"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

* *

20 de diciembre de 2010

La evangelista

THE EVANGELIST
Cuento incluido en Little Tales of Misogyny
PATRICIA HIGHSMITH

Dios vino tarde a Diana Redfern… pero vino. Diana tenía cuarenta y dos años cuando, caminando por su calle encharcada sobre la que caían gotitas desde los olmos, por la lluvia que muy poco antes había cesado, experimentó un cambio… una revelación. Esta revelación afectó a su mente, a su cuerpo y también a su alma. Notó la presencia de la naturaleza y de un Dios todopoderoso penetrando en ella. En ese mismo instante el sol, que había estado tratando de salir entre las nubes, se derramó sobre su rostro y su cuerpo y sobre la toda la calle, que se llamaba la calle del Olmo.

Diana permaneció quieta, con los brazos abiertos, y ajena a lo que la gente pudiera pensar dejó caer su bolsa vacía de la compra y se arrodilló sobre el pavimento. Luego se levantó y su paso se hizo más ligero, las faenas las hacía sin esfuerzo. De pronto la cena estaba preparada y su marido Ben y su hija Prunella, de catorce años, sentados ante la mesa con vela y unos cocktails de marisco.

— Ahora rezaremos —dijo Diana para sorpresa de marido e hija.

Dejaron sus pequeños tenedores de gambas e inclinaron las cabezas. Había algo de imposición en la voz de Diana.

— Dios está aquí —dijo Diana para concluir.

Nadie podía negarlo, ni desmentir a Diana. Ben lanzó a su hija una mirada de desconcierto, que le fue devuelta por Prunella, y entonces comenzaron a comer.

RossettiEcceAncillaDominiDiana se convirtió pronto en una profesora seglar. Empezó en su casa, los martes y jueves, con el té de las tardes al que invitaba a los vecinos. Los vecinos eran en su mayoría mujeres, pero también podían acudir algunos jubilados.

— ¿Sois conscientes de la presencia de Dios? —solía preguntar—. Sólo la gente desdichada, que nunca ha conocido a Dios, podría dudar de la inmortalidad del hombre y de su vida eterna tras la muerte.

Los vecinos permanecían callados, primero porque trataban de pensar en alguna respuesta (había un clima muy coloquial), y también porque estaban muy impresionados y preferían dejar que Diana hablara. La asistencia a sus reuniones del té creció.

Diana comenzó a cartearse con ancianos, presos y madres solteras, cuyos nombres había conseguido en su iglesia local. El predicador de la zona era el Reverendo Martin Cousins. Aprobó el trabajo de Diana y habló de ella desde el púlpito como “alguien entre nosotros que está inspirada por Dios”.

En el ático que Diana había despejado y que ahora usaba como estudio, se arrodillaba sobre un pequeño banco cada mañana, al amanecer, durante casi dos horas. Las mañanas de los domingos, demasiado temprano para interferir con la misa de once, predicaba en las esquinas, subida en una silla de formica que ella misma traía de su cocina.

— No os pido ni un penique. A Dios no le interesa la moneda del César. Os pido que os entreguéis vosotros mismos a Dios... y que os arrodilléis.

Mantenía los brazos extendidos, cerraba los ojos y conseguía que mucha gente se arrodillara. Algunas personas escribieron nombre y dirección en su gran libro de contabilidad. Más tarde, ella les escribió a todos, con el objetivo de preservar su fe.

Diana usaba ahora sandalias y una larga y blanca túnica, incluso cuando hacía mal tiempo. Nunca cogió un resfriado. Los párpados de Diana siempre habían sido muy rosados, como si estuviera falta de sueño, pero dormía muchísimo, o al menos lo había hecho en el pasado. Ahora por las noches no dormía más de cuatro horas, en el ático, donde escribía hasta más allá de la medianoche. Sus párpados se hicieron más rosados, hasta que sus ojos parecieron más azules. Cuando fijaba su mirada en un extraño, él o ella se solía sentir incapaz de moverse hasta que Diana había soltado su mensaje, que parecía un mensaje personal:

— Sólo estad atentos... ¡y seréis conquistados!

A Ben le resultó difícil entender lo que Diana quería conseguir. Ella no quería ayudantes, aunque trabajaba lo suficiente para dejar exhaustas a tres o cuatro personas. A Ben, que dirigía una tienda de reparación de joyas y relojes en la ciudad de Pawnuk, Minnesota, el comportamiento de ella lo avergonzaba mucho. Pawnuk era un barrio nuevo, compuesto por prósperos WASPS [*] que habían llegado desde una cercana metrópolis.

— Lo mejor es relajarse y ser tolerante —pensó Ben—. De cualquier modo, Diana está toda en el lado de los buenos.

Prunella estaba algo asustada de su madre, y se apartaba cada vez que Diana pasaba cerca de ella en una habitación o en el salón. Incluso Ben se dirigía ahora a su esposa de un modo muy deferente, y a veces tartamudeaba. No obstante, Diana raramente estaba en casa. Había empezado a hacer viajes en avión a Filadelfia, Nueva York y Boston, las ciudades más necesitadas de salvación, según decía. Si no tenía un auditorio preparado (estaba en contacto por carta y teléfono con varias Cámaras de Comercio que podían arreglarle estas cuestiones), Diana se dirigía directamente a las iglesias y sinagogas y asumía el mando. Con su túnica blanca y sus sandalias, hiciera el tiempo que hiciera, y con su largo y rubio cabello, presentaba una figura imponente caminando resuelta por el pasillo y subiendo al púlpito o a la tribuna. ¿Quién podría o se atrevería a echarla? Estaba predicando la Palabra.

— ¡Hermanos... hermanas... hermanos todos! ¡Debéis sacudiros las telarañas del pasado! ¡Olvidad las viejas frases que aprendisteis de memoria! ¡Pensad en vosotros mismos como recién nacidos... desde este mismo instante! ¡Hoy es el día de vuestro verdadero nacimiento!

patricia highsmith 2 Aunque algunos predicadores y rabinos se sentían molestos, ninguno intentó detenerla. Todas las congregaciones, como los vecinos a los que Diana se dirigió desde las aceras de su ciudad, se mantuvieron silenciosas y escucharon. En seis meses, la fama de Diana Redfern se había extendido por toda América. Los pocos que se mofaron (que fueron muy pocos) suavizaron mucho sus críticas. La más molesta fue la gente de la industria cárnica, porque Diana predicaba el vegetarianismo, y sus conversos empezaban a comerse una buena parte de los beneficios de los mataderos de Chicago.

Diana planificó una Gira Mundial de la Resurrección Humana. El dinero fluyó hasta ella, o cayó como el maná... dinero de extranjeros, franceses, alemanes, canadienses, gente que sólo había leído sobre ella y que nunca la había visto. Así que los gastos de una gira mundial no presentaron ningún problema. De hecho, Diana devolvió a los donantes parte del dinero. Ciertamente no era ambiciosa, pero pronto fue evidente que no podría hacer frente a toda su correspondencia (más importante) si devolvía todas las contribuciones, así que las depositó en una cuenta bancaria especial.

Una criada a tiempo parcial preparaba ahora la comida en el hogar de Diana, vegetariana, por supuesto. Con frecuencia la casa semejaba un hostal para jóvenes y viejos, porque los extranjeros llamaban al timbre y se quedaban a charlar. Ben había dejado de sorprenderse ante familias con tres o más hijos tratando de dormir en los dos sofás de la salita y en las habitaciones libres.

— Todo, todo es posible —le decía Diana a Ben.

Sí, pensaba Ben. Pero nunca hubiera imaginado que su matrimonio desembocaría en esto... Diana aislada de él, durmiendo más o menos en una cama de clavos mientras los extraños ocupaban su casa. Sintió que los sucesos entraban en espiral hasta el clímax de la gira mundial de Diana, y que, como los hechos bíblicos, estarían más allá de su control. Diana se convertiría quizás en una santa viviente, y más famosa que cualquier otro santo vivo pudo ser nunca.

La mañana de su partida para la gira mundial Diana se subió al alféizar de la ventana de su ático, alzó los brazos hacia el sol naciente y dio un paso hacia fuera, convencida de que podría volar o al menos flotar. Cayó sobre una mesa redonda, de hierro blanco, y sobre los ladrillos rojos del patio. Así la pobre Diana encontró su fin terrenal.

[*] WASPS: White Anglo-Saxon Protestants, personas de la clase privilegiada de los EEUU, blancas, anglosajonas y protestantes.

28 de noviembre de 2010

Torcuato abandonado (y III)

(Relato de Stefano Benni inédito en España. Publicado en Italia en el suplemento del periódico La Repubblica, el pasado agosto. Ilustraciones originales de Luca Ralli)


(3ª parte)

Subió al alféizar y vio en el balcón de enfrente al gato. Tuvo pena y le tiró la pechuga de pollo. El gato maulló agradecido y, en el calor tórrido de la tarde, el abuelo tuvo una visión.

Le pareció que el gato, con alas de ángel, volaba hasta su ventana y suspendido en el aire le decía: “Gracias Torcuato, has sido bueno conmigo. Te ayudaré. Ve al garaje, allí está tu salvación, ve…”

El gato arcángel desapareció en la nada y el abuelo aturdido y confuso se preguntó: “¿Abajo en el garaje? Ya, era un garaje de la comunidad, pero estaría aún más caliente. Aunque, de perdidos al río, ¿por qué no probar?”.

Descendió las escaleras hasta la planta baja, hasta una portezuela de metal con un cartel: “Aparcamiento residentes”.

Había una escalera de caracol que descendía y al abuelo le pareció que oía voces y música. “Estoy enloqueciendo” pensó “es el fin”.

Bajó el último tramo de escaleras y…

Vio decenas de viejos y viejas, incluso algún joven y algún niño. En medio del garaje se había excavado una piscina de aspecto apetecible, y la gente se zambullía. Plantas verdes por todas partes. Y al fondo se oía un extraño rumor de maquinaria. Una veintena de vejetes pedaleaba a buen ritmo y las bicicletas estaban conectadas a una dinamo. Hacía un fresco maravilloso.

— Bienvenido al Garaje Old Beach señor —dijo un vejete vivaracho, armado con un fusil de caza—, ¿usted es de la comunidad?

— Torcuato, octavo piso —balbuceó el abuelo.

— Lo conozco, Pluto, hazlo entrar por favor —dijo un viejo con la barba blanca. Torcuato reconoció al ingeniero del sexto piso.

— Excúsenos, señor Torcuato —dijo el ingeniero— pero debemos ser prudentes. Sería una desgracia que descubriesen nuestro refugio secreto. Vea, aquí somos todos jubilados abandonados o personas que no pueden ir de vacaciones. Durante veinte años, mes tras mes, hemos construido nuestro delicioso bunker. Yo y el gran Perotti, trabajador de oleoductos, hemos inventado esta máquina, el Biciacondicionador con bomba impelente. La energía de los ancianos ciclistas encauza el aire hacia un tubo que está a doscientos metros de profundidad, pacientemente excavado. El tubo recoge el aire fresco del subsuelo y lo trae aquí, creando esta deliciosa temperatura. Y la energía biobicíclica la utilizamos también como energía frigorífica y para las luces y desde este año tenemos también la piscina, habrá notado que el recibo del agua aumentó levemente…”

— Genial —dijo Torcuato y vio que el tubo debía ser bien profundo si era verdad que, entre los vejetes, había dos con rabo y cuernos en la cabeza.

Sonó una campanilla y un grupo de ancianos ciclistas dio el cambio a la escuadra precedente, saliendo a todo ritmo.

El abuelo Torcuato se sentó al fresco y contempló aquel extraño mundo subterráneo. ¿Era un sueño? ¿Estaba muerto? ¿Estaba en el paraíso o en el infierno de los torcuatos abandonados?

En aquel momento una joven señora sobre la setentena se le puso delante con una bandeja de bebidas heladas:

— No es un sueño, señor Torcuato. Soy Iris, la sastra del tercer piso, ¿me reconoce? ¿Quiere una bebida fresca? ¿Un espumoso? ¿Un helado?

Así el abuelo pasó dos maravillosas semanas de vacaciones. La familia en cambio tardó seis días en llegar a su destino, el hotel estaba todavía en construcción y durmieron sobre el techo, se bañaron una sola vez y fueron agredidos por un banco de medusas, después devorados por los mosquitos y mordidos por un dromedario. A la vuelta no encontraron el avión y regresaron en una balsa de goma remontando el río Meno hasta Frankfurt, donde los dejaron semidesnudos y sin maletas en un aeropuerto abandonado de las Lutwaffe.

Cuando, después de otra semana de peripecias, consiguieron volver a casa, el abuelo había desaparecido.

Hay tres versiones sobre el misterioso fin de esta historia.

La primera es que la familia encontró al abuelo muerto, troceó el cadáver y lo echó durante la noche a la basura.

La segunda es que Torcuato esté todavía allí, en el garaje subterráneo, y que colabora trabajando en nuevas y maravillosas invenciones.

La última es que el abuelo vive en el mar con la sastra Iris y el gato del balcón de enfrente.

Y antes de marcharse dejó sobre la mesa de la cocina una nota:

“Adiós. Os abandono”.

21 de noviembre de 2010

Torcuato abandonado (II)

(Relato de Stefano Benni inédito en España. Publicado en Italia en el suplemento del periódico La Repubblica, el pasado agosto. Ilustraciones originales de Luca Ralli)


(2ª parte)

Se vistió del modo apropiado: su camiseta de tirantes, unos calzoncillos del hijo que podían pasar por bermudas y zuecos de tacón de la nuera. En la cabeza se ajustó un turbante hecho con sábana. Mojó la cabeza y los sobacos en el grifo y salió. El ascensor estaba estropeado, bajó ocho pisos de escaleras galopando como un caballo. Al contacto con el calor externo el agua empezó a evaporarse y cuando llegó a la calle humeaba como una locomotora.

El abuelo miró a su alrededor. La ciudad estaba desierta, sólo algún coche por la carretera y olor de muros asados.

Delante de casa estaba la colosal Banca Itálica. En su interior, el aire acondicionado mantenía doce grados en cincuenta oficinas. En algunas llevaban abrigo, los cajeros vestían ropa de esquí. Sólo había un cliente. Pero de los agujeros externos del banco salía un tornado ardiente que incendiaba la acera. El abuelo pasó por encima de varias bolsas de basura y encontró la acera bloqueada por un todoterreno con el motor encendido. Dentro, un cachas escuchaba música a todo volumen y el tubo de escape apestaba todo el barrio.

— Perdone pero ¿podría apagarlo? —protestó Torcuato.

— Abuelo, no jodas. Estoy al fresco aquí dentro —dijo el conductor.

El abuelo Torcuato le dio una patada al parachoques y jadeando consiguió llegar enfrente del supermercado. Atravesó, evitando una moto que daba bandazos con los neumáticos licuados y un pasea-perros enloquecido que vagaba con una docena de correas vacías. Los perros se habían escapado hacía tiempo en busca de sombra. Finalmente llegó delante de la puerta del Supermercado Paraíso. Pero la puerta con célula fotoeléctrica no se abrió.

Desde dentro un vigilante miró con suspicacia su turbante.

— ¿Es usted italiano? Desde hace una semana no dejamos entrar extranjeros.

— He nacido en esta calle, joder —dijo Torcuato.

La puerta se abrió y Torcuato entendió el motivo de aquel apartheid. En el supermercado había casi seis mil ancianos, todos en busca de fresco. Algunos daban vueltas durante horas con un carrito que contenía sólo un limón, otros charlaban apoyados en muros de cajas, otros dormían o jugaban a las cartas dentro del frigorífico de los congelados y el personal los desalojaba pero volvían. Algunos, incluso, tenían la tumbona de la playa y habían llevado al perro. El abuelo blasfemó contra los viejos jubilados desocupados y aprovechados y se dirigió a la sección de alimentación. Compró una ración de pechuga de pollo, tomates y una mozarella de un bellísimo color índigo. Después se presentó en la caja.

— ¿Qué quiere? —le preguntó la cajera.

— Querría pagar.

— ¿Quiere decir que se va?

— Claro que me voy…

— Es el primero hoy. Todos los demás pagan en el último momento, a la hora de cerrar. De cualquier forma —concluyó la cajera encogiendo los hombros— haga como desee, salga si quiere al calor.

— Resistiré —dijo fieramente el abuelo.

Salió. La temperatura había subido a cuarenta y seis grados, los pajaritos se desplumaban a picotazos. El abuelo sabía que a la vuelta de la esquina había una fuente para refrescarse. Pero la fuente estaba seca. Consiguió llenar tan solo una media botellita. Decidió ir a su bar de siempre pero había un cartel: “Cerrado por vacaciones”. La petanca estaba cerrada, las bochas hirvientes no se podían sostener en la mano.

Mientras tanto había llegado al único árbol de la plaza. Se paró debajo y lo bombardearon ciento seis estorninos migradores con diarrea, detenidos en el árbol desde hacía tres días, porque con aquel calor quién cojones iba a volar. El abuelo Torcuato suspiró y sacó la botellita de agua. Estaba a punto de beber cuando vio en un banco a una viejecita que lo miraba con ojos azules e implorantes.

¡Oh dulce solidaridad de la tercera edad que ningún bochorno podrá borrar!

— Se lo suplico, amable señor del turbante —dijo la viejecita— ¿me da un sorbito de agua?

— Por supuesto gentil señora.

La vieja de los ojos azules cogió el agua, se bebió la mitad haciendo gárgaras, se echó la otra mitad por la cabeza y después se marchó gritando:

— Pero qué solidaridad, estás loco, marroquí de mierda…

El abuelo no consiguió ni siquiera responder. Volvió dando tumbos a casa. Dentro del todoterreno había una fiesta, bailaban ocho personas. El ascensor de la comunidad estaba estropeado. El calor había fundido los cables como hilos de azúcar. Subió las escaleras en media hora, todo el edificio estaba sumido en un silencio irreal, sólo se oían zumbidos de frigoríficos, maullidos y quejas de animales abandonados.

Entró en casa. No consiguió cocinar, el fuego quemaba demasiado. Puso el pollo en el alféizar y después de diez minutos estaba cocido, pero sabía a alquitrán y gasolina. El tomate se disolvió en un charco de salsa. A la mozzarella le crecieron unos tentáculos y se escapó debajo de un mueble.

El abuelo buscó en vano un lugar vivible dentro de la casa. Todo estaba candente, un viento de siroco cargado de polvo y mosquitos cocidos se pegaba a las paredes. Finalmente también el frigorífico se apagó con un eructo desesperado, esparciendo agua por toda la cocina.

— Me daré una ducha fresca —dijo el abuelo.

El agua salió a ochenta grados de las tuberías recalentadas por el sol y se quemó.

Entonces el abuelo Torcuato lloró con dignidad y encendió el televisor. Daban un programa sobre los problemas que el calentamiento global traería al círculo polar.

— ¿Y yo qué? —dijo el abuelo.

Después apareció el presidente del gobierno diciendo: “Las noticias sobre la temperatura son torvo alarmismo mediático, y el dato de que uno de cada dos italianos no tiene dinero para ir de vacaciones es una mentira de la propaganda comunista. Italia es un país donde se está bien, el que se queda en la ciudad es porque quiere trabajar e impulsar la economía del país. Buen verano a todos los italianos, felices ellos que pueden disfrutarlo, yo trabajo incluso de noche”.

El abuelo cogió el televisor y lo lanzó por la ventana. Pero el esfuerzo lo hizo sentirse mal. Telefoneó al doctor Del Prato. Respondió el contestador:

“El ambulatorio tiene horario estival, el doctor recibe sólo el lunes de las ocho a las ocho y media. Si tienen problemas urgentes dejen un mensaje con sus síntomas y sus herederos se avisará a sus herederos.

Telefoneó a su otro hijo pero estaba en la montaña. Telefoneó a la clínica Belsito, pero le contestaron que no había sitio ni siquiera de pie. Telefoneó al teléfono Azul Verde y Naranja, pero no tenían un servicio para torcuatos abandonados. Por último telefoneó a la Protectora de animales fingiéndose un setter, ladrando y jadeando.

— No picamos —dijo una fría voz de operadora— usted es el tercero que prueba hoy.

“Ay de mí, solo, cocido y abandonado por todos” pensó el abuelo e incluso se le pasó por la mente acabar con todo. Se tiraría por la ventana, al menos en esos veinte metros cabeza abajo tendría un poco de airecillo.

Continuará...

14 de noviembre de 2010

Torcuato abandonado (I)


(Relato de Stefano Benni inédito en España. Publicado en Italia en el suplemento del periódico La Repubblica, el pasado agosto. Ilustraciones originales de Luca Ralli)

(1ª Parte)

El jubilado Torcuato, de 83 años, se despertó una mañana y se dio cuenta de que había sido abandonado. El hijo, la nuera y el nieto no estaban en casa. Las maletas habían desaparecido del armario. Una aleta de buceo delante de la puerta testimoniaba una partida apresurada. Sobre la mesa de la cocina un billete de diez euros y una nota: “Querido abuelo Torcuato: tuvimos que irnos de improviso. Estábamos en stand by con un ticket low cost de la Brian Air para Sharm el Sheriff y nos han hecho un fast boarding con preaviso de tres hours. Por desgracia con estos billetes sacados por ordenador se hace así. El avión hará escala en Frankfurt, después Orio al Serio, nuevamente Frankfurt, después Moscú, después París y de nuevo Frankfurt, después Forlí y pasado mañana estaremos al fresco en Sharm. Te dejamos dinero y dos botellas de agua en la nevera. Si tienes calor está el ventilador, si tienes hambre está el supermercado, si te sientes mal llama al doctor Del Prato. Volvemos en quince días. Buena suerte. Aldo, Piera y Ninni”. Al instante el abuelo Torcuato blasfemó sin stand by despertando a medio edificio. “Abandonado como un vagabundo”. Sin embargo tendría que haberlo sospechado por algunos signos premonitorios. Desde hacía algunos días la familia estaba de forma sospechosa delante del ordenador, pronunciando palabras como ticketless y reservation. Después, la anómala presencia en la nevera de un tubito de crema solar que él había extendido sobre el pan creyéndola mayonesa. Por último, el hecho de que su hijo Aldo hubiese preparado un paquete de lecturas: un libro sobre las medusas y diez kilos de Gazette dello sport antiguas. Todo señales de una partida inminente.

“Paciencia” pensó el abuelo Torcuato “me han abandonado, deberé sobrevivir dos semanas”. Hacía un típico día de clima mediterráneo: treinta y ocho grados reales, cuarenta y dos perceptibles y cuarenta y cuatro si estás jodido. De hecho, el abuelo estaba jodido y chorreaba sudor.

Buscó el ventilador en el armario trastero. Le quitó las telarañas, lo enchufó y éste giró durante treinta segundos, rechinó y se rompió con un gemido de agonía. El abuelo le oyó decir: “No soy capaz”, pero tal vez fuese una alucinación debida al calor. Abrió la ventana. Una vaharada metió en casa olor de basura incandescente y guisos variados, junto con arena desértica, mosquitos tigre y el sonido de ambulancias que llevaban al hospital abuelos colapsados.

En la terraza de enfrente un gato maullaba penosamente, abandonado también, él con dieciséis kilos de comida seca. El abuelo encendió el televisor y nunca “encender” fue un verbo más apropiado, porque el botón estaba al rojo vivo. Un meteorólogo decía que la ola de bochorno estaba absolutamente prevista y que duraría hasta el lunes o el miércoles o hasta noviembre, pero todo estaba dentro de lo normal. Después salía un ilustre médico que desde su barca fondeada explicaba cómo defenderse del calor: “Basta con no salir desde las diez a las seis. A las personas ancianas les recomendamos beber mucho y una dieta rica en verduras, triptófano, aves y ácidos oléicos. También recomendamos…”

— Vete a tomar por culo —dijo el abuelo y apagó.

De cualquier forma necesitaba comer, el estómago rugía. En la nevera no había más que una corteza de parmesano. Intentó romperla con el cuchillo, después con un punzón, después la chupó como un helado, finalmente se cabreó y la tiró a la calle donde se incrustó en el asfalto.

Tenía que llegar al supermercado. Tan sólo había doscientos metros, pero ¿lo conseguiría?

Continuará...

10 de noviembre de 2010

La novelista

THE FEMALE NOVELIST
Cuento incluido en Little Tales of Misogyny
PATRICIA HIGHSMITH
a-rockwell woman Tiene una memoria excelente. Y toda llena de sexo. Está ahora en su tercer matrimonio; ha parido tres hijos en el camino, pero ninguno de su actual marido. Su lema es: “¡Escucha mi pasado! Es más importante que mi presente. Déjame decirte qué verdadero cerdo fue mi último marido (o amante)”

Su pasado es como una indigesta, quizás indigerible comida que se estanca en su estómago. Uno desea que ella pueda simplemente vomitar y que lo olvide.

Escribe páginas y páginas sobre cuántas veces ella, o sus rivales femeninas, se metieron en la cama con su marido. Y cómo recorría impaciente el piso, insomne —negándose virtuosamente el consuelo de una copa— mientras su marido pasaba la noche con la otra mujer, flagrantemente, etc., y al diablo con lo que pensaran los amigos y vecinos. Si los amigos y vecinos eran incapaces de pensar o mostraban desinterés por la situación, ¿qué importa lo que pensaran? Uno diría que éste es el momento para la creatividad de un novelista, para crear ideas y opinión pública donde no hay ninguna, pero la novelista no se molesta en inventar. Es todo real como un suspensorio.

Después que tres amigas hayan visto y alabado el manuscrito, diciendo que es “como la vida misma”, y de que los nombres masculinos y femeninos hayan sido cambiados cuatro veces, en serio detrimento de la apariencia del manuscrito, y después de que un amigo masculino (un posible amante) haya leído la primera página y haya devuelto el manuscrito diciendo que lo ha leído entero y que le ha encantado… el manuscrito sale hacia la editorial. Obtiene un rápido y cortés rechazo.

Comienza a ser más cauta, consigue contactos a través de escritores conocidos, vagas, limitadas recomendaciones obtenidas a expensas de almuerzos y cenas regados de vino.

Da lo mismo, rechazos y más rechazos.

que mi historia es importante —dice a su marido.

— Igual que la de este ratón, al menos para él… o para ella —contesta. Él es un hombre paciente, pero está al borde de un ataque de nervios con todo este tema.

— ¿Qué ratón?

— Hablo casi cada mañana con un ratón cuando estoy en la bañera. Creo que su problema es la comida. Son una pareja. Uno u otro sale del agujero (hay un agujero en el rincón del baño) y entonces le doy algo de la nevera.

— Estás divagando. ¿Qué tiene que ver eso highsmithcon mi manuscrito?

— Pues que esos ratones están preocupados por un asunto más importante: la comida. No con que si tu ex marido te fue infiel, o si sufriste por ello, incluso en un escenario tan hermoso como Capri o Rapallo. Lo que me da una idea.

— ¿Cuál? —pregunta ella, con cierta ansiedad.

Su marido sonríe por primera vez en varios meses. Experimenta unos pocos segundos de paz. En la casa no se oye el teclear de la maquina de escribir. Su mujer lo mira, esperando oír lo que tenga que decir.

— Adivínalo tú. Eres la que tiene imaginación. No me quedaré para la cena.

Entonces él abandona el apartamento, llevándose su agenda y, optimista, un par de pijamas y un cepillo de dientes.

Ella va y se queda absorta en la máquina de escribir, pensando que aquí quizá tenga otra novela, justo basada en esta noche, pero ¿debería abandonar la novela que ha mimado tanto tiempo y empezar esta nueva? ¿Quizás esta noche? ¿Ahora? ¿Con quién va a dormir?

17 de octubre de 2010

Matu Maloa (y IV)

EL CUENTO DEL MARINERO
(4ª y última parte)

[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]

Sunset in Mid-Ocean

Esa tarde, algunos marineros mantuvimos un conciliábulo en la bodega. Buckingham decía que estábamos en peligro: la ballena no soportaría ser rechazada. Huysmans decía que entendía las razones de la ballena, pero también las del capitán: ¿qué es lo que debía haber hecho? ¿Invitarla a cenar? Yo dije que jamás en mi vida de ballenero había visto una cosa igual, y que por tanto la única cosa que se podía hacer era esperar.

Esa noche la ballena regresó. Todos escuchamos su serenata para el capitán, y los aullidos del capitán, primero airados, luego suplicantes.

Volvió todas las noches, siguiendo a la nave en su ruta hacia los Hujangos.

Hasta una tarde en que nos detuvimos en una rada para abastecernos de agua dulce. No teníamos más de veinte pies de fondo, pero de cualquier forma la ballena llegó. Tenía su hocico casi apoyado en la nave. Cantó hasta las tres, hasta que el capitán salió de la cabina. Yo estaba de guardia y pude escuchar todo lo que dijo:

— Matu-Maloa —decía muy bajito Charlemont— trata de comprender mi situación: formo parte de una antigua y honorable familia inglesa. Los varones de mi familia han desposado siempre y exclusivamente mujeres con al menos un cuarto de descendencia real. ¿Cómo crees que podré anunciar que estoy comprometido con una ballena? Lo sé, sé que eres la reina de los mares. Pero nuestros mundos son diferentes. Yo no respiro bajo el agua. Y tú te aburrirías con el cricket. Te lo ruego, déjame en paz. Considera el escándalo si todo esto se supiera en Londres...

Matu-Maloa escuchó y moduló un nuevo reclamo de amor para su capitán.

— Y luego, además, no sé siquiera si eres macho o hembra. Entre nosotros es imposible una relación. Y por último: estoy comprometido.

Ante aquella palabra Matu-Maloa dejó de cantar. Giró la inmensa cabeza bajo el agua, se enroscó sobre sí misma y desapareció. Nunca más la vimos.

 

Quiso el diablo que estuviéramos ya a pocas jornadas de navegación de la meta. El capitán Charlemont no había vuelto a salir a la cubierta y había dejado el mando a Huysmans. La Fidèle había viajado ligera y en la tripulación ya fantaseábamos sobre cómo gastaríamos del modo más rápido e inútil las trescientas guineas.

Cuando ya la costa inglesa se encontraba a la vista el capitán me mandó llamar. Estaba en el invernadero, sobre una silla de mimbre, en medio de aquella húmeda jungla, densa por los vapores venenosos y por los insectos. Nadie hubiera reconocido en él al perfecto noble inglés que zarpó del puerto de Cape Heat. Tenía la barba larga, el cabello desordenado y en lugar del uniforme una bata deslucida. Apestaba a ron.

— Marinero Guinea —me dijo— quiero proponerte un pacto. Debéis jurar solemnemente, tú y los otros marineros, que ni una palabra de lo que habéis visto será pronunciada en tierra firme. Estoy dispuesto a añadir otras cien guineas a la paga. Pero debes convencer a los otros de no dejar escapar ni una sola alusión a la ballena.

— Creo, señor capitán —dije—, que cien guineas son un argumento que cerrará la boca de todos como si fuera colapez.

— Así pues —dijo Charlemont levantándose vacilante— no ha existido ninguna ballena ni cachalote de voz melodiosa. Ha sido un delirio causado por el calor y por la noche tropical. Voy a recuperar mi puesto en la buena sociedad de mi país.

¿Fue una impresión o al pronunciar las palabras “buena sociedad” se advirtió en la voz del capitán un ligero disgusto?

 

ShipPaintingGordonGrant

La noche de nuestra llegada al puerto de Londres, la compañía Smithson había hecho las cosas a lo grande. Estaban el presidente y el vicepresidente, el ministro de agricultura y toda la facultad de botánica y zoología de la Universidad. Y allí estaban también sus esposas, un revolotear de faldas blancas y rosas como medusas, y un aletear de sombrillas. A decir verdad, en la espera de la Fidèle ocurrió un extraño episodio. Del mar surgió un hombre completamente vestido, con una gardenia en el ojal. Se encaramó al muelle, rehusó cualquier ayuda y se alejó a la carrera, como si temiese un peligro inminente. Pero el clima festivo se restableció con rapidez por la banda que tocaba “Thanks for the Beautiful Roses”. Un pelotón de guardias elegidos se derretía marcialmente bajo el sol. Entre los presentes el padre y la madre del capitán Charlemont, además de su prometida, Lady Ashley-Compcott, hija del marqués de Sunbury, toda vestida de color albaricoque, con el rostro enmarcado por unas nobles orejas de liebre.

Los metales sonaron más fuerte, haciendo vibrar las tablas del muelle cuando la Fidèle, con perfecta maniobra (no la mandaba Charlemont) viró dentro del canal e inició el atraque. Los pequeños binoculares de madreperla pasaban de un puño almidonado a una manita enjoyada. Y pronto fue visible en la proa el capitán Charlemont, con el bello rostro que el mar apenas había afectado: pálido había partido y pálido retornaba. El corazón de sus progenitores vibró de orgullo, e incluso el de su prometida dio pequeñas muestras de aceleración, a pesar de que esto fuese bastante plebeyo. Y todos nosotros, formados y uniformados, por un día nos sentíamos parte de lo mejor del país, de su historia y de su botánica.

La Fidèle ancló cerca del muelle y bajamos las chalupas. En la primera subió el capitán conmigo y con Buckingham, que sosteníamos un maravilloso ejemplar de palmera con la bandera inglesa. El capitán fue el primero en subir la escalerilla del muelle y en estrechar la mano del ministro. Justo después vio a Lady Ashley-Compcott y descuidando por un instante los buenos modales, en vez de besarle la mano, la abrazó. Mientras los dos jóvenes se apretaban bajo la mirada benévola de las nobles familias, la banda entonó “Together”. Pero sonaba desafinada y desagradable.

— ¿Qué tormento es éste —gritó el conde padre Charlemont—, qué es lo que sucede?

— Os pedimos perdón —dijo el director— pero no podemos tocar. Hay una voz desagradable que se ha unido a nosotros. Además, el muelle se balancea demasiado...

Era verdad. El muelle rechinaba espantosamente. Y era claramente audible una voz desagradable, inhumana, que hacía el coro a las notas de “Together”.

— ¡Es él —gritó Buckingham—, ha llegado hasta aquí!

Big_whale_jump

Justo en aquel momento un gran golpe de la cola de Matu Maloa sacudió uno de los pilares del muelle que se inclinó espantosamente, y la ballena, loca de celos, se lanzó de cabeza contra los otros pilares. Volaron astillas de madera y sombrillas. Lanzando gritos de consternación, todos trataron de salvarse, quién huyendo hacia tierra firme, quién lanzándose al agua. El muelle cedía trozo a trozo y Matu Maloa seguía embistiéndolo a cabezazos, y ni siquiera los disparos de los guardias conseguían hacerle un rasguño. Marqueses, botánicos e intérpretes de oboe acabaron en el agua. Hasta que el cachalote llegó al último trozo de muelle que permanecía en pie, donde estaba el capitán Charlemont aferrado a su prometida.

— Huye —gritó el capitán, empujando lejos de sí a Lady Ashley. Inmediatamente después cayó (algunos dicen que se arrojó) sobre el lomo del monstruo, que sin sumergirse nadó lejos a toda vela. Cuando desapareció en el horizonte el capitán parecía un pajarillo sobre el lomo de un elefante.

 

La historia podría acabar aquí. Obvia decir que el escándalo fue enorme, porque no todos los días ocurre que una ballena rapte, consciente o inconscientemente, a un vástago de la nobleza inglesa. Dos meses después el capitán Charlemont fue declarado difunto a todos los efectos, y sobre su tumba familiar, en Glenmore, escribieron:

SU NOBLE CORAZÓN RAPTÓ
LA FURIA DEL LEVIATÁN

Si es así, amén. Pero yo prefiero creer a un amigo mío antillano, que de regreso de un viaje me contó que en una isla de las Célebes los indígenas adoraban a una extraña divinidad, que llamaban Charmaloa. Y me enseñó una estatuilla. Era la estatuilla de una ballena que tenía sobre el lomo una figurita muy pequeña, con un sombrerito y en él una pluma verde.

FIN

10 de octubre de 2010

Matu Maloa (III)

EL CUENTO DEL MARINERO
(3ª parte)

[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]

El estribillo fue interrumpido por la llegada del capitán Charlemont, lívido de rabia. ¿Tan locos nos habíamos vuelto para cantar aquella porquería sobre la Fidèle? ¿Acaso una nave inglesa debía servir de escenario a esta grosería? Cogió el ukelele y lo destrozó sobre la Fragata-Libertadamurada. Gritó que ya tenía bastante con nuestra indisciplina y que habría hecho cantar el látigo para acallar nuestro canto. Estaba allí, amenazador, con las piernas abiertas, cuando el buque dio un imprevisto barquinazo, como si hubiese tocado un banco de arena. El capitán acabó tendido en el suelo, y dado que el puente estaba recién enjabonado recorrió media nave deslizándose como una foca sobre el hielo.

Nadie consiguió contener la risa, y a nuestras carcajadas las siguió también un extraño, intensísimo ruido.

El capitán se levantó furioso y ordenó poner a Buckingham tres días entre rejas. Trató de recuperar la dignidad del mando aullando:

— Lancen el escandallo… debe ser un banco de arena.

— No es ningún banco —rió Buckingham mientras se lo llevaban—, es Matu-Maloa, comandante.

— Llévense a este maldito negro —dijo el capitán. Echamos el escandallo. Había seiscientos pies de fondo. Fuera lo que fuese con lo que había chocado la nave, seguro que no era un banco.

 

Aquella noche yo estaba de guardia. La luna iluminaba el mar por millas y millas. Era una noche en la que, como solía decir Buckingham, “incluso los pretendientes feos se volvían hermosos”. Me encontraba hablando con el Salamanquesa; en el silencio del mar tan solo se oía una cantilena vudú que Buck cantaba en su celda.

Para asombro nuestro, vimos al capitán Charlemont salir a cubierta. Tal vez no podía dormir por el calor. Iba sin uniforme, con la camisa abierta en el pecho y la rubia cabellera bañada en sudor. Seguro que no lo habrían pintado así en la galería de su familia, pero más de una muchacha inglesa, viéndolo, habría suspirado.

El capitán se quedó un buen rato absorto, mirando el mar, mientras la bonanza envolvía el corazón y el alma en un cálido marjal.

Eran las dos. Media milla a babor vimos algo extraño. El mar estaba encrespado, como si algo terrible lo hubiese inquietado.

— ¿Ves tú lo que yo veo? —pregunté a Huysmans.

— Lo veo —dijo el holandés.

— Eh, vosotros dos —dijo el capitán, sintiéndonos hablar preocupados—, ¿qué os pasa?

— Capitán —dije yo—, creo haber avistado una ballena.

— Ah —rió el capitán—, ¡menuda tripulación! No hay ballenas en esta ruta.

Por una vez tenía razón. No habíamos encontrado una sola ballena en aquella zona. Y ahora el mar parecía de nuevo tranquilo. Pero mi instinto de arponero me decía que era una tranquilidad sólo aparente. Y de hecho el mar se agitó y se abrió, y justo delante de nosotros surgió la cabeza de Matu-Maloa. Era el cachalote más grande que había visto nunca, por lo menos doscientos pies. Tenía una cabeza gris y terrosa llena de heridas y protuberancias, una verdadera montaña atormentada, y la mandíbula habría podido cortar la nave en dos como si fuera unas tijeras.

El ojo pequeño, a ras del agua, escrutó un instante la nave, mientras nosotros estábamos con el alma en vilo. Luego Matu-Maloa se giró sobre un costado y, se crea o no, fijó la mirada en el capitán Charlemont. Y enseguida, ¡le guiñó el ojo!

Alternativamente, el capitán miraba aterrorizado a nosotros y a la ballena. Estaba claro que no tenía la más mínima idea de lo que se debía hacer, y viéndonos paralizados, también él se mantuvo paralizado. Matu-Maloa lo miró una vez más, luego dio un ligero golpe de timón y llamó al capitán. Un sonido melodioso, como un violín submarino. Había oído hablar muchas veces de la voz de la ballena, pero era la primera vez que la escuchaba.

— ¿Qué sucede, marineros? —dijo el capitán Charlemont, retrocediendo hacia el centro de la nave.

whale-sinks-ship Matu-Maloa giró la cola en el aire y se sumergió; luego volvió a subir con toda su mole e hizo un viraje elegantísimo, salpicando ligeramente la nave con un chorro de agua. Luego se puso a remar con la cola y se alejó con el cuerpo fuera del agua, como un delfín. Parecía un peñasco altísimo, todo lleno de algas e incrustaciones, con las señales de los arpones sobre sus flancos. Ante aquella visión, el capitán corrió a guarecerse en la cabina. Matu-Maloa cesó de pronto sus evoluciones y desapareció.

Poco después el capitán nos convocó. Estaba visiblemente nervioso y manoseaba su espadín de narval. Su uniforme era un puro desorden.

— Guinea, Huysmans —dijo— ¿podríais explicarme el comportamiento de esa ballena? ¿Acaso quería atacarnos?

— Seguramente no —dijo Huysmans, lanzándome una mirada de complicidad.

— Por tanto quería… jugar.

— En cierto sentido.

— ¿En qué sentido?

— Bueno… para decir la verdad, señor… la ballena estaba enamorada.

El capitán Charlemont se quedó anonadado.

— Quiere decir que…

— Así es… conozco el canto de amor de la ballena, y además esas evoluciones… las hacen cuando están enamoradas.

— ¿Queréis decir… que está enamorada de nuestra nave?

Yo y Huysmans vacilamos perplejos.

— Poco más o menos… —dijo por fin Huysmans.

Siguió un largo silencio. Después el capitán dijo con un hilo de voz:

— Marinero Guinea… esa ballena ¿es macho o hembra?

— No lo sé, señor —respondí.

 

Al día siguiente, por la Fidèle, la noticia de que una ballena se había enamorado del capitán Charlemont se difundió, si se me permite el chiste malo, más rápida que el guiño de un cachalote [1]. Algunos reían, otros parecían preocupados: ¿quién conoce las intenciones de una ballena enamorada? Sin embargo, todos estábamos de acuerdo en un punto: era seguro que Matu-Maloa reaparecería. Algo que ocurrió por la tarde.

El capitán, nerviosísimo, había salido a la cubierta y lanzaba órdenes en todas direcciones. Estaba pálido, parecía no haber pegado ojo. Justo mientras gritaba alguna cosa hacia el puesto del vigía, en la popa apareció el Cachalote. Tenía sobre la cabeza un gran penacho de algas verdes. Nos miró con el ojito astuto y comenzó a emitir sonidos estridentes, moviendo la cabezota de aquí para allá. ¡Y le cantaba al capitán!

Si Charlemont se movía hacia la proa berreando, él hacía otro tanto. Si se iba a popa enredándose en el cordaje, también la ballena hacía el amago de tropezar en el mar y cómicamente berreaba y se agitaba sobre la panza sacudiendo su penacho de algas.

whale Hasta que el capitán Charlemont, exasperado, se detuvo jadeante y gritó:

— Maldita bestia... ¿qué es lo que quieres de mí?

Por toda respuesta, Matu-Maloa lo roció con su soplo y se puso a berrear divertido.

Entonces el capitán tuvo un ataque de ira, sacó el arpón de una chalupa y lo tiró contra la ballena. Naturalmente ni siquiera rasguñó su piel. Pero Matu Maloa pareció turbarse con aquel gesto. Se alejó a grandes saltos, luego se giró, cogió carrerilla y se encaminó derecho contra la nave. Gritamos de terror y ya algunos echaban mano de las chalupas. Pero a pocos metros de la Fidèle la ballena se sumergió y sentimos su rudo lomo raspando la quilla. Cuando salió en el otro lado lanzó un agudísimo lamento, de enamorada ofendida, y desapareció.


[1] Benni hace aquí un juego de palabras intraducible: Il giorno dopo sulla Fidèle la notizia che una balena si era innamorata del capitano Charlemont si diffuse, se mi è consentito un facile gioco di parole, in un baleno. Usa balena (ballena) y in un baleno (rápidamente) [N. del T.]

3 de octubre de 2010

Matu Maloa (II)

EL CUENTO DEL MARINERO
(2ª parte)

[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]

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El capitán Charlemont se presentó en uniforme de gala con medallas y un enorme sable cortaverduras. Nos revisó uno por uno, poniendo en su lugar cuellos y botones. ¡Una madre! Luego se sentó en una butaquita, con una bonita pose, con el codo apoyado sobre una fusta de narval.

— Marineros —dijo—, sé que estáis habituados a la disciplina. Pero lo que os pido sobre esta nave no es sólo disciplina... ¡es estilo! Os quiero ver siempre impecables, incluso en la tempestad. ¡No hay océano capaz de hacer olvidar a un hombre que es un caballero! La Fidèle es la nave más bella de la compañía Smithson. Es conocida en todos los puertos del mundo por su elegancia, y nosotros mantendremos alta su fama. Transportamos plantas y animales raros para el jardín botánico de Londres. Obvia decir que todo ello requiere una delicadeza y un cuidado bastante diferente del necesario para descuartizar una ballena. Debéis por tanto haceros dignos de la Fidèle. Y ay si se os vienen a la mente vuestras costumbres marineras, las bravatas, los juramentos y las bromas obscenas. ¡He dicho! Y ahora partamos. ¡Por la gloria de la Fidèle y por trescientas guineas!

La alusión al sueldo apenas suavizó las caras largas. La gente que había sufrido tempestades y abordajes, con un cuchillo en una mano y con la otra aferrada a la jarcia, se mostraba ciertamente poco entusiasmada con la idea de viajar sobre un “salón inglés”.

Decidimos tomarlo a risa. Sobre el puente se escuchaban conversaciones de este tipo:

— ¿Haría el favor el caballero Shan de quitar sus patas de simio de mi driza, a fin de que yo pueda izar la vela?

— Dispense, caballero Guinea, que el demonio lo ahogue por su cortesía.

— ¿Haría el favor el grandísimo hijo de puta caballero Macaulay de dejar de escupir contra el viento su maloliente saliva tabacosa, de modo que mi uniforme no se vea mancillado? Porque si no dejara de hacerlo mi egregia mano podría a continuación alisarle la dentadura...

— En ese caso, señoría, nada me impediría probar la dureza de este espléndido orinal sobre su excelentísima cabeza de bastardo.

Así la Fidèle dejó el puerto rumbo a la aventura. No habíamos salido todavía del golfo cuando de debajo de la cubierta salió un hombre con grandes ojos saltones, vestido de negro. Se presentó a todos nosotros muy cortésmente, uno por uno. Dijo llamarse profesor Gwiskard, ser científico asesor en el viaje y sufrir condenadamente de mareos. Por los ojos saltones y el color verde fue rápidamente apodado como “el Salamanquesa”. Y con esta última sorpresa nos fuimos mar adentro, mientras Charlemont, a popa, tomaba el té.

— ¡Bah! —suspiró el filósofo de a bordo, Huysmans el holandés— creemos que acabaremos desesperados. No lo parece, pero quizás sea un buen capitán.

precol_botanical-exp_lg Huysmans era un iluso. En pocos días de navegación los marineros nos preguntábamos quién le habría enseñado al capitán Charlemont a manejar una nave. Parecía que tuviera miedo de gastarla. Navegaba a solo un viento de tres, cuatro nudos, a media vela. En cuanto se alzaba un buen viento para por fin hacerla correr, llevaba a la Fidèle al abrigo de cualquier rada y esperaba a que el viento amainase. Así, para arribar al golfo de Guinea, a las islas Bijagos, tardamos el doble de lo necesario. Pero no parecía importarle: su única preocupación era nuestra divisa, los cobres de la Goleta y las ceremonias de izamiento de la bandera. En el cálculo de la ruta, él y sus oficiales colibríes empleaban la mañana entera, mientras que nosotros lo hacíamos de inmediato y a ojo, de tanto navegar pegados a tierra firme. La comida era decente, los turnos cómodos, pero siempre te arriesgabas a ser castigado por una blasfemia o un cuchillo fuera de su sitio. Un marinero griego recibió veinte golpes de fusta porque fue sorprendido tendiendo los calcetines sobre una jarcia.

En julio llegamos a las islas de Cabo Roto. El capitán Charlemont atracó en Bahía Hugue con una maniobra que un grumete habría ejecutado con más pericia. Pero su descenso en uniforme de gala, con los colibríes en los flancos y Buckingham sosteniendo el paraguas, permaneció en la leyenda local durante años.

La isla estaba habitada por la tribu de los Cabu, cuyo jefe era Mahu Cabu, un viejo amigo mío. Conociendo yo la lengua Cabu negociamos con él para llevarnos plantas raras. En compañía del Salamanquesa, me fui a la jungla y dentro encontramos un verdadero paraíso natural. El Salamanquesa me decía el nombre latino de las plantas, y yo le contaba las leyendas que había oído. Le conté que el ourogoro es una planta carnívora, pero que come sólo animales enfermos. Para saber como están de salud, los indígenas pasan delante de la planta y acercan una mano. Si el ourogoro la muerde, es una fea señal. Le dije que la planta del pan da un solo fruto al año, pero tan bueno y delicado que los pájaros hacen cola durante un mes para picotearlo. Y que el hawazawai, molido y bebido con luna llena, transforma al hombre en abejorro. Y el wama contiene un afrodisíaco tan fuerte que un solo pétalo, acariciando la frente de una mujer, la transforma en un monstruo de placer.

Recogimos con cuidado las plantas en grandes vasijas y por la noche hubo una cena en nuestro honor bajo la tienda del jefe Mahu. Comimos a dos carrillos.

Por su parte el capitán Charlemont, todo melindres, apenas probó la comida, y no pareció para nada reconocer aquella hospitalidad. El jefe Mahu Cabu me dijo que le preguntara al capitán dónde acabarían aquellas plantas, en qué isla y en qué jardín. Cuando el capitán respondió que serían encerradas en una caja de cristal, el jefe Mahu se sintió contrariado y dijo que quería rescindir el contrato.

— Di a tu salvaje —respondió el capitán— que lo que hasta ahora hemos pedido con cortesía podríamos pedirlo con los fusiles.

Por supuesto, no traduje sus desdeñosas palabras, pero dije a Mahu que las plantas serían tratadas con absoluto cuidado y que serían puestas muy cerca de los niños de nuestra isla, que no habían visto nada igual.

El jefe Mahu movió dubitativo la cabeza. Luego quiso saber si el capitán creía que las cosas tenían alma.

El capitán explicó sonriendo que en su país sólo los hombres tenían alma, y quizás no todos.

Entonces el jefe Mahu preguntó cómo hacía el capitán Charlemont para viajar sobre el mar si no creía que el mar tuviese alma.

— El mar tiene un alma que se llama Matu-Maloa, y usted la conocerá —dijo el jefe Mahou.

— No quiero perder más tiempo con estos salvajes —dijo el capitán, y muy cortésmente se levantó.

Volvimos a la nave. Durante el trayecto en chalupa oí al Salamanquesa contradecir con firmeza al capitán y a aquél responder con irritación:

— De una cosa estoy seguro. Entre la cultura de un caballero inglés y estas estúpidas leyendas no hay ninguna relación posible. La única cosa que nos une a este mar es la riqueza que podamos conseguir para la mayor gloria de Inglaterra.

26 de septiembre de 2010

Matu-Maloa

EL CUENTO DEL MARINERO
(1ª parte)

[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]

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Pero el cachalote sólo respira una
séptima parte o el domingo de su vida.

(Hermann Melville)

Que tenga que beber agua salada durante mil años, no tocar más la madera de una nave y morir cayéndome de una mecedora si no es verdad lo que contaré, como es verdad que me llamo Jim Guinea.

Lo juro por el demonio: en cuarenta años de navegación nunca vi nada parecido a aquello que le sucedió al capitán Charlemont.

 

Hace años me encontraba en el puerto de Cape Heat, en África del Sur. Había vuelto de una travesía bastante agitada en un ballenero americano, el Holy Moses. Un año de tempestades, hombres caídos al mar y ballenas carroñeras como predicadores. Además, había perdido una oreja discutiendo a navajazos con un contramaestre. Así que me fui a casa de un chino que controlaba todo el puerto y le pedí un embarque más tranquilo.

— Aquí tengo uno suave como la seda, Guinea —me dijo el chino riendo—, pero tendrás que comprarte ropa nueva.

Me lo explicó todo. La nave que partía era la Fidèle, una goleta nueva, lustrada a mano, una joyita de barco. Transportaba plantas raras y animales para los zoológicos. La comandaba un noble inglés, el capitán Charlemont. Un capitán extraño, según decía el chino. En cada viaje llevaba consigo un guardarropa completo. Su cabina era, según decían quienes la habían visto, más bella que aquella del almirante Queiray, con telas preciosas, cuadros de pintores famosos y dos estatuas de Neptuno en ébano de Polinesia, que formaban las columnas del baldaquino de la cama.

La nave estaba totalmente construida con maderas nobles y no tenía un solo bao, un solo clavo, un solo tubo que no estuviese resplandeciente. El cocinero era francés, los segundos oficiales estaban escogidos de entre los más nobles vástagos de la Marina Real, y la paga por marinero era de trescientas guineas por travesía, el doble de lo usual. Pero todo este lujo no era para cualquiera: el capitán quería marineros dignos de la Fidèle. Los quería altos, de porte fiero y elegante. Su tripulación debía parecer más un regimiento inglés que una de esas catervas de zafios tan comunes en los puertos tropicales.

— Por trescientas monedas —dije al chino— estoy dispuesto a dar clases de buenas maneras y a dormir junto a un barril de ron sin tocarlo.

Así que me fui a un barbero que me trasquiló la barba de seis meses, me até la coleta con una cinta amarilla y disimulé mi oreja mutilada bajo un gorro de lana. Aquella noche me topé con dos comerciantes franceses, y con la punta de la navaja en el cuello me hice prestar gentilmente los calzones de uno y la chaqueta del otro. Así que, sin haberme mirado en el espejo, la mañana siguiente caminaba hacia el muelle. Y debía estar realmente encantador, porque todos se daban codazos y se volvían a mirarme. Cuando arribé a la fila del embarque me llevé una gran sorpresa: justo delante de mí había dos ex compañeros del ballenero. Se llamaban Buck Shan y Víctor Fernández, y les aseguro que habrían podido desvalijar a alguien con sólo alzar la ceja, tal era la jeta que tenían.

También ellos habían tratado de mejorar su aspecto. Buck Shan, un negro de casi dos metros de alto, se había procurado un sombrero de copa gris y una hopalanda azul que le llegaba más o menos por la mitad del muslo. Fernández había robado unas botas militares y exhibía un chaleco de cuero con arabescos sobre una camisa que, en sus orígenes, debió haber sido de seda blanca. Fumaban satisfechos en pipa, y escupían al suelo como verdaderos caballeros. Apenas me vieron rompieron a reír, casi tanto como yo al verlos a ellos. ¡Chicos, qué no se hará por trescientas guineas!

Aguardamos un poco a que la fila avanzase, y por los rostros taciturnos que veíamos regresar comprendimos que el capitán era verdaderamente exigente. Llegó al fin nuestro turno y allí estaba el capitán Charlemont, entre English gentlemandos oficiales pequeñajos y relucientes y vestidos de raso brillante como colibríes. El capitán, en cambio, parecía una enorme foca, todo vestido de piel negra, con una pluma verde en el sombrero y guantes hasta los codos. Tenía el semblante blanco como un ahogado, enmarcado por largos cabellos rubios, un fino y cuidado bigote y una perilla de rizo que te daban ganas de colgar en ella la chaqueta. Parecía un cuadro de museo, igual que uno que vi una vez en Cuba. Escribía nuestro nombre haciendo ondear una pluma de oca sobre el libro de a bordo, y de cuando en cuando extraía tabaco de una tabaquera de ostra Katan. ¡Era todo un caballero inglés!

El primero de nosotros que acudió a Su Presencia fue Fernández.

— ¿Nombre? —preguntó el capitán.

— Victor Hemanuel Fernandez.

— Señor…

— Oh no, ojalá fuera un señor, soy apenas un pobre marinero…

Risitas de los oficiales colibríes.

— El capitán —explicó uno de ellos— quiere decir que se le debe llamar señor, alcornoque…

— A sus órdenes, señor alcornoque.

Fernandez no era un prodigio de buenas maneras pero era despierto. El capitán Charlemont lo examinó de arriba abajo, y luego preguntó:

— ¿Cuál ha sido tu último embarque, marinero?

— El Holy Moses, señor. Un ballenero, señor…

— ¿Y qué trabajo hacías?

— Yo corto, señor.

— ¿En qué sentido?

— En el sentido, señor, de que cuando la ballena es apresada y subida a bordo, señor, le clavamos una buena sierra en el agujero del culo, señor, y le sacamos el alma y las tripas, señor, hasta que acaba siendo toda aceite y filetes, señor.

Bello y colorido lenguaje el del caballero Fernández. Charlemont enarcó las bien diseñadas cejas y se puso a examinar al cortador.

— ¿No estarás tatuado, verdad? No quiero marineros decorados con obscenidades en mi tripulación…

— Oh no, señor; bueno, sólo algunas cosillas, señor.

— Desnúdate y déjame verlos.

Fernández se quitó la camisa con un suspiro. Sobre el tórax tenía una sirena con dos tetas de abordaje; en un brazo un dragón de tres cabezas por cada una de las cuales escupía palabrotas en chino malayo y malgache; en el otro brazo una sarta de Mary Ellens y Mary Anns, con corazones atravesados; y para acabar, más abajo, una ballena con el ojo en su ombligo.

— No embarca. Adelante, otro —dijo el capitán.

Fernández no se desanimó, le birló la tabaquera y desapareció.

He aquí al caballero Buck Shan.

— ¿Tu nombre?

— Buckingham Shan, señor.

— ¿Último barco?

— También el Holy Moses, señor.

— ¿Y qué hacías?

— Era el arponero. Cuando la ballena se ponía a tiro yo cumplía con mi deber, señor, y le metía mi arpón justo allí donde se me ordenaba, señor.

Cuando quería, Buck era un verdadero dandi.

— Y ¿qué otra cosa sabes hacer sobre un navío?

— Todo aquello que sepa hacer el diablo, señor, es decir, todo el trabajo pequeño y grande que me sea ordenado, señor; si se trata de lavar el puente pues muy bien, si se trata de subir a la cofa o de cocinar Buck no se echa atrás, si debo permanecer en el timón aquí me tiene, si me lo ordenan…

— Entiendo, entiendo —dijo Charlemont. Lo escuchamos susurrar al primer oficial: tiene un buen físico, bien vestido y peinado no quedará mal.

— Embarcas —dijo al fin Charlemont.

— Gracias, señor —dijo Buck, y pasando muy cerca de la fila me hizo un gesto de burla. Me tocaba.

— ¿Tu nombre, marinero?

— Jim Guinea, señor.

— Extraño nombre…

— Soy huérfano, señor… No he conocido ni a mi padre ni a mi madre… Pero nací en Guinea, y esto es todo lo que sé, señor.

— No pretendemos que los marineros sean vizcondes, pero al menos… Bah, veamos… ¿Tu último barco? No me digas que tú también…

— Acertó, señor.

— Apuesto a que también arponero… Bueno, no andaremos tras las ballenas en la Fidèle… Imagino que no sabrás hacer otra cosa que manejar ese chisme tuyo…

Risitas entre los petimetres. ¿Pero qué tipo de gente es ésta? Decido jugarme el todo por el todo.

— También entiendo de plantas y animales, señor capitán.

— ¿Lo dices en serio?

— Me crió un brujo de la tribu Anamande, que me enseñó todo lo que sabía…

— Bueno… esto cambiaría las cosas… pero no sé si creerte.

— La pluma que tiene en el sombrero es de un ororoko, señor… un ave que pone huevos cada siete años.

Charlemont y los petimetres se consultan y llegan a un acuerdo. ¡Contratado!

Bueno, son verdaderamente estúpidos. Uno no puede haber navegado las islas del Pacífico sin haber visto una pluma de ororoko. En cuanto a lo de los huevos cada siete años, bueno, probé y me fue bien. ¡Que el diablo me seque la lengua si sé cuántos huevos pone el maldito pájaro!

Partimos una mañana de junio. Estábamos formados en el puente. El capitán nos había hecho afeitar y peinar. Teníamos sombreros y botas nuevas y una chaqueta azul con la inscripción en oro “Fidèle”. Jamás había visto una porquería de ese género sobre una nave; sobre el muelle los marineros se retorcían de risa y nos lanzaban besos. ¡Qué vergüenza! Pero por trescientos pesos me visto hasta de salmonete.

6 de agosto de 2010

La coqueta

THE COQUETTE
Cuento incluido en Little Tales of Misogyny
PATRICIA HIGHSMITH

Hubo una vez una coqueta que tenía un pretendiente del que no se podía deshacer. Él tomó en serio sus promesas y confesiones, y no la dejaba. Incluso creyó sus insinuaciones. Esto la molestaba, porque entorpecía la posibilidad de nuevas relaciones ocasionales, con sus regalos, halagos, flores, cenas y todo eso.

Al final Yvonne insultó y mintió a su pretendiente Bertrand, y no se le entregó literalmente nunca... lo que era aún menos comparado con el nunca que ella se daba a sus otros amigos masculinos. Aun así, Bertrand no cejó en sus atenciones, porque consideraba el comportamiento de ella normal y femenino, un exceso de modestia. Ella incluso le largó un sermón, y por una vez en su vida dijo la verdad. Deshabituado como estaba a la verdad, presumiendo falsedad en una mujer bonita, él entendió sus palabras al contrario, y continuó con su baile de atenciones.

Multiple choice, Joyce BallantyneMultiple choice – Joyce Ballantyne

En su casa, Yvonne trató de envenenarlo usando arsénico en las copas de chocolate, pero él se recuperó y lo tomó como una prueba encantadora y enorme del temor de ella a perder su virginidad, aunque la había perdido a los diez años, cuando había dicho a su madre que fue violada. De esta manera Yvonne había enviado a prisión a un hombre de treinta años. Durante dos semanas había estado intentando seducirlo, diciendo que tenía quince años y que estaba loca por él. Fue un gran placer para ella arruinar la carrera del hombre, hacer infeliz y avergonzar a su mujer, y desconcertar a su hija de dieciocho años.

Otros hombres advirtieron a Bertrand. “Todos lo hemos conseguido”, dijeron, “incluso nos hemos ido a la cama con ella una o dos veces. Tú ni siquiera has tenido eso. ¡Y ella no vale la pena!”. Pero Bertrand pensó que, a los ojos de Yvonne, él era diferente, y aunque se daba cuenta de que su pertinacia se salía de lo común, la consideraba una virtud.

Yvonne azuzó a un nuevo pretendiente para que matara a Bertrand. Se ganó la lealtad del nuevo pretendiente prometiéndole que se casaría con él si eliminaba a Bertrand. Y dijo lo mismo a Bertrand respecto del otro hombre. El nuevo pretendiente desafió a Bertrand a un duelo, marró su primer disparo y entonces empezó a hablar con su pretendida víctima (la pistola de Bertrand se había negado en redondo a disparar). Descubrieron que ambos habían recibido promesas de matrimonio. Entretanto, ambos hombres le habían hecho regalos caros y le habían prestado dinero en pequeñas crisis durante los últimos meses.

Estaban resentidos, pero no se les ocurría ninguna idea para frenarla. Así que decidieron asesinarla. El nuevo pretendiente fue a verla y le dijo que había matado al estúpido y persistente Bertrand. Entonces Bertrand llamó a la puerta. Los dos hombres fingieron pelear. En realidad, empujaron a Yvonne entre ellos y la mataron de varios golpes en la cabeza. Su historia fue que ella intentó interferir y que recibió un golpe por accidente.

Dado que el juez del lugar también había sufrido en sus carnes la coquetería de Yvonne, y que los parroquianos se habían reído de él por ello, se mostró secretamente complacido de su muerte, y sin más dejó a los dos hombres libres. También fue suficientemente inteligente para saber que los dos hombres podrían no haberla matado si no se hubieran encaprichado con ella... un estado que inspiró su piedad, teniendo sesenta años como tenía.

Sólo la criada de Yvonne, que siempre había obtenido buenos sueldos y propinas, asistió a su funeral. Incluso la familia de Yvonne la detestaba.

9 de julio de 2010

El hombre impuntual


Mi vida es la historia de un hombre que no llegó nunca a tiempo a ningún sitio.

Cuando era pequeño, mi madre conseguía con gran esfuerzo que cogiese por las mañanas el tranvía número 3, que me llevaba al barrio de la escuela. Pero siempre ocurría algo que frustraba mis propósitos de puntualidad:

un perro rabioso me perseguía hasta el límite de las murallas antiguas

una avería general en el tendido eléctrico detenía a todos los tranvías de la ciudad durante tres horas

un muro derrumbado por la tormenta impedía mi paso cuando sólo me faltaban trescientos metros para alcanzar la verja de la escuela.

Nunca llegué a las citas concertadas con las chicas que me prometían su amor. Emocionado y nervioso, malgastaba el tiempo en escoger la ropa más adecuada para la excepcional ocasión:

no era capaz de decidirme por el pantalón azul con camiseta verde

o por el negro acompañado de camisa gris, con o sin chaqueta, con o sin corbata

o por el traje castaño, de pata de gallo, con chaleco de satén.

Perdí todos los trenes, todos los barcos, todos los aviones en los que algún día soñé con viajar lejos de los muros del tiempo.

Cuando llegaba a la estación, me desesperaba al atisbar el humo de mi tren trazando señales de despedida desde la última curva del camino de hierro.

Los barcos silbaban desde lo alto del arco del horizonte, burlándose de mí.

Los aviones escribían en el aire con gas de color rojo mi nombre de pasajero retrasado.

No llegué a tiempo a mi primera entrevista de trabajo. Ni a la segunda. Tampoco fui puntual en la tercera. Pendiente del reloj, caminaba a zancadas por la calle. Algunas veces me paralizaba la angustia de perder aquella irrepetible oportunidad.

De pronto, el escaparate de un bazar atraía mi atención. Y me quedaba atontado contemplando la alegría de los juguetes mecánicos en movimiento:

un carrusel de seis renos

dos hombres empujando de cada extremo una sierra de mano

una caja de música con una bailarina vestida de sedas azules girando y girando alrededor de su propio eje.

Giraba ella y giraban y giraban las agujas de mi reloj enloquecido. Cuando, por fin, lograba liberarme de la succión del doble remolino y me situaba frente a la puerta de la oficina, tropezaba con la sonrisa cínica de un hombre grande que ocupaba las escaleras de entrada y que, señalándome con el dedo, gritaba así:

- ¡El trabajo es para mí! ¡Usted llegó demasiado tarde!

Nunca llegué a tiempo de compartir con mis amigas y amigos las fiestas a las que fui invitado. Incluso perdí la ocasión de participar en la que organizaron para celebrar mi 30 cumpleaños.

Yo llegaba siempre cuando las botellas ya estaban vacías y en los platos apenas quedaban restos tristes del pastel machacado. Mis colegas abandonaban, satisfechos y cansados, el salón de la fiesta y no me reconocían. Nadie identificaba mi cara, deformada por la expresión absurda de quien nunca llega a tiempo a ningún sitio.

Perdí siempre el tiempo del que disponía, poco o mucho, para poder cumplir mis más modestos sueños:

ver zarpar una fragata con todas sus velas desplegadas

acomodarme en el patio de butacas del teatro para escuchar la obertura de un ópera magnífica

comprar el libro de mi poeta más querido, recién editado, que desapareció de todas las librerías antes de que pudiese hacerme con él.

Tampoco fui capaz de llegar a la cita decisiva con la curandera que había garantizado el remedio de mis desarreglos de impuntualidad— Esta vez procure usted ser puntual. Es la tercera casa, la de color amarillo, al principio de la sexta travesía, contando desde el puente viejo.

Recorrí travesías y callejas una y otra vez, distinguí nueve casas de color amarillo y me extravié por el laberinto de las calles hasta la primera luz del día. Borracho de cansancio y desesperación, caí sobre las vías del tren.

Aquel tren venía con retraso y no llegó a tiempo de destriparme. Harto de esperar, me levanté despacito y despacito regresé a mi casa. Desde entonces sé que nunca voy a llegar puntual al encuentro con mi propia muerte.

Tampoco llegaré a tiempo al final de este relato. Que acaba aquí, mientras yo continúo caminando muy despacio por las páginas blancas, sin prisa y sin tiempo, sin tiempo.

Xosé Mª Álvarez Cáccamo.