con que si tu ex marido te fue infiel, o si sufriste por ello, incluso en un escenario tan hermoso como Capri o Rapallo. Lo que me da una idea.

— ¿Cuál? —pregunta ella, con cierta ansiedad.

Su marido sonríe por primera vez en varios meses. Experimenta unos pocos segundos de paz. En la casa no se oye el teclear de la maquina de escribir. Su mujer lo mira, esperando oír lo que tenga que decir.

— Adivínalo tú. Eres la que tiene imaginación. No me quedaré para la cena.

Entonces él abandona el apartamento, llevándose su agenda y, optimista, un par de pijamas y un cepillo de dientes.

Ella va y se queda absorta en la máquina de escribir, pensando que aquí quizá tenga otra novela, justo basada en esta noche, pero ¿debería abandonar la novela que ha mimado tanto tiempo y empezar esta nueva? ¿Quizás esta noche? ¿Ahora? ¿Con quién va a dormir?