"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

* *

17 de febrero de 2011

Bar Sport (I)


Introducción histórica

El hombre primitivo no conocía el bar. Cuando se levantaba por la mañana, en su caverna, sentía de pronto un fuerte deseo de café. Pero el café no se había inventado todavía y el hombre primitivo arrugaba la frente asumiendo la típica expresión simiesca. No había ni siquiera bares. Los solteros, por la noche, se encontraban en cualquier gruta, se ponían en semicírculo y se intercambiaban golpes de mazo en la cabeza según un estricto ritual. Era una diversión muy tosca y pronto pasó de moda. Entonces los hombres primitivos comenzaron a reunirse en cavernas y a hacerse caricaturas en los muros, que entre ellos llamaban en broma graffitis paleolíticos. Pero esta primera tentativa de bar resultó fallida. No existía la moviola, la vistosa zancadilla, el seco tiro rasante, el regate embriagador y el arbitraje escandaloso y la conversación languidecía entre eructos y gruñidos.
Los antiguos romanos, en cambio, inventaron pronto la taberna observando el vuelo de los pájaros, y los suburbios eran un verdadero hervidero de bares. Los taberneros se hacían de oro, tanto que se convirtieron pronto en la clase dominante. César comenzó su carrera como camarero, y conservó toda su vida la pésima costumbre de exigir propinas de los bárbaros vencidos.
En los bares romanos se bebía mucha menta, vino de las colinas y absenta. Las leyes eran muy severas: al que pescaban borracho le cortaban la lengua. Esta disposición fue revocada en el momento en el que las sesiones del Senado empezaron a desarrollarse en perfecto silencio.
Los camareros eran en su mayor parte esclavos cartagineses. Pero había también muchos filósofos griegos, que servían las mesas para continuar sus estudios. Aristóteles trabajó de camarero durante dos años en el “Porcus Rotitus”, y tuvo la intuición para su Lógica observando a un cliente que intentaba ensartar una gruesa cebolla con un tenedorcito. Platón hizo de pinche en el “Pomplius”, uno de los restaurantes más de moda en Roma en el que el carrito de los postres era una biga de dos caballos.
También en Grecia los bares tuvieron gran difusión. Los filósofos Peripatéticos enseñaban en las terrazas y terminaban las lecciones completamente borrachos. Pitágoras inventó su famosa tabla porque estaba cansado de que lo liasen con la cuenta de las cervezas, y Zenón se convirtió en Estoico porque no tenía nunca la paciencia de esperar a que su chocolate se enfriase en la taza.
La Edad Media fue una de las épocas doradas de los bares. Se inventó la casa de postas para caballos, donde los caballos podían descansar y los caballeros refocilarse. En realidad la cosa era así: el caballero le preguntaba al caballo. “¿Estás cansado, sí?”, se paraba y bebía. Esto sucedía incluso treinta, cuarenta veces en un kilómetro.
En las tabernas uno se paraba a batirse en duelo y a abofetearse con los guantes. D’Artagnan retaba y mataba a todos aquellos que jugaban al flipper, porque el ruido lo sacaba de quicio.
En estas tabernas, que tenían nombres como “El Gallo de oro”, “La Oca barbuda” “El Agujero del diablo”, se bebía en copas pesadísimas, altas hasta casi medio metro, incrustadas de rubíes y zafiros, con aceitunas gigantescas como sandías.
Una variante célebre de estas tabernas era la de los piratas, donde se bebía casi exclusivamente ron. En realidad los piratas estaban locos por el frappé: pero embrutecidos y habituados a la vida del mar, acababan siempre por clavarse las cucharillas en los ojos. Por eso el noventa por ciento llevaban el famoso parche.
Muchos terminaron destruidos por el “agua de fuego”, hasta que el famoso Morgan el ciego descubrió que el frappé se podía beber también con la pajita. Por esta intuición la reina de Inglaterra lo nombró baronet y le regaló un timón en polipiel de leopardo.
Algunas de estas tabernas eran legendarias, como “El Cañon de las Antillas”, cuyo propietario era el famoso O’Shamrok. O’Shamrok tenía un papagayo extraordinario, Bozambo, que había adiestrado para llevarlo sobre el hombro. Es decir era el papagayo el que sostenía a O’Shamrok en el hombro, el cual se mantenía agarrado con los pies encogidos. El papagayo servía a los clientes en tres lenguas y O’Shamrok fumaba en pipa y se limitaba a decir cretineces como “O’Shamrok quiere pipas de calabaza” u “O’Shamrok dice buenas tardes. Eeeerk”, y cosas por el estilo. En aquella taberna se podía entrar sólo con una pierna de madera, o con un ojo de cristal, o con un garfio en lugar de mano, ya que había siempre un herrero dispuesto a separar a los clientes que se saludaban. El cliente más agradecido era el Olonese, que era en realidad una mesita de noche con un brazo y un sombrero en la cabeza. Cuando estaba de broma, abría la puertecita de abajo y enseñaba el orinal, provocando la hilaridad de los presentes. Murió en Maracaibo: los suyos se amotinaron y de noche le llenaron la cama de termitas.
Otro cliente habitual era el Corsario Negro. Tenía una pierna de madera mal ajustada, y cuando cambiaba el tiempo las junturas le producían unos dolores atroces. Cuando esto sucedía, el Negro perdía la cabeza, empezaba a gritar y con la cimitarra se cortaba la pierna. Por eso uno de sus hombres lo seguía siempre con una bolsa de golf llena de piernas de recambio. El Corsario Negro era muy vanidoso y tenía más de trescientas, todas de madera noble, de combate, de paseo y de noche. Tenía incluso una de naufragios, que terminaba en una aleta de teca.
Una noche que estaba muy borracho y tenía mucho dolor, el Corsario Negro cogió la cimitarra y se cortó la pierna buena. Al principio no quiso admitir el error y continuó jugando estóicamente al chemin de fer. Hacia medianoche, sin embargo, comenzó a balancearse en la silla y a decir que no se encontraba bien. Por fortuna había allí un cirujano, Almond el asesino, que regó de whisky la herida y dijo: “Negro, resiste, ahora te haré un poco de daño”. El Corsario dijo: “No tengo miedo del dolor. Pero ¿qué dirá mi madre?”. Almond le montó dos piernas, pero una era más larga, de esta forma el Corsario estaba en pie un momento y después se precipitaba hacia la derecha. Entonces montó dos iguales, pero una era oscura y otra clara y el Corsario cuando se miró al espejo se puso a llorar. Finalmente consiguió montarle dos que estaban bien, pero justo en aquel momento entraron los esbirros del ejército inglés, capitaneados por Nelson. Todos los piratas consiguieron escapar deslizándose con el garfio por las cuerdas de los tendederos. Solo el Corsario Negro quedó parado en medio de la sala, con las piernas de madera, sin conseguir moverse. Nelson lo vió y dijo: “Negro, qué es esto, ¿otro de tus sucios trucos?”. El Corsario Negro replicó sardónico: “Guau”, e intentó escapar a cuatro patas. Fue hecho prisionero y arrojado en la cárcel, para ser ahorcado al día siguiente
La piratería, aquella noche, se reunió en la nave del Olonese para estudiar una manera de liberar al Corsario Negro. Pero en la costa lanzaban fuegos artificiales, y todos se precipitaron a cubierta para verlos, así que nadie se acordó más del desventurado. Por la mañana el Corsario Negro se presentó en el cadalso con una sonrisa irónica. Continuó sonriendo incluso cuando le ponían la soga alrededor del cuello. De hecho se había mandado hacer, durante la noche, dos piernas de madera de seis metros de largo, y cuando la trampilla se abrió él quedó en pie sobre los zancos. El verdugo tuvo que ir debajo del cadalso con una sierra. Pero mientras tanto de la nave del Olonese partió una ráfaga de cañonazos que acertó de pleno en el cadalso, y el Negro huyó con la horca sobre los hombros, llegó hasta el mar, robó un bote y regresó con los suyos, que sin embargo se amotinaron y lo hicieron embalsamar. Pero nos estamos yendo de la historia.
Pasemos entonces a la Revolución francesa: en este periodo los bares tuvieron momentos fulgurantes. Los nobles pasaban allí casi todo el día.
Cristóbal Colón había estado hacía poco en América, y apenas desembarcado había visto a los indígenas que llevaban al cuello extraños objetos de hierro, con forma de cilindro y un pequeño pico. Los indios, en su dialecto, lo llamaban “napolitana” o “moka”, que quería decir “máquina-de-hierro-del-negro-zumo-que-te-despierta”. Ellos llevaban en estos cilindros un licor denso y oscuro, del que bebían cantidades increíbles. Cristóbal Colón quiso probarlo y enseguida dijo: “Falta el azúcar”, después propuso un trueque, y consiguió tres de esas máquinas por trescientos despertadores. Los indígenas, satisfechos, lo llamaron “Bazuk” (hombre-blanco-que-hace-los negocios-a-lo-bruto), e hicieron un bailecillo en su honor.
Colón regresó a España, y apenas llegado a la corte de la reina Isabel, se inclinó a sus pies con el recipiente en la mano y le hizo una gran mancha sobre el vestido engarzado de diamantes. La reina airada dijo: “¿Qué fais?” (¿Qué haces?), puede que no dijese exactamente eso, de cualquier forma desde aquel día la bebida se llamó Queffé y después Caffè, aunque el pueblo irreverente insistía en llamarlo Cazzofia. En la corte española el café se puso pronto de moda: pero podían beberlo sólo los hombres, ya que para las mujeres era escandaloso hacerse ver con una tacita en la mano. En realidad, las damas de la corrupta corte de Isabel todas las noches, a escondidas, se delizaban fuera del palacio real disfrazadas de palafreneros, e iban a beber el café a los barrios bajos. Un día el cocinero de palacio, Olivares, sorprendió a la reina que a escondidas urgaba en el cubo de los desperdicios para recoger un puñado de restos. Para acallar el escándalo el rey tuvo que nombrarlo marqués y ahorcarlo.
De España el café voló a Francia, donde se convirtió en la bebida preferida de la nobleza. Allí, el abad Sièyes, conocido tacaño, inventó el cappuccino, que originalmente en lugar de leche llevaba agua.
Los nobles franceses, como se dijo antes, ofrecían un triste espectáculo pasando todo el tiempo en el bar y divirtiéndose al escupir los huesos de las olivas sobre el Tercer Estamento. El pueblo clamaba, y París era ya un polvorín. La chispa saltó en un espisodio sucedido en el bar “El Canario musculoso”; el marqués de Poissac, conocido libertino, echó una bola de helado en el escote de una camarera, y el marido de ésta lo persiguió entre las mesas y lo mató. Enseguida el pueblo, armado de horcas, salió a la calle e hizo una masacre de aristócratas. El rey, teniendo en cuenta que la Cia no estaba todavía constituída, no tuvo más remedio que huir. Pero cuando estaba ya con una pierna sobre el alféizar de la ventana, le llegó la noticia de que los revolucionarios se habían reunido en el juego de la pelota. Entonces fue hacia allí jadeante, y de hecho allí los encontró jugando, y estaban discutiendo porque Robespierre había fallado un remate.
“Yo también quiero jugar”, dijo el rey, y todos le saltaron encima y lo llevaron a la guillotina.
Mientras tanto, en Italia, Girolamo Savonarola denunciaba la corrupción de la nobleza y lanzaba el café Hag. El resto es la historia de nuestros días.

15 de febrero de 2011

En algún lugar al que nunca viajé

E. E. Cummings

E.E.Cummings

en algún lugar al que nunca viajé, por fortuna más allá
de toda experiencia, tus ojos tienen su silencio:
en tu gesto más delicado hay cosas que me cierran,
o que no puedo tocar porque están demasiado cerca.

tu más ligera mirada me libera fácilmente
aunque como unos dedos yo me haya cerrado,
me abres siempre, pétalo a pétalo, como abre la primavera
(rozando diestra, misteriosa) su rosa primera

o si tu deseo es cerrarme, yo y mi vida
nos cerraremos con hermosura, súbitamente,
como cuando el corazón de esta flor imagina
la nieve que cae con cuidado por todas partes;

nada que podamos percibir en este mundo iguala
el poder de tu intensa fragilidad: esa textura suya
me obliga con el color de sus tierras,
trayendo muerte y eternidad en cada respiración

(no sé qué es lo que hay en ti que cierra
y abre; sólo algo en mí comprende que la voz
de tus ojos es más profunda que todas las rosas)
nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas