"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

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30 de enero de 2010

El año del tiempo loco

Benni 1

Stefano Benni – El bar submarino

EL CUENTO DEL PRIMER HOMBRE CON SOMBRERO
EL AÑO DEL TIEMPO LOCO

Mas a la tierra
con la que has compartido el frío
nunca jamás
podrás dejar de amarla.

(Vladimir Majakovskij)

La historia que os contaré es una historia de mi pueblo, que se llama Sompazzo, y que es famoso por dos productos: las remolachas y los mentirosos.

El anciano del pueblo, el abuelo Celso, profetizó que aquel año el tiempo estaría desquiciado. Dijo que se dejaba ver en tres señales:

las rachas de viento que todos los años pasaban sobre la región pasaron pero en tren. El jefe de estación había visto dos vagones llenos;

las cerezas se habían retrasado: aquellas que estaban sobre los árboles eran del año anterior;

a los viejos no les dolían los huesos. Por el contrario, todos los niños tenían gota y las niñas reumatismo.

El abuelo Celso dijo que no teníamos nada bueno a la vista.

Pues bien, en febrero ya era primavera. Todas las margaritas brotaron en una sola mañana. Se sintió un ruido como si se abriese un gigantesco paraguas, y ¡allí estaban todas en su puesto!

De los árboles comenzó a caer el polen a montones. Todo el pueblo estornudaba, y vino una epidemia de alergia extrañísima: a algunos se les hinchaba la nariz, y a otros se les convertía en un tirador. La fruta maduraba de golpe: te dormías bajo un árbol de manzanas verdes y despertabas cubierto de mermelada.

Más tarde le tocó volverse loca a la lluvia. Llovía sólo una hora al día, pero siempre en el mismo punto: sobre la casa del alcalde. Luego el nubarrón se ponía a pasear de aquí para allá sobre el pueblo y en cuanto veía a alguien con sombrero, ¡zas!, se lo incendiaba con un pequeño rayo. Luego venía un viento perfumado y afrodisíaco. Cuando soplaba, la gente descontrolaba y corría a los matorrales de dos en dos, de tres en tres, en grupos. El cura estaba desesperado. Un día, mientras perseguía a una pareja que sorprendió refocilándose en la sacristía, se topó con un grupo en sus propias barbas, y lo encontraron en un pajar con una fiel que no lo era tanto.

En abril vino de pronto el verano. Cuarenta y siete grados. El grano maduró y en dos días estaba cocido. Recogimos doscientos quintales de barras de pan. Hacía tanto calor que los huevos se cocían no sólo en el techo de los coches, sino incluso en el culo de las gallinas; las pobrecitas aleteaban y a la mañana siguiente encontrábamos las tortillas sobre la paja del gallinero. El pequeño lago se secó en un soplo. Los peces encontraron refugio en las bañeras, y no había forma de echarlos, así que no quedaba otra que ducharse junto a las truchas. Los peces gato daban caza a los ratones. Todos llevábamos sombreros de paja, pero incluso a esos el sol los incendiaba, y entonces usamos sombreros de zinc y hojalata, y vino el ejército a investigar porque un avión de reconocimiento había dicho que en Sompazzo estaba produciéndose una invasión de marcianos.

Inmediatamente después comenzó a granizar. Todas las veces se iniciaba con tres truenos, luego se sentía en el cielo un vozarrón que decía: “vamos”, y se venían abajo granizos como panettones. A Biolo le cayó uno grande con forma de queso parmesano, con un cuervo bien conservado en su interior.

Volvió un calor africano. La gente, ayudándose de un alargador, dormía en la calle dentro del frigorífico. El heladero trabajaba veinticuatro de las veinticuatro horas, y después de aquel verano se compró un rascacielos en Montecarlo.

En otoño finalmente cayeron las hojas. Cayeron dos, una en el jardín de la escuela y otra en Rovasio. Las otras parecían pegadas con cola y no había modo de echarlas abajo ni siquiera con las tijeras. La uva estaba madura pero estaba salada, lo juro, salada como un arenque, y el vino de aquel año fue bueno sólo para condimentar los asados. La temperatura se volvió templada, y en noviembre llegaron, con retraso, las golondrinas. Un enjambre de nueve millones. Nadie salía de casa, porque había un estrépito de diez mil decibelios. Las golondrinas se fueron y llegaron las cigüeñas. Lanzaron sesenta bebés chinos y se fueron.

Después llegó la niebla. No se veía más allá de la propia nariz. El único que caminaba tranquilo era Enea, que tenía una nariz de veintiocho centímetros. Transitábamos todos con un faro antiniebla en la cabeza y por la noche, a menudo, nos equivocábamos de casa, y al final no estuvo mal, porque siempre había sorpresas en la cama.

La cosa más peligrosa eran los camiones que pasaban por medio del pueblo a ciento veinte, porque para los camioneros la niebla no es un problema. Fue necesario hacer puentes entre tejado y tejado para cruzar, y pasos subterráneos. Al final decidimos construir un bonito muro en mitad de la carretera, y a los camioneros no se les vio más, salvo en algunos tramos.

Y he aquí que llega el invierno y de repente nieva veinte días seguidos. Bien pronto el pueblo estuvo sumergido en la blanca visita. Sólo asomaban las chimeneas. Pero no perdimos el ánimo. Íbamos a espalar la nieve por cuadrillas: los de Sompazzo de abajo la espalábamos hacia Sompazzo de arriba y viceversa, y así la nieve siempre estaba igual de alta, pero nos calentábamos.

Ettore el panadero continuaba trabajando en calzoncillos, porque los panaderos son atérmicos, y cada mañana pasaba y arrojaba el pan por las chimeneas. Para intercambiar información nos hacíamos señales de humo, y por la tarde nos contábamos chistes de humo. El mejor contándolos era el fogonero.

Nosotros los humanos no lo pasábamos mal. Teníamos el pan y el queso de Sompazzo, a tres mil calorías la porción. Pero para los animales fue duro. Las vacas no tenían hierba para comer y rechazaban los filetes. Las alimentamos durante días con cebollas y resollaban como para matar al niño Jesús en el pesebre. Los pajarillos adelgazaban, y también los zorros; las comadrejas pasaban por las cerraduras y los lobos descendían al valle y luego al pueblo, y nos los encontrábamos en el comedor, con las zapatillas en la boca, los muy rufianes. Mientras tanto, la blanca tocahuevos continuaba cayendo, y muchos pueblos estaban aislados: se decía que arriba en Monte Macco veinte familias no tenían apenas víveres, y que comían sólo los frijoles. Y aquí surgió una duda terrible, porque en Monte Macco había en efecto una familia que se llamaba Frijoles, así que subimos a ver, pero los pobres comían verdaderos frijoles con la efe minúscula, y cincuenta de ellos permanecían todos en la misma casa para ahorrar leña; y con la dieta de fabada se tiraban unos pedos que parecían estar en guerra, y el abuelo Frijoles cogía los más grandes con una red de pescadores y los devolvía a la olla para que no se desperdiciase nada.

A fin de año la nieve tenía siete metros de altura y al panadero se le había acabado la harina, así que pedimos ayuda a la ciudad y nos mandaron tres helicópteros, pero para comer no eran gran cosa, excepto quizás los asientos. Estábamos en las últimas cuando el abuelo Celso sentenció que el único que podía salvarnos era Ufizéina.

Ufizéina era un mecánico que sabía repararlo todo, desde una grúa hidráulica hasta un biberón; no había en el recuerdo de los sompazzeses ninguna avería que se le hubiese resistido. Le explicamos el problema: a saber, que había que reparar nada menos que el tiempo. Ufizéina lo pensó un poco y luego dijo: “si está roto se arregla”.

Estudió la situación, cogió un gato, dos parches para ruedas, pegamento y una bomba, y desapareció en el horizonte.

Por la noche estaba ya de vuelta. Explicó que el problema era simple: el sol, viniendo al alba desde el Monte Macco, se había enganchado en un árbol astillado por un rayo, y se había pinchado. De hecho estaba allá, sobre la otra vertiente, tan desinflado que daba pena. Ufizéina lo había vulcanizado y luego le había enchufado la bomba. En poco tiempo estaría inflado y habría reanudado su salida. De hecho, ahí empieza a volver el sol, primero tenue, luego siempre más rotundo y brillante, a salir sobre el Monte Macco y a calentarlo todo.

La nieve se derritió y todas las cosas volvieron a la normalidad, menos nosotros.

22 de enero de 2010

El bar submarino - Prólogo

Antes de comenzar debemos informar a los dilectos lectores y lectoras de nuestro blog que el libro que traducimos pertenece a la editorial Feltrinelli, que su primera edición vio la luz en octubre de 1987, y que nosotros trabajamos con la cuadragésimo cuarta edición de enero de 2008.

Existe una traducción al castellano, realizada por Silvia Gaspar Porras y editada por Seix Barral en 1992, pero esta publicación está descatalogada por la propia editorial, y nos ha resultado imposible conseguirla ni siquiera en librerías de segunda mano.

Además, si bien vamos encargándonos cada uno de los distintos cuentos que publicamos, solemos consultarnos dudas y hacernos recomendaciones. En este punto, tengo que aclarar que mis conocimientos de italiano son ínfimos; más aún, he empezado a aprender esta bella lengua justamente tratando de traducir a lo bestia a este buen hombre. Por supuesto, creo en una mínima y suficiente calidad de mi trabajo, aunque esta creencia sólo es posible bajo las imprescindibles aportaciones y la supervisión de Lula Fortune a mis esfuerzos, y por la soltura de su italiano que es la que, al fin y a la postre, alienta y permite que andemos embarcados en esta aventura.

Y sin más preámbulos...

PRÓLOGO

No sé si me creeréis. Pasamos la mitad de la vida ridiculizando aquello en lo que los demás creen, y la otra mitad creyendo en aquello que los demás ridiculizan.

Caminaba una noche por la orilla del mar de Brigantes, donde las casas se asemejan a navíos hundidos, inmersos en la niebla y en los vapores marinos, y donde el viento da a las ramas de las adelfas lentos movimientos de algas.

No sabría decir si perseguía algo o estaba siendo perseguido: recuerdo que eran tiempos difíciles, pero yo, quién sabe por qué extraña razón, era feliz.

De improviso, del silencio oscuro salió un elegante viejo, vestido de negro, con una gardenia en el ojal, y al pasar cerca de mí se inclinó ligeramente. Me puse a seguirlo intrigado. Yo andaba a buen paso, pero me costaba seguirlo de cerca porque parecía que se movía volando a un palmo de la tierra, y sus pies no hacían ruido sobre la madera húmeda del muelle.

El viejo de detuvo un momento, trazando en el aire gestos con los que parecía calcular la posición de las estrellas. Luego asintió con la cabeza y empezó a descender una escalerilla que del muelle bajaba hacia las aguas oscuras.

— ¡Deténgase, Señor —grité—, no lo haga!

Pero el viejo no me escuchó, en un instante tuvo el agua hasta la cintura, y poco después desapareció.

Sin tardar, vestido como estaba, me lancé al agua. Estaba helada, y sobre el fondo cenagoso yacían basuras y cuerdas. Miré a mi alrededor buscando señales del hombre, y con gran maravilla vi, suspendido a pocos metros del fondo, un cartel luminoso con la palabra “Bar”. Hacia él se dirigía tranquilamente, caminando como un buzo, el viejo de la gardenia. Como en un sueño nadé también hacia aquel cartel que iluminaba el agua de azul.

Llegué así a una construcción incrustada de nautilos, con una puerta de madera. La puerta se abrió de pronto y el señor de la gardenia me tendió la mano. Tiró de repente de mí y enseguida me encontré en un bar acogedor, luminoso y lleno de clientes. Estaba decorado con muebles de diverso estilo, algunos de antiguo sabor marinero, otros exóticos, otros decididamente modernos. La barra parecía el costado de un barco, de tan lustrosa e imponente como era. Sobre el despliegue de botellas había un gran ojo de buey de cristal por el que se podían admirar árboles de coral y bancos de peces. Los clientes bebían y charlaban como en cualquier bar de tierra firme. Como se puede constatar en el dibujo de la portada, formaban el grupo más extravagante que yo había visto nunca. El camarero me hizo señas para que me acercara. Tenía una expresión irónica y su cara recordaba a aquélla de un famoso intérprete de películas de terror. Me ofreció un vaso de vino y me clavó una gardenia en el ojal.

— Estamos contentos de tenerlo entre nosotros —dijo en un susurro—. Le ruego que se acomode porque ésta es la noche en que todos los presentes contarán una historia.

Me senté y escuché los cuentos del bar sumergido.

Bar Benni 1     Bar Benni 2

21 de enero de 2010

Il bar sotto il mare


No se si me creeréis... con este prometedor inicio echa a andar el libro de cuentos IL BAR SOTTO IL MARE, de Stefano Benni, en el que el narrador de la historia, persiguiendo a un misterioso y elegante caballero por el puerto, acabará sumergido en un extraño bar, donde unos no menos extraños personajes le contarán sus relatos.

Para Benni, el bar es un lugar de encuentro que guarda la esencia de las reuniones de antaño en torno al fuego y las viejas leyendas que contaban los abuelos. Lugar de encuentro y narración, que ofrece la posibilidad de recuperar lo que en la sociedad actual ha desaparecido: la capacidad de escuchar.

El variopinto grupo de personajes que se reunen en el fondo marino - el camarero, el marinero, la señorita del sombrero, el hombre de la cicatriz, el enano, el perro, la pulga del perro...- tienen historias increíbles que contarnos. Historias que golpearán nuestra percepción de la realidad, que desafiarán nuestra imaginación y que nos exigirán un delicado e inteligente sentido de humor.



Stefano Benni habla de lieto pesimismo (alegre pesimismo) en sus cuentos. Y si bien es cierto que podemos encontrar con facilidad esta melancolía o añoranza de otros tiempos, yo más bien hablaría de vitalismo. Un vitalismo que se agarra al sentido de humor como única tabla de salvación. Tal vez, como el propio Benni dice con palabras de Passolini: Io non ho speranza ma sono en disposizione di dare speranza a qualcuno (Yo no tengo esperanza pero estoy en disposición de dar esperanza a cualquiera).


A veces desordenado, siempre excesivo -incluso en su salvaje pelambrera- cercano a cierto realismo fantástico, el autor nos hace cómplices de su ficción para sentirse libre de contar lo que quiera. Para hacer que Matu- Maloa, una ballena de los mares del sur, se enamore tiernamente del atildado capitán Charlemont y éste sea capaz de abandonarlo todo por amor.

Para hacernos revivir, con ecos felinianos, las tardes de infancia en el cine con El pornosabato dello Splendor (El pornosábado del cine Esplendor).

Para enamonarnos definitivamente con La storia de Pronto Soccorso y Beauty Case, dos adolescentes de nombre imposible que permanecerán para siempre en nuestra memoria, entre lametazos de helado y motos trucadas.

Pasen y vean.

13 de enero de 2010

De traiciones…

papiro63 Hallar las piezas de lado recto y componer el marco, y ya estamos listos para zambullirnos en el montón y desenterrar una a una las baldosas que nos conducirán a un mundo nuevo; y ¿qué importa que luego ese mundo pueda ser interpretado de tantas formas como ojos lo contemplen? El placer que hemos obtenido al acariciar cada pequeña porción de esa nueva historia se queda en nosotros para siempre, revoloteando en nuestra carne mientras las piezas del rompecabezas se engarzan bailando entre nuestros dedos.

Cada detalle, cada pequeña línea, la más desvaída de las sombras, el tono más invisible conduce a nuestros ojos al rincón adecuado del mundo, y reconocemos así la importancia de cada minúscula porción del decir, y el modo en que la expresión es un tejido microscópico en cuya trama anidan universos. El tamaño de este trazo, la intensidad de aquella figura, la conexión misteriosa entre este color y aquel otro, todo va surgiendo en el lento ir y venir de las piezas, y empiezan a surgir emocionantes siluetas, rostros inesperados, gestos y movimientos, lágrimas, entusiasmos, golpes, traiciones… Con minuciosidad feliz, recomponemos lo incomprensible, el dulce caos extranjero, palpando cada indicio con paciente ternura, preguntándole a nuestra propia vida sobre cada término, cada acento, cada intención, restaurando instante por instante las tardes de lluvia de otros. Nos tendemos para que, sobre nuestros temblores, leyendas ajenas crucen en nosotros el puente de la incomprensión. En una traición meticulosa, en una amorosa traición…

12 de enero de 2010

...y otros demonios.

Azufre. Su olor flota tenue y absoluto impregnando el ambiente de una forma imperceptible. Todo está oscuro, no hay ventanas ni orificio alguno, aunque si logras acostumbrarte, al cabo de un tiempo todo adquiere un  delicado tinte rojizo. Hace calor. Un humo espeso flota sobre las cabezas como en uno de esos locales subterráneos donde la excitación de la buena música y el alcohol nos calienta el ánimo. Suena Louis Amstrong. Hombres y mujeres deambulan de un lado a otro con tranquilidad. Todos parecen conocer el sitio, sentirse a gusto: carteristas de metro, mendigos de caricias, críticos literarios, asesinas en serie, poetastros que publican, juntadores de palabras, fugitivas de la justicia, tomadores de píldoras, agentes inmobiliarios, telepredicadoras, meretrices, pajilleros agresivos, fumadores clandestinos, alcohólicos conocidos, folladoras compulsivas, traidores a la patria, pirómanas religiosas, almas en pena, hastiadas del tupper sex, desertores del facebook, rockeras, cocineros, bibliotecarias, cinéfilas, enamorados gigolós…

Woody Allen aparece torpe, sudoroso, asfixiado por un calor al que no acaba de acostumbrarse. El demonio lo observa a cierta distancia: lleva un batín corto de seda con sus iniciales y un elegante pañuelo al cuello. Juguetea con un martini. Está sentado junto a un mueble bar, en un sofá de skay verde lima, flanqueado de altas estanterías llenas de libros, de cintas de vídeo, de discos. Un hombrecillo apesadumbrado se cruza entre ellos, parece no entender nada de lo que sucede. “¿Y usted qué ha hecho?”, pregunta Woody. “Inventé los muebles de metacrilato”. Risas. Al final, todo es como en las Vegas: algunas veces arriba, otras abajo, pero siempre pierdes. Mejor reinar aquí que servir en el paraíso, porque todo cabe en este infierno que soñamos, incluso los ángeles.