Mi vida es la historia de un hombre que no llegó nunca a tiempo a ningún sitio.
Cuando era pequeño, mi madre conseguía con gran esfuerzo que cogiese por las mañanas el tranvía número 3, que me llevaba al barrio de la escuela. Pero siempre ocurría algo que frustraba mis propósitos de puntualidad:
un perro rabioso me perseguía hasta el límite de las murallas antiguas
una avería general en el tendido eléctrico detenía a todos los tranvías de la ciudad durante tres horas
un muro derrumbado por la tormenta impedía mi paso cuando sólo me faltaban trescientos metros para alcanzar la verja de la escuela.
Nunca llegué a las citas concertadas con las chicas que me prometían su amor. Emocionado y nervioso, malgastaba el tiempo en escoger la ropa más adecuada para la excepcional ocasión:
no era capaz de decidirme por el pantalón azul con camiseta verde
o por el negro acompañado de camisa gris, con o sin chaqueta, con o sin corbata
o por el traje castaño, de pata de gallo, con chaleco de satén.
Perdí todos los trenes, todos los barcos, todos los aviones en los que algún día soñé con viajar lejos de los muros del tiempo.
Cuando llegaba a la estación, me desesperaba al atisbar el humo de mi tren trazando señales de despedida desde la última curva del camino de hierro.
Los barcos silbaban desde lo alto del arco del horizonte, burlándose de mí.
Los aviones escribían en el aire con gas de color rojo mi nombre de pasajero retrasado.
No llegué a tiempo a mi primera entrevista de trabajo. Ni a la segunda. Tampoco fui puntual en la tercera. Pendiente del reloj, caminaba a zancadas por la calle. Algunas veces me paralizaba la angustia de perder aquella irrepetible oportunidad.
De pronto, el escaparate de un bazar atraía mi atención. Y me quedaba atontado contemplando la alegría de los juguetes mecánicos en movimiento:
un carrusel de seis renos
dos hombres empujando de cada extremo una sierra de mano
una caja de música con una bailarina vestida de sedas azules girando y girando alrededor de su propio eje.
Giraba ella y giraban y giraban las agujas de mi reloj enloquecido. Cuando, por fin, lograba liberarme de la succión del doble remolino y me situaba frente a la puerta de la oficina, tropezaba con la sonrisa cínica de un hombre grande que ocupaba las escaleras de entrada y que, señalándome con el dedo, gritaba así:
- ¡El trabajo es para mí! ¡Usted llegó demasiado tarde!
Nunca llegué a tiempo de compartir con mis amigas y amigos las fiestas a las que fui invitado. Incluso perdí la ocasión de participar en la que organizaron para celebrar mi 30 cumpleaños.
Yo llegaba siempre cuando las botellas ya estaban vacías y en los platos apenas quedaban restos tristes del pastel machacado. Mis colegas abandonaban, satisfechos y cansados, el salón de la fiesta y no me reconocían. Nadie identificaba mi cara, deformada por la expresión absurda de quien nunca llega a tiempo a ningún sitio.
Perdí siempre el tiempo del que disponía, poco o mucho, para poder cumplir mis más modestos sueños:
ver zarpar una fragata con todas sus velas desplegadas
acomodarme en el patio de butacas del teatro para escuchar la obertura de un ópera magnífica
comprar el libro de mi poeta más querido, recién editado, que desapareció de todas las librerías antes de que pudiese hacerme con él.
Tampoco fui capaz de llegar a la cita decisiva con la curandera que había garantizado el remedio de mis desarreglos de impuntualidad— Esta vez procure usted ser puntual. Es la tercera casa, la de color amarillo, al principio de la sexta travesía, contando desde el puente viejo.
Recorrí travesías y callejas una y otra vez, distinguí nueve casas de color amarillo y me extravié por el laberinto de las calles hasta la primera luz del día. Borracho de cansancio y desesperación, caí sobre las vías del tren.
Aquel tren venía con retraso y no llegó a tiempo de destriparme. Harto de esperar, me levanté despacito y despacito regresé a mi casa. Desde entonces sé que nunca voy a llegar puntual al encuentro con mi propia muerte.
Tampoco llegaré a tiempo al final de este relato. Que acaba aquí, mientras yo continúo caminando muy despacio por las páginas blancas, sin prisa y sin tiempo, sin tiempo.
Xosé Mª Álvarez Cáccamo.
7 comentarios:
Como todo el mundo sabe, en el norte hay una media hora de retraso respecto al horario de los países civilizados (a saber, países donde el termómetro estalla en época estival, y sólo pasean por las calles algunos acangrejados guiris). Es por ello que la cronopial conjunción ha sufrido un leve retraso. Digamos que el cronopio caballeresco aludido, cuyo fondo fama tal vez sea mayor de lo debido, ha estado a punto de tirarse por una de las torres catedralicias de la praia as Catedrais, porque no hay nada como ser padre y de adolescentes para despojarse de la cronopiedad y entrarle a uno unas ganas tremendas de suicidarse o, en su defecto, convertirse en un padrefama cabrón. Seguiremos confiando en el jodido caos...
Saludos a Lulita cascabelera, y al amigo Pepe Cáccamo que estará presentando ahora mismo un librito precioso y absolutamente cronopístico que os recomiendo sin reservas. Besos y abrazos para ellos y la concurrencia desde un vallecito verde fresquito húmedo silencioso adorable de Asturias.
No me ha dado tiempo a acabarlo, pero bueno, aprovecho para salu...
Me ha gustado,por cierto puer ta de la oficina... Está separado.
Querido SIR todo ha salido según lo previsto. No creas que no valoro esos trescientos kilómetros que has tenido que hacer, montaña arriba, cargando con la paellera y el tenedor para poder conectarte. Pero el esfuerzo ha valido la pena y será reconocido por generaciones venideras, no lo dudes. Estos cronopios son la leche...besísimos.:)
DAVID:gracias por venir y por advertir del fallito. Todo en orden. Un beso.
Precioso... Gracias
De nada. Un beso...
Verde de envidia se me pone el hígado de pensar que alguien se pasea por Asturias en tanto que yo me cocino al vapor en la humedad sobrecalentada de Levante.
En cuanto a los hijos adolescentes, lo único que cabe es la resignación. Sabe que te pongas cronopio, fama o esperanza, lo mismo te van a dar. Acaban haciendo sin renedio lo que se les canta. El único consuelo es que acabas acostumbrándote.
Salenas, pues.
Pues sí, Amelia, has dicho, como esos dos gamberros amigos míos, el evangelio. Con los adolescentes no nos queda más que estar y verlas venir... Pero, nada, hay padres que no escarmientan. En cuanto a Asturias, no te preocupes que la vida es muy puñetera y termina poniendo a cada uno en su sitio, y mi sitio, ya lo sabes, es uno donde la barrera del sueño se desmanteló hace décadas... Besos.
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