"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

* *

26 de mayo de 2012

Bar Sport (XIV)

Inside movie theatre

Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

El cine Sagitario

Cuando en el bar Sport no se discute de campeones, desafíos, amores, capuchinos, delanteros centro, borracheras, traslados, sexo y merengues, se habla del programa del cine Sagitario.

La primera vez que puse el pie en el cine Sagitario fue después de hacer novillos en la escuela. Aquel día iban a preguntar griego, y no me decidía sobre la excusa que inventaría. Había pensado en escenificar un “Perdone, ¿puedo salir?, tengo sangre en la nariz”, pero a la entrada de la escuela vi a Frazzoni y Baldi con dos pañuelos que parecían las vendas de un garibaldino. “Si quieres sangre, ha quedado un poco de conejo en el coche”, me dijo Frazzoni. Así que pensé en una excusa enternecedora. Pero Pagliogli se acercó amenazante y dijo: “Hoy la abuela en coma la tengo yo”, y empezó a pelar una cebolla frotándola. ¿Romperme un brazo? Pero Lodi ya entraba con la cabeza vendada y dos muletas, y detrás Guido enyesado hasta el cuello. Me sentí perdido. Armaroli, Biondi, Cartoni, Deganutti, Dursi, Piombo, Sardoni, Selleri y Zacca no habían venido. Nonni tenía justificación del padre; Mazzanti había estado enfermo los últimos siete meses y tenía que ponerse al día. En cuanto a Lorenzi y Poluzzi, los primeros de la clase, ya les habían preguntado dieciséis veces a cada uno. Gibboni se había desmayado y Brioli había sufrido una crisis epiléptica. Quedaba sólo yo.

Motom1

Mientras temblaba en la entrada de la escuela, llegó Mulone. Mulone medía un metro noventa, con bigotes de mafioso y una buena plantación de espinillas. Lo admirábamos muchísimo porque ya había repetido seis veces tercero y porque inventaba unas historias eróticas hermosísimas, que acababan casi siempre con: “A ver, ¿sabéis de qué os he hablado?“. Mulone entró sobre su Motom en el pasillo y dijo: “¿Cómo está la situación?”. Le expliqué que la situación era grave, que todos tenían una férrea coartada, y que seguramente a la hora de griego caeríamos él y yo. “Ah”, dijo Mulone, “y tú, ¿estás preparado?”. “No”, dije yo, “¿y tú?”. “Tampoco. Ayer no pude estudiar. Vino a verme una novia”. “Ah”, dije yo. En aquel momento apareció por la puerta la figura del profe de griego, con barba larga, cabello apelmazado y piernas enarcadas. “Dios mío”, dije, “qué mal lo veo. Además las hemorroides”.

Y fue así como me encontré sobre el guardabarros de la Motom de Mulone, lanzado a una precipitada fuga. Mulone conducía con una pericia y un dominio absolutos, pasando con desenvoltura de la calzada a la acera y de ahí a los porches de las casas sin pararse un instante. Sólo en la calle Fondaza me dio un codazo en la boca para hacerme caer. “¡Hay un guardia!”, explicó. Y al poco nos encontramos ante el Sagitario, cine de barrio, doscientas liras, donde estaba en cartelera Cheng, la furia del Oriente, prohibida para menores de dieciocho. “No puedo entrar”, dije yo. Pero Mulone me arrastró dentro.

brucelee Sobre la taquilla había unos rótulos luminosos en los que se leía: Primera parte. Segunda parte. Intermedio. Actualidad. Debate general.”¿A qué hora comienza el debate general?”, preguntó Mulone. “En diez minutos”, dijo la taquillera, una morena con sonrisa de lingotes y con pedruscos de rimel en equilibrio sobre las pestañas. Estaba sentada sobre una pila de Tebeos y leía seria, masticando una barrita de regaliz, con la mirada de una vaca cuando pasa el tren. “Dos Enal[1] reducidas para inválidos civiles”, espetó Mulone. “Tu abuela”, dijo la taquillera, “a ver el carné”. “Qué vergüenza”, dijo Mulone. “No hay narices, ¿eh, chaval? Y además no tenéis dieciocho años”. “Yo tengo veintiuno y él está conmigo en clase”, dijo Mulone, y me metió un nacional en la boca. La taquillera me miró con atención y cortó dos billetes. Yo aspiré el nacional y de pronto me puse del color de un divo del cine mudo. Mulone me llevó en brazos ante el acomodador, que rasgó los billetes y se quedó entretenido con una tira de chicle pegada pérfidamente por Mulone a los mismos billetes.

El interior del Sagitario era como el vagón de un tren, largo y estrecho. La platea estaba cubierta de un nubarrón negro de humo de cigarrillos y puros; de vez en cuando retumbaba el trueno. En las primeras filas había criadas y soldados. Una criada se había llevado un cubo de guisantes para pelarlos y el soldado le echaba una mano y a menudo las dos. Delante había un viejísimo pederasta, ya retirado, que desde los siete años ofrecía a los niños el mismo caramelo de limón ahora mohoso. En su fila había dos pederastas jóvenes y brillantes, perfumados como una floristería. Tenían los pies prensiles y se divertían aferrando por los tobillos a aquellos que pasaban para tomar asiento en la fila. En la tercera fila había un hombre enorme, con un sombrero que ocultaba la pantalla a cinco asientos. El hombre dormía y roncaba. Si se lo despertaba, se volvía, miraba fijamente a la cara con dos ojos inyectados en Barbera[2] y soltaba castañazos en la cabeza. En los cinco asientos detrás de su sombrero, desde donde no se veía la pantalla, estaba el contrabandista de cigarrillos encima de una pila de cartones de americanos, con la caja registradora y el hijo que se deslizaba entre las filas como un Sioux y susurraba al oído: “¿Mecheros?”. En la cuarta fila había una puta vestida de rosa, con la cara de Charles Bronson, que lloraba con las noticias, lloraba con la publicidad, lloraba con los avances de las películas y lloraba ininterrumpidamente durante toda la película, con alaridos y sonadas de nariz oceánicas. Cualquier cosa que sucediese en la pantalla desencadenaba en ella una conmoción. Sólo reía cuando veía un ahorcamiento o una película de Totò. Entonces empezaba a reír desde el final de la calle. Reía media hora mirando la cartelera: se meaba de risa sacando la entrada, vaciando el monedero en el vestíbulo, inundaba la taquilla de monedas de cien liras y de preservativos usados. Luego daba una gran palmadita al acomodador y, apenas se sentaba, comenzaba a hacer acrobacias sobre el asiento, riendo con las piernas en el aire, enlazando el cuello de los espectadores de delante, hasta caer rodando entre convulsiones en el fondo de la fila. Su potentísima carcajada impedía entender las ocurrencias de la película: pero si alguien trataba de hacerla callar ella se quitaba la peluca, que era un enredo de cabellos e hilos, grande como un oso, y con ella lo golpeaba hasta aturdirlo. Puesto que, además, se meaba encima, también llevaba detrás un orinal, y en el descanso se podía oír un rumor de cascadita y su voz afanosa que decía: “Oh dios dios dios no puedo más”.

beso

En las filas del fondo había dos amantes, Athos el rey de los carburadores, que llevaba el garaje de enfrente, y la Nella, mujer del hermano de Athos, Anselmo el Arañatechos, porque, según el parecer general, tenía una cornamenta que no cabía en una habitación. Athos y Nella esperaban la escena de amor y apenas la actriz y el actor empezaban en la pantalla a gemir enlazados en un beso, también ellos empezaban a gemir esperando mimetizarse. Pero dado que Clark Gable no habría obtenido nunca el permiso de la censura si hubiera dicho las cosas que se oían en la sala, después de pocos segundos las cabezas de todos se dirigían de la pantalla al fondo, y al final siempre se producía un aplauso clamoroso. La Nella se hundía y Athos, desenvuelto, agradecía con una reverencia.

En el fondo, a la derecha, había dos viejitos con boina, que se presentaban a las ocho y media de la mañana con una olla de cocido, compraban seis sesiones para catorce horas de proyección. Si la película era aburrida, se dormían cabeza con cabeza, despertándose sólo para el documental que a ambos les gustaba muchísimo. El más viejo decía conmovido que ya había visto ciento treinta veces El lago de los castores.

En la fila de la derecha, oculto tras un poste, estaba el Topo Tirador, con un tirachinas y bolitas de pan, judiones en salsa, plomadas de pescador, avellanas y garbanzos fosilizados. Era un pequeñajo de pelo rizado con cara de liebre. El Topo Tirador golpeaba en la oscuridad en cada ángulo de la sala, con absoluta precisión, justo bajo la oreja. Se escuchaba el zing del elástico, luego un golpe seco y una blasfemia. El Topo Tirador tenía como blancos preferidos a los señores calvos y al hombre de los helados. El hombre de los helados daba vueltas con un casco alemán en la cabeza para protegerse. Inútil. Invariablemente, cuando alguno le preguntaba si tenía naranjada, se le escuchaba responder “Demonios”, porque entretanto había llegado el leñazo del Topo Tirador. Una vez el hombre de los helados perdió la paciencia porque el Topo Tirador, en el mismo día, le había marcado un ojo con un cojinete de bolas y con un plomazo le había decapitado un almendrado que estaba a punto de entregar. Entonces tiró por el aire la caja y persiguió al Topo Tirador entre las filas para asesinarlo, pero accidentalmente le pisó un pie al hombre del sombrero que lo puso bajo los cuidados del Sant’Orsola[3] durante cuarenta días salvo complicaciones. El día que volvió, el hombre de los helados pidió ser trasladado al gallinero. Fue un acto valiente: durante varios años ninguna persona sensata había puesto el pie en el gallinero del Sagitario. Era como el valle maldito de las películas, cuando el porteador negro dice: “Zambo no ir más con tú. Zambo miedo. Si buana ir, buana morir. Valle lleno espíritus malignos. Zambo da vuelta” y se va trotando por la jungla. Así, si uno pedía una entrada de gallinero, la taquillera ponía los ojos en blanco y decía: “No vaya, no se lo aconsejo señor”. Una vez un poli se obstinó en subir, y desapareció en la nada al final de la primera parte. Sólo encontraron el sombrero en los servicios. Nosotros conocíamos el gallinero maldito sólo a través de los escupitajos que llovían sobre la última fila de la platea, en la cual, de hecho, sólo se iba con paraguas. De vez en cuando se oían gritos y risas, caían objetos extraños, como corsés de mujer, zapatos y repollos, y refulgían las llamas de un incendio. Total, que el hombre de los helados se aventuró en el gallinero una mañana, perforando una nube de humo, armado de cuchillo y pistola. Apenas estuvo arriba, lo oímos gritar “Heladoooos”, y enseguida cayó volando con una judía gigante en medio de la frente. Entonces el hombre de los helados tiró la caja y se enroló en la Marina.

godzilla1

Recuerdo que aquel día con Mulone había poca gente en la platea. Se expandió el rumor de una pelea en los retretes, y todos fueron a ver. Se apagaron las luces y salió el león de la Metro, que rugió y fue de pronto ensombrecido por un eructo bestial desde el fondo de la sala. Apareció el avance de Godzilla. Godzilla era uno de los preferidos en el Sagitario, y fue saludado con un estallido de aplausos. Se presentó con un trozo de Torre Eiffel entre los dientes y una voz gritó: “¡La mano delante de la boca!”. Luego se cortó el sonido y se paró la película. El operador surgió de la cabina, se fue y regresó un minuto después con una botella de vino, gritando: “¿Preparadooos?”. Se reanudó la sesión con un fragmento de documental sobre la necrópolis etrusca de Tarquinia, pero tres personas se levantaron, entraron en la cabina de proyección y lo disuadieron de continuar. Fue así como empezó Cheng, la furia del Oriente.


[1] ENAL: Ente Nazionale Assistenza Lavoratori, organización sindical dedicada a mejora el ocio y la cultura de los trabajadores.
[2] Barbera: Vino tinto piamontés.
[3] Sant’Orsola es un hospital de Bolonia.

24 de abril de 2012

La procreadora

THE BREEDER
Cuento incluido en Little Tales of Misogyny
PATRICIA HIGHSMITH

embarazos

Para Elaine el matrimonio significaba niños. Por supuesto, el matrimonio significaba un montón de cosas más, como crear un hogar, ser un apoyo moral para su marido, alegre compañía, todo eso. Pero sobre todo niños... para eso servía el matrimonio, de eso trataba la cosa.

Elaine, cuando se casó con Douglas, trató de convertirse en la criatura que había soñado, y en cuatro meses lo había conseguido con bastante acierto. Su casa centelleaba limpia y encantadora, sus fiestas eran un éxito, y Douglas obtuvo un pequeño ascenso en su empresa, Seguros Atenas S.A. Sólo faltaba una cosa: Elaine todavía no estaba embarazada. Una consulta al médico pronto arregló el problema, algo que no había funcionado bien, pero después de otros tres meses todavía no había concebido. ¿Podría ser problema de Douglas? A regañadientes, con cierta timidez, Douglas visitó al médico y fue declarado sano. ¿Qué podría estar fallando? Hicieron pruebas más detenidas, y se descubrió que el huevo fertilizado (al menos un huevo fue de hecho fertilizado) había viajado hacia arriba en vez de hacia abajo, en una aparente desafío a la gravedad, y en vez de desarrollarse en alguna parte, simplemente se había desvanecido.

— Debería levantarse de la cama y ponerse cabeza abajo — dijo un bromista en la oficina de Douglas, tras tomar un par de copas en un almuerzo.

Douglas sonrió educadamente. Pero igual tenía algo de razón. ¿No había dicho el médico algo por el estilo? Esa noche Douglas sugirió a Elaine hacer el pino.

Sobre medianoche, Elaine saltó de la cama y se mantuvo cabeza abajo, con los pies contra la pared. Su cara se puso rosa brillante. Douglas se alarmó, pero Elaine aguantó espartana, desplomándose finalmente sobre el suelo, en una masa sonrosada, después de casi diez minutos.

Su primer hijo, Edward, nació así. Edward puso a rodar la maquinaria, y en algo menos de un año llegaron gemelos, dos niñas. Los padres de Elaine y Douglas estaban encantados. Convertirse en abuelos fue una alegría tan grande como ser padres, y las dos parejas de abuelos organizaron fiestas. Douglas y Elaine eran sólo unos chiquillos, así que los abuelos se alegraron de que sus apellidos fueran a tener continuidad. Elaine no tuvo que ponerse bocabajo nunca más, y diez meses después nació un segundo hijo, Peter. Luego llegó Philip, luego Madeleine.

Eran ya seis niños pequeños en la casa, y Elaine y Douglas tuvieron que mudarse a un apartamento algo mayor, con una habitación más. Se mudaron con prisas, sin advertir que su casero odiaba profundamente a los niños (le mintieron y le dijeron que tenían cuatro), especialmente a los pequeños que berrean por las noches. A los seis meses les pidió que se marcharan… siendo entonces bastante obvio que Elaine iba a tener pronto otro niño. Por entonces Douglas estaba un poco justo de dinero, pero sus padres le dieron 2000 euros y los padres de Elaine se presentaron con 3000 euros, y Douglas dio la entrada de una casa a quince minutos en coche de su trabajo.

— Estoy contento de tener una casa, querida —le dijo a Elaine—. Pero me temo que tendremos que controlar los gastos si queremos pagar la hipoteca. Creo que, al menos por un tiempo, tendríamos que dejar de tener niños. Después de todo, siete…— había llegado el Pequeño Thomas.

Antes Elaine le había dicho que la planificación de la familia dependía de ella, y no de él.

— Lo entiendo, Douglas, tienes toda la razón.

Ay, Elaine reveló un día nublado de invierno que estaba de nuevo embarazada.

— No me lo esperaba. Me estoy tomando la píldora, tú lo sabes.

En realidad Douglas suponía que era así. Se quedó sin habla durante unos instantes. ¿Cómo se las arreglarían? Hacía tiempo que se notaba que Elaine estaba embarazada, aunque llevaba días convenciéndose de que sólo lo imaginaba a causa de su ansiedad. Sus padres ya repartían regalos de cincuenta y cien dólares en los cumpleaños ―con nueve cumpleaños en la familia, éstos eran bastante frecuentes―, y sabía que no podrían contribuir mucho más. Era asombroso sólo lo que costaban los zapatos para siete chiquillos.

No obstante, cuando Douglas vio la beatífica, la alegre sonrisa en la cara de Elaine, echada entre almohadas en el hospital, con un niño en sus brazos y una niña en la otra, no pudo arrepentirse de estos nacimientos, que ya llegaban a nueve.

Pero se habían casado hacía algo más que siete años. Si esto se mantenía…

Una mujer de su círculo social observó en una fiesta:

— ¡Oh, Elaine se queda preñada cada vez que Douglas la mira!.

A Douglas no le divirtió el implícito tributo a su virilidad.

— ¡Entonces deberían hacer el amor con las luces apagadas!— respondió el bromista—. ¡Ja, ja, ja! ¡Es fácil de comprobar que la única razón es que Douglas la mira!.

— ¡Esta noche ni una sola miradita a Elaine, Douglas! —gritó otro, y hubo un vendaval de risas.

Elaine sonrío con gracia. Imaginaba, qué digo, estaba segura de que las mujeres la envidiaban. Las mujeres con un niño sólo, o sin niños, eran en opinión de Elaine vainas de guisantes desecadas. Vainas de guisantes inmaduras.

Las cosas empeoraban por momentos a ojos de Douglas. Hubo un intervalo de seis meses completos en los que Elaine estuvo tomando la píldora y no se quedó embarazada, pero de pronto se quedó.

— No puedo entenderlo— le dijo a Douglas y también a su médico. Elaine realmente no podía entenderlo, porque había olvidado que había olvidado acordarse de la píldora… un fenómeno con el que su médico se había tropezado antes.

El médico no hizo comentarios. Sus labios estaban éticamente sellados.

conejos y pollitosComo en venganza por la ausencia temporal de fecundidad de Elaine, por su intento de tapar el cuerno natural de la abundancia, la naturaleza le endosó quintillizos. Douglas ni siquiera pudo acudir al hospital, y se metió en cama durante cuarenta y ocho horas. Entonces tuvo una idea: telefonearía a algunos periódicos, les pediría un dinerillo por las entrevistas y por algunas fotografías que también podrían tomar de los quintillizos. LO intentó con todo el dolor de su corazón, ya que esta forma de explotación iba contra sus principios. Pero los periódicos no picaron. Dijeron que mucha gente tenía quintillizos en aquellos tiempos. Los sextillizos sí podían interesarles, pero los quintillizos no. Tomarían alguna foto, pero no pagarían nada. La fotografía sólo consiguió que les enviaran información de organizaciones de Planificación Familiar y desagradables, groseras e insultantes cartas de ciudadanos privados que le decía a Douglas y Elaine cuánto estaban contribuyendo a la contaminación. Los periódicos habían mencionado que sus niños ya eran catorce, después de aproximadamente ocho años de matrimonio.

Puesto que la píldora no parecía funcionar, Douglas propuso hacerse algo. Elaine se opuso completamente.

— ¡Pero las cosas no serán ya lo mismo! —gritó.

— Cariño, todo será igual. Sólo que…

Elaine lo interrumpió. No llegaron a ningún acuerdo.

Tuvieron que mudarse de nuevo. La casa era bastante grande para dos adultos y catorce niños, pero los gastos añadidos de los quintillizos hicieron imposible pagar la hipoteca. Así que Douglas, Elaine y Edward, Susan y Sarah, Peter, Thomas, Philip y Madeleine, los gemelos Ursula y Paul, y los  quintillizos Louise, Pamela, Helen, Samantha y Brigid se mudaron a una casa de vecinos en la ciudad… una casa de vecinos tenía una serie de condiciones legales para cualquier estructura que albergara más de dos familias, pero en lenguaje coloquial una casa de vecinos era una pocilga, como ésta. Ahora estaban rodeados de familias que tenían casi los mismos niños que ellos. Douglas se llevaba a veces papeles de la oficina a casa, se tapaba los oídos con algodones y pensaba que se volvería loco.

— No habrá peligro de que me vuelva loco si ya creo que estoy loco —se decía a sí mismo, y trataba de alegrarse. Después de todo, Elaine estaba otra vez tomando la píldora.

Pero se volvió a quedar embarazada. A estas alturas, los abuelos ya no se sentían tan encantados. Estaba claro que el número de retoños había disminuido la calidad de vida de Douglas y Elaine… la última cosa que los abuelos hubieran deseado. Douglas vivía con un ardiente resentimiento hacia el destino, y con el desesperado anhelo de que algo, algo desconocido y quizás imposible pudiera ocurrir, mientras veía a Elaine engordar día a día. ¿Serían otra vez quintillizos? ¿Incluso sextillizos? Terrorífico pensamiento. ¿Qué pasaba con la píldora? ¿Era Elaine alguna excepción en las leyes de la química? Douglas dio vueltas en su cabeza a la ambigua respuesta que el médico dio a la pregunta que le hizo al respecto. El médico había sido tan vago, y Douglas había olvidado no sólo las palabras del médico, sino incluso el sentido de lo que dijo. De todas formas, ¿quién podía pensar con todo aquel ruido? Enanos con pañales tocaban pequeños xilófonos y soplaban una variedad de bocinas y silbatos. Edward y Peter reñían sobre quién se montaría primero en el caballito mecedor. Todas las niñas estallaban en llanto por nada, esperando obtener la atención de su madre y el apoyo a sus causas. Philip era propenso a los cólicos. Todos los quintillizos estaban echando los dientes a la vez.

Esta vez fueron trillizos. ¡Increíble! Tres habitaciones del apartamento sólo tenían dentro cunas, más una cama individual en cada una de ellas, en las que dormían al menos dos niños. Con sólo que sus edades variasen un poco más, pensó Douglas, sería en cierto modo más tolerable, pero la mayoría de ellos todavía gateaban por el suelo, y al abrir la puerta principal se diría que uno entraba por error en una guardería. Pero no. Todos los diecisiete eran tarea suya. Los nuevos trillizos colgaban en un ingenioso parque suspendido, porque no había espacio en el suelo para ellos. Los alimentaban y les cambiaban sus pañales a través de los barrotes del parque, lo que hizo pensar a Douglas en un zoo.

Los fines de semana eran un infierno. Sus amigos ya no aceptaban sus invitaciones. ¿Y quién podía culparlos? Elaine tenía que pedirles a los invitados que estuvieran muy quietos, e incluso así, algo despertaba siempre a uno de los pequeños sobre las nueve de la noche, y entonces el lote entero empezaba a aullar, incluso los de siete y ocho años, que querían unirse a la fiesta. Así, su vida social llegó a ser cero, lo que no dejaba de estar bien, porque no tenían dinero para entretenimientos.

— Pero yo me siento realizada, querido —dijo Elaine una tarde de domingo, posando una tranquilizadora mano sobre la frente de Douglas, mientras él se sentaba enfrascado en papeles de la oficina.

Douglas, transpirando por los nervios, trabajaba en un pequeño rincón de lo que llamaban su salón. Elaine estaba a medio vestir, su estado habitual, porque en el acto de vestirse siempre había un niño que la interrumpía pidiendo algo, y además Elaine estaba amamantando aún a los recién llegados. De pronto, algo se rompió en Douglas, y se levantó y se encaminó al teléfono más cercano. Él y Elaine no tenían teléfono, y también tuvieron que vender su coche.

Douglas telefoneó a una clínica y preguntó por la vasectomía. Le dijeron que había una lista de espera de cuatro meses si quería la operación sin cargos. Douglas dijo que sí y dio su nombre. Entretanto, la castidad estuvo a la orden del día. Nada de apuros. ¡Dios santo! ¡Ya eran diecisiete! Douglas inclinó la cabeza en la oficina. Incluso los chistes se habían hecho reiterativos. Sintió que la gente sentía pena de él, y que evitaban el tema niños. Sólo Elaine era feliz. Parecía estar en otro mundo. Incluso comenzó a hablar como los niños. Douglas contaba los días hasta la operación. No iba a decirle nada a Elaine sobre ello, simplemente se la haría. Llamó una semana ante de la fecha para confirmarla, y le dijeron que tendría que esperar otros tres meses, porque la persona que le había dado cita se había equivocado.

Douglas colgó el teléfono con un golpe. No era la abstinencia el problema, sino la maldita fatalidad, sólo el fastidio de esperar otros tres meses. Tenía un miedo enfermizo de que Elaine pudiera queda embarazada una vez más pero por sus propios medios.

Ocurrió que lo primero que vio al entrar en el apartamento aquella tarde fue a la pequeña Ursula andando como un pato por aquí y por allá con sus calzones elásticos, empujando diligentemente un carrito en miniatura en el que estaba sentada una pequeña réplica de ella misma.

¡Mira qué bien! —gritó Douglas dirigiéndose a nadie—. ¡Ya es madre y apenas puede andar!

Sacó bruscamente la muñeca del carro de juguete y la arrojó por una ventana.

— ¡Doug! ¿Qué te pasa?

Elaine se le acercó con rapidez y un pecho fuera, con el pequeño Charles adherido a él como una lamprea.

Douglas incrustó un pie en el lateral de una cuna, y luego agarró el caballito balancín y lo estampó contra la pared. De una patada, levantó por los aires la casita de una muñeca, y cuando cayó se derrumbó con un estrépito.

— ¡Mamiii… mamiiii!

— ¡Papi!

— Uuuuuu… uuuu.

— ¡Bu-huuu-uu-uu-huu-uu! ―de media docena de gargantas.

Entonces el casero montó un jaleo con quince niños al menos gritando, más Elaine. El objetivo de Douglas eran los juguetes. Pelotas de todos los tamaños salieron a través de los cristales de las ventanas, seguidas de trompetas de plástico y pequeños pianos, coches y teléfonos, luego ositos de peluche, sonajeros, pistolas, espadas de goma y cerbatanas, chupadores y rompecabezas. Exprimió dos biberones preparados y rió con ojos de lunático mientras la leche salía a chorros de las tetinas. La expresión de Elaine cambió de la sorpresa al horror. Se asomó por una ventana rota y gritó.

crazy man

A Douglas tuvieron que arrastrarlo lejos de un set de construcción Erector, al que estaba golpeando con la pesada base de un payaso tentetieso. Un médico le dio un golpe en el cuello que lo tumbó. Lo siguiente que Douglas supo fue que estaba en una celda acolchada quién sabe dónde. Pidió la vasectomía. En vez de eso, le trajeron una aguja. Cuando despertó, volvió a pedir la vasectomía. Su deseo fue satisfecho ese mismo día.

Entonces se sintió mejor, más tranquilo. Sin embargo, estaba lo suficientemente cuerdo como para advertir que, por así decirlo, había perdido la cabeza. Se daba cuenta de que no quería volver a trabajar, que no quería hacer nada. No quería ver a ninguno de sus amigos, a los que, de todas formas, sentía que había perdido. Especialmente, no quería seguir viviendo. Débilmente, recordó que tenía una alegre descendencia, por haber procreado diecisiete niños en bastante menos años. ¿O eran diecinueve? ¿O veintiocho? Había perdido la cuenta.

Elaine vino a verlo. ¿Estaba de nuevo embarazada? No. Imposible. Era sólo que estaba tan acostumbrado a verla embarazada. Parecía distante. Se sentía realizada, recordó Douglas.

— Haz el pino de nuevo. Ponlo todo boca abajo —dijo Douglas con una estúpida sonrisa.

— Está loco —le dijo Elaine al médico, y pausadamente se dio la vuelta y se marchó.

6 de enero de 2012

Bar Sport (XIII)

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Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

El Gran Pozzi

Aquel año el gran Pozzi había ganado casi todo; en definitiva, no tenía adversarios. Algunas veces pedaleaba con una pierna sola; otras, para divertirse, saltaba del sillín, se escondía detrás de un árbol, cuando pasaba Bartoli saltaba sobre la rueda de atrás y se hacía llevar durante muchos kilómetros, después echaba a Bartoli de la bicicleta y llegaba solo a la meta. Venció la vuelta a Italia, a Francia, a Bélgica, a España, la Milán-Leningrado, la vuelta a los Vosgos y otras chucherías. Hasta que un día se enteró de que había una vuelta a Alemania, y se inscribió.

En la vuelta a Alemania estaba también el famoso Girardoux. Medía más de dos metros, con un culo enorme, tanto que en lugar del sillín llevaba un sillón de barbero. Estaba completamente calvo, a excepción de una espesa mata de pelo roja que llevaba entrenzada y atada con alambre de espino. Tenía también unos bigotes tiesos, horizontales, durísimos y prensiles, con los cuales ensartaba y se metía en la boca la comida mientras corría. Comía una sopa típica de su región, Artois[1], a base de metano y capón hervido, y se tiraba unos eructos espantosos hacia atrás haciendo caer a quien lo seguía. Tenía también dos pies enormes; siempre que iba a atacar se inflaban y emitían un siniestro sonido de carillón. Entonces Girardoux enarcaba la espalda y con cuatro pedaladas desaparecía en las curvas: su potencia era tal que a menudo debía frenar en la subida para no salir de la carretera. El coche del equipo, que era un Bouillabaisse Balboux, o algo parecido, no conseguía nunca ir detrás de él. De esta manera, cuando pinchaba, Girardoux daba un golpe de riñones y seguía sólo sobre la rueda de atrás. Una vez pinchó las dos ruedas y venció igualmente saltando sobre el eje como un cangurito.

Cuando Pozzi supo que estaba también Girardoux, dijo una frase histórica: “Ahora se verá”, después cogió un inflador y le hizo un nudo. Cuando Girardoux lo supo, dijo: “¿Ah, sí?”, y cogió un inflador e hizo tres nudos. Entonces Pozzi dijo: “¿Esas tenemos, eh?”, cogió dos infladores e hizo una parrilla. Entonces Girardoux dijo: ¿Esas tenemos, uh?”, cogió cuatro infladores e hizo un retrato de perfil de D’Annunzio, a decir verdad poco parecido. Entonces Pozzi cogió al mecánico de Girardoux e hizo de él un inflador. Entonces Girardoux cogió al mecánico de Pozzi, que en cambio era muy listillo y no solo ni le tocó un pelo, sino que consiguió venderle por tres millones una casa decrépita en Milano Marítima. Los periódicos montaron rápido el asunto, y pronto alguien habló de rivalidad.

02 Mota y los spaguetti

La espera del encuentro resultó frenética. Pozzi cogió para su equipo, el Zamponi, dos gregarios fortísimos, los hermanos Panozzo, que además de pedalear fortísimo eran excelentes porteadores de agua. Incluso, uno de los dos sabía hacer cócteles estupendos, y el otro era famoso porque una vez, en el Stelvio[2], había preparado una carbonara para ocho compañeros de fuga sin dejar de pedalear. Después estaba un tal Zuffoli, licenciado en medicina, que hacía masajes y operaba de apendicitis sin bajar de la bicicleta, y además había inventado una “bomba” formidable, de la que, no obstante, desconocía los efectos colaterales. De hecho, durante una etapa llana comenzó a cubrirse de espinas y fue abatido a disparos mientras intentaba comerse a un locutor belga. En el equipo estaba también Sambovazzi, el que lanzaba las escapadas y ladrillos a la cabeza de los que se adelantaban. Después estaba Bonignon, que era un véneto muy bueno cuyo cometido era rezar. Después estaba Frosio, que tenía una voz bellísima y en las etapas de montaña, cuando los españoles se fugaban, emitía agudos provocando ruinosas avalanchas. Fue uno de los mejores gregarios, hasta que los españoles empezaron a aficionarse a los termos de los San Bernardo.

Girardoux tenía también él un equipo excelente: todos los ciclistas medían dos metros y tenían bigote, para entrenarse hacían carreras con el ascensor del Hotel Viena de Berlín, donde estaban alojados en el último piso, en los apartamentos reales, y causaban buena impresión entrando los doce en bicicleta y frac a través de la escalinata del comedor Toscanowsky.

Girardoux era un atleta muy diferente a Pozzi. Pozzi no bebía y no fumaba, Girardoux fumaba noventa cigarros al día y bebía como una alcantarilla. Pozzi era moderado y se iba a la cama cada noche a las nueve. Girardoux tenía seis amantes, una española, dos hermanas rusas, una cubana, una peruana y una gitana guapísima que había raptado durante una contrarreloj en Hungría. Se iba siempre a la cama después de las tres, y se presentaba por la mañana en la etapa con llamativos ropajes de seda color naranja y lila, bebiendo pernod. A veces dormitaba una horita en los primeros kilómetros, en una hamaca extendida entre las bicicletas de dos gregarios. Algunas veces salía solo al mediodía y después de diez minutos estaba ya con el grupo. Pozzi era modesto y sencillo; Girardoux sabía tocar ocho instrumentos, sabía escribir a máquina y hacer el sonido del erizo sorprendido robando. Pero los dos tenían un físico y una fuerza tremendos: Pozzi podía estar dos días sin respirar e hinchar un Zeppelin sin perder el aliento. El corazón de Girardoux latía tres veces al día, al mediodía, a las seis y a las nueve, y los pulmones tenían una capacidad de hasta ocho mil litros.

El día de la salida, en Berlín, había más de tres millones de personas. El káiser en persona fue al control, entró en el vestuario del equipo italiano, quiso ver la bicicleta de Pozzi y se quedó con un dedo entre los radios. Después fue al vestuario francés y habló media hora en alemán con Girardoux que, sin embargo, hablaba sólo francés y dijo cosas sin importancia.

Cuando Pozzi y Girardoux se vieron en la línea de meta, en principio se ignoraron. Después Pozzi inspiró profundamente y desde una distancia de veinticinco metros sopló e hizo volar el gorrito de Girardoux hasta la tribuna de honor. Entonces Girardoux sopló a su vez y tiró a Borzignon, a dos mecánicos y al coche del Zamponi contra el muro de una casa a doscientos metros. Rápidamente acudieron los soldados que metieron dos tapones de damajuana en la boca de los rivales que se enfrentaban amenazadoramente.

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A las nueve, se dio la salida. La primera etapa llevaba de Berlín a Viena a través de los Cárpatos, con una distancia de mil doscientos ocho kilómetros. En efecto, teniendo en cuenta que estaban Pozzi y Girardoux, los organizadores habían programado una vuelta tremenda y llena de peligros. Nada más sonar el disparo de salida, Pozzi esprintó y Girardoux se le pegó detrás, limpiándose la nariz en el dorso de la camiseta del italiano para provocarlo.

En las puertas de Berlín llevaban ya nueve minutos y treinta segundos sobre el pelotón, guiado por el alemán Krupfen que corría vestido de vikingo. Cerca de Frankfurt, Pozzi y Girardoux encontraron un paso a nivel cerrado, pero lo rompieron y siguieron adelante. Poco después los alcanzó Krupfen, que fue embestido por el Milano-Brennero y terminó en un vagón de emigrantes italianos, donde conoció a una napolitana con la que se casó y con la que montó una pizzería típica en Hamburgo. En el pelotón, italianos y franceses comenzaron enseguida a liarse a bofetadas, en Dusseldorf Pozzi ganó la meta volante. Los dos atacaron en los Cárpatos: Girardoux metió un 54 x 452, es decir, un cambio con el que hacía doscientos metros cada pedalada; Pozzi metió a su vez un 56 x 462, con el que avanzaba doscientos cincuenta metros de golpe. Girardoux puso un 0’8 a la francesa, por lo que cada pedalada equivalía a una vuelta turística completa a Pigalle. Pozzi metió un 48 uniforme, es decir un motorcito de la Morini.

A una altura de 3450 metros comenzó a nevar, y dos rayos golpearon el manillar de Pozzi, que se fundió. Pozzi siguió sin manos, pero Girardoux lo aventajó pronto en seis segundos. A 5800 metros la carretera se desmoronó, pero el francés sin dudar se encaramó al glaciar. A 7000 metros había seis metros de nieve, pero Girardoux continuó subiendo aunque el frío fuera ya insoportable. Pozzi despedazó dos zorros y se hizo un tres cuartos y un gorro peludo, pero cuando estaba punto de alcanzar al rival se precipitó en una grieta llena de vasos de papel y servilletas de picnic usadas.

Giradoux, riendo burlonamente, llegó a la cima de la montaña y se lanzó hacia abajo con la bicicleta desde ocho mil metros, llegando ligero como una pluma sobre la punta del pie. Pero en la ebriedad del triunfo se había equivocado y se había lanzado hacia abajo por la vertiente rusa en vez de por la búlgara, y por tanto tuvo que volver arriba y rehacer toda la vuelta. Mientras tanto llegó Borzignon y se encontró a Pozzi que, enloquecido, se lanzaba pedaleando contra las paredes de la grieta; Borzignon se rasgó la camiseta, hizo una cuerda con ella y sacó a Pozzi. Pozzi y Girardoux se encontraron en la cima y se lanzaron juntos: pero Girardoux era más pesado y ganó por un segundo. Borzignon llegó tercero en calzoncillos. Cuarto debía llegar el francés Pellier, que sin embargo equivocó el salto y se estampó sobre el techo de un funicular. A tres horas y veintiséis minutos llegó una avalancha de nieve: dentro estaba el pelotón con cuarenta y tres corredores, un oso y tres monitores de esquí.

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Aquella noche en el clan francés hubo una gran fiesta, y Girardoux ofreció champán a todos. Los periódicos franceses sacaron ediciones extraordinarias y Girardoux fue llamado “La bestia humana”, “La cabra montesa del Artois”, “El rayo de la montaña”, “La excavadora transalpina” “El gran ánade de los Pirineos”. Pozzi, en cambio, se fue a la cama sin lavarse los dientes, meditando furioso la venganza.

La mañana siguiente fue la segunda etapa, llamada “la diagonalona”, seis mil trescientos kilómetros de autopista de Lisboa a Leningrado. El pelotón se mantuvo compacto hasta los mil trescientos kilómetros: después, en el área de servicio Pavesi, Borzignon pidió adelantarse un poco para saludar a los suyos en Cattolica. Pozzi y Girardoux dieron el permiso y Borzignon partió como un obseso. Pocos minutos después en el pelotón comenzó a circular el rumor de que Borzignon era de Pordenone. Pozzi gritó: “¡Traidor!” y se lanzó en su persecución. Borzignon llevaba ya dos horas y media de ventaja, pero en pocas pedaladas fue alcanzado: lo amonestaron y le zurraron.

Entonces Girardoux empezó a hacer una carrera táctica. Dijo: “Bah, voy a dar una vueltecita”, y salió en Rimini norte. Pozzi, preocupadísimo, lo siguió muy de cerca. Girardoux, tranquilísimo, compró un helado y se puso a caminar por el paseo marítimo. Pozzi y tres gregarios lo siguieron pedaleando por la playa. Después Girardoux se metió en el mar en un patín acuático. En el clan italiano todos estaban muy preocupados por la maniobra del francés. Girardoux echó seis partidas en el flipper, compró algunas postales y fue a ver a los delfines. Uno de los Panozzo lo siguió arrastrándose por el borde de la piscina, un delfín saltó y le dio un mordisco. A las ocho y media de la tarde el pelotón estaba a setecientos kilómetros de distancia, pero Giradoux no daba señales de impaciencia. Pozzi en cambio estaba nerviosísimo y de vez en cuando resoplaba provocando grandes remolinos en la carretera. A las diez Girardoux se presentó en el Mogambo e invitó a bailar a una alemana. Pozzi, escondido detrás de una palmera, lo vigilaba. Bailaron un buen rato, después Girardoux intentó estrujarla y se llevó un guantazo. Entonces invitó a otra alemana. Bailaron hasta medianoche. El pelotón mientras tanto estaba a treinta kilómetros de la meta. A las doce y media Girardoux y la alemana empezaron a hacerse carantoñas y Borzignon gimió excitadísimo. A la una salieron los dos tiernamente abrazados y se dirigieron hacia el hotel Mareverde. Pozzi los siguió y los vio entrar en la habitación mientras en Lisboa el pelotón entraba en la recta de llegada. Girardoux se quitó la camiseta y el gorrito: después, mientras la alemana iba al baño, se quitó los pantalones: miró un momento alrededor y raudo extrajo una bicicleta del bolsillo y salió como un rayo por la ventana. Pozzi gritó “¡Maldito!”, y se lanzó en su persecución.

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En pocos segundos, cabeza con cabeza, recorrieron los ochocientos kilómetros de autopista dejando detrás de sí un silbido agudísimo y un fuerte olor a pólvora, y cayeron sobre el pelotón a doscientos metros de la llegada. En este momento, el gran esfuerzo y el helado riminés produjeron en el estómago de Girardoux una imprevista reacción química; de la boca del francés salió una columna de humo treinta y nueve metros de alta con aroma de pistacho, y él palideció y se paró a vomitar a dos metros de la meta: Pozzi ganó con dos segundos de ventaja, y ganó la malla rosa. Girardoux se derrumbó del dolor atravesando la meta con la lengua, que se había hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un colchón.

Aquella noche, en el clan italiano hubo una gran fiesta, y Pozzi ofreció champán a todos. Salieron ediciones especiales de los periódicos franceses y Pozzi fue llamado “El águila de la llanura”, “El halcón de los peajes”, “El ángel de las autopistas” y “La experta pantera”. En el clan francés hubo cuatro suicidios y dos casos de gripe asiática. El viejo mecánico Rougeon, de ochenta y siete años, que con ochenta y dos montaba las bicicletas del equipo transalpino, se acercó a Girardoux con el rostro cansado y rugoso surcado por gruesas lágrimas, y con voz trémula por la conmoción le puso la mano en el hombro, dijo “Oh, Giru”, y le hurgó con un destornillador multiusos entre los ojos.

El viejo jefe Biroux reunió a su equipo y se estudió un plan diabólico para la noche. Se sabía que Pozzi era muy moderado, pero que por lo bajini le gustaban muchísimo dos cosas: las mujeres estrábicas y los rusticanos[3] amargos. Durante la noche mandarían a la habitación de Pozzi a una bailarina del Folies Bergères, la famosa Isabel la Estrábica, con un cesto de rusticanos. Sin duda Pozzi sería derrotado por el amor y por un cólico. Por supuesto el plan fue aprobado. Se llamó a Isabel la Estrábica, que era una hermosísima mujer de cabellos rojos, hija de una gitana polaca y del encargado de un concesionario Alfa Romeo de Mâcon. Era tan estrábica que la bolita negra del ojo derecho se había puesto en el globo izquierdo, y viceversa, de tal forma que tenía los ojos perfectamente normales. Pero Pozzi, que era un entendido, ciertamente no se dejaría engañar por las apariencias. Isabel acudió ante el jefe, hizo una bellísima danza gitana y preguntó qué se quería de ella. El jefe se lo explicó e Isabel dijo que lo haría de buen grado por Francia y por seis millones. Al decir esto, pasó la bolita negra del derecho al izquierdo y viceversa. De hecho cuando hablaba de dinero le sucedían a menudo estos fenómenos extraños. Alguna vez las dos pupilas acababan en el mismo ojo y en el otro no quedaba más que el blanco, o aparecía un anuncio de soda Perrier.

El gregario Barzac fue a robar un cesto de rusticanos amarguísimos a un campesino que lo llenó de perdigonazos de sal. Isabel se fue, vestida de campesina y con el cestito, y Girardoux, satisfecho, volvió a su habitación .

Pero, sorpresa de las sorpresas, el clan italiano no se había quedado mano sobre mano, y en su habitación, Girardoux encontró una negra con la cabeza en forma de pera y un cesto de bombolonis[4], las dos únicas cosas a las que no sabía resistirse. Y enseguida se lanzó a una orgía desenfrenada. Los compañeros oyeron un ruido infernal proveniente de la habitación del campeón, pero pensaron que era un ataque de pavor nocturno, que sufría habitualmente, y se durmieron.

Mientras tanto Isabel se personó delante de la habitación de Pozzi, donde estaban de guardia Borzignon y Panozzo, y los derribó con dos golpes de kung-fu, en el que era experta. A continuación, se presentó en toda su belleza a Pozzi, que estaba durmiendo abrazado a un osito de trapo de dos metros, que era su juguete preferido desde la más tierna infancia. Pozzi se despertó y sus ojos tuvieron un resplandor: se abalanzó sobre los rusticanos y sólo seis horas después, saciado, se abandonó sobre la cama fumando un cigarrillo.

A la mañana siguiente Girardoux se presentó en la salida cubierto de crema hasta la cabeza, y con la nariz completamente obturada por el azúcar. Pozzi en cambio fue atado a la bicicleta con cuatro tirantes porque no se tenía en pie a causa de los dolores de barriga. La etapa era de tres mil kilómetros, e incluía entre otras cosas la Maiella[5] , los Andes, el Mac Kinley[6], el glacial de Jungfrau[7], la travesía del Gobi[8] y un examen de cultura general.

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Pozzi y Girardoux, a los mil kilómetros, llevaban seis días de desventaja: a los dos mil un mes y medio. Borzignon llegó a Nueva York el primero, saludado por diez millones de personas entusiastas, ganó la etapa y la vuelta.

Pozzi y Girardoux no llegaron aquel año, ni el siguiente. Al tercer año el encargado del cronómetro dijo: “Voy a decir en casa que voy a tardar”, y desapareció. Los periódicos hablaron de ello un poco. Alguno decía que los dos se habían equivocado de carretera y se habían caído por un barranco cerca de Moscú. Otros, en cambio, que habían montado una discoteca en las montañas de los Abruzzos y se habían arruinado. Otros dijeron que Pozzi había huido a América y vivía en las alcantarillas donde había fundado una secta secreta vudú, y dos portorriqueños aseguraron que lo habían visto aparecer, envejecido y con una larga barba, en un váter de Manhattan. Girardoux en cambio había cambiado de sexo en Casablanca y se había convertido en una santa. Después de algunos años, sin embargo, nadie se acordó más de ellos.

Sólo el viejo mecánico de Girardoux, Rougeon, esperó sentado en el borde de la carretera otros nueve años a su pupilo con el destornillador multiusos en mano, admirable ejemplo de fidelidad. Hace diez años, en aquel lugar de la carretera se construyó un edificio residencial de nueve pisos. Después de muchas consultas, se decidió dejar a Rougeon en su sitio, y de hecho, hasta hace tres años, quien quería ver al mecánico de Girardoux, podía ir a la planta baja del edificio donde, protegidos por un panel de vidrio, había tres metros cuadrados de la vieja carretera y Rougeon sentado encima de un pequeño pilar. Hasta que, hace tres años, una mañana a las 8’30 Rougeon dijo: “Bueno, esto ya me está tocando las pelotas”, se levantó y se fue. Nada más salir del edificio acabó debajo de un autobús. Tenía ciento catorce años.

Ya no hay hombres así. Y tampoco como Pozzi y Girardoux. Dios sabe donde están.

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[1] Región del norte de Francia.
[2] Valle que divide los Alpes occidentales de los meridionales.
[3] Rábanos
[4] Especie de buñuelos.
[5] Parque Nacional de los Abruzzos.
[6] Pico más alto de los EEUU con 6194 m sobre el nivel del mar.
[7] Pico más alto del macizo montañoso que lleva su nombre. Suiza
[8] Desierto situado entre Mongolia y China.