EL CUENTO DEL MARINERO
(1ª parte)
[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]
Pero el cachalote sólo respira una
séptima parte o el domingo de su vida.
(Hermann Melville)
Que tenga que beber agua salada durante mil años, no tocar más la madera de una nave y morir cayéndome de una mecedora si no es verdad lo que contaré, como es verdad que me llamo Jim Guinea.
Lo juro por el demonio: en cuarenta años de navegación nunca vi nada parecido a aquello que le sucedió al capitán Charlemont.
Hace años me encontraba en el puerto de Cape Heat, en África del Sur. Había vuelto de una travesía bastante agitada en un ballenero americano, el Holy Moses. Un año de tempestades, hombres caídos al mar y ballenas carroñeras como predicadores. Además, había perdido una oreja discutiendo a navajazos con un contramaestre. Así que me fui a casa de un chino que controlaba todo el puerto y le pedí un embarque más tranquilo.
— Aquí tengo uno suave como la seda, Guinea —me dijo el chino riendo—, pero tendrás que comprarte ropa nueva.
Me lo explicó todo. La nave que partía era la Fidèle, una goleta nueva, lustrada a mano, una joyita de barco. Transportaba plantas raras y animales para los zoológicos. La comandaba un noble inglés, el capitán Charlemont. Un capitán extraño, según decía el chino. En cada viaje llevaba consigo un guardarropa completo. Su cabina era, según decían quienes la habían visto, más bella que aquella del almirante Queiray, con telas preciosas, cuadros de pintores famosos y dos estatuas de Neptuno en ébano de Polinesia, que formaban las columnas del baldaquino de la cama.
La nave estaba totalmente construida con maderas nobles y no tenía un solo bao, un solo clavo, un solo tubo que no estuviese resplandeciente. El cocinero era francés, los segundos oficiales estaban escogidos de entre los más nobles vástagos de la Marina Real, y la paga por marinero era de trescientas guineas por travesía, el doble de lo usual. Pero todo este lujo no era para cualquiera: el capitán quería marineros dignos de la Fidèle. Los quería altos, de porte fiero y elegante. Su tripulación debía parecer más un regimiento inglés que una de esas catervas de zafios tan comunes en los puertos tropicales.
— Por trescientas monedas —dije al chino— estoy dispuesto a dar clases de buenas maneras y a dormir junto a un barril de ron sin tocarlo.
Así que me fui a un barbero que me trasquiló la barba de seis meses, me até la coleta con una cinta amarilla y disimulé mi oreja mutilada bajo un gorro de lana. Aquella noche me topé con dos comerciantes franceses, y con la punta de la navaja en el cuello me hice prestar gentilmente los calzones de uno y la chaqueta del otro. Así que, sin haberme mirado en el espejo, la mañana siguiente caminaba hacia el muelle. Y debía estar realmente encantador, porque todos se daban codazos y se volvían a mirarme. Cuando arribé a la fila del embarque me llevé una gran sorpresa: justo delante de mí había dos ex compañeros del ballenero. Se llamaban Buck Shan y Víctor Fernández, y les aseguro que habrían podido desvalijar a alguien con sólo alzar la ceja, tal era la jeta que tenían.
También ellos habían tratado de mejorar su aspecto. Buck Shan, un negro de casi dos metros de alto, se había procurado un sombrero de copa gris y una hopalanda azul que le llegaba más o menos por la mitad del muslo. Fernández había robado unas botas militares y exhibía un chaleco de cuero con arabescos sobre una camisa que, en sus orígenes, debió haber sido de seda blanca. Fumaban satisfechos en pipa, y escupían al suelo como verdaderos caballeros. Apenas me vieron rompieron a reír, casi tanto como yo al verlos a ellos. ¡Chicos, qué no se hará por trescientas guineas!
Aguardamos un poco a que la fila avanzase, y por los rostros taciturnos que veíamos regresar comprendimos que el capitán era verdaderamente exigente. Llegó al fin nuestro turno y allí estaba el capitán Charlemont, entre dos oficiales pequeñajos y relucientes y vestidos de raso brillante como colibríes. El capitán, en cambio, parecía una enorme foca, todo vestido de piel negra, con una pluma verde en el sombrero y guantes hasta los codos. Tenía el semblante blanco como un ahogado, enmarcado por largos cabellos rubios, un fino y cuidado bigote y una perilla de rizo que te daban ganas de colgar en ella la chaqueta. Parecía un cuadro de museo, igual que uno que vi una vez en Cuba. Escribía nuestro nombre haciendo ondear una pluma de oca sobre el libro de a bordo, y de cuando en cuando extraía tabaco de una tabaquera de ostra Katan. ¡Era todo un caballero inglés!
El primero de nosotros que acudió a Su Presencia fue Fernández.
— ¿Nombre? —preguntó el capitán.
— Victor Hemanuel Fernandez.
— Señor…
— Oh no, ojalá fuera un señor, soy apenas un pobre marinero…
Risitas de los oficiales colibríes.
— El capitán —explicó uno de ellos— quiere decir que se le debe llamar señor, alcornoque…
— A sus órdenes, señor alcornoque.
Fernandez no era un prodigio de buenas maneras pero era despierto. El capitán Charlemont lo examinó de arriba abajo, y luego preguntó:
— ¿Cuál ha sido tu último embarque, marinero?
— El Holy Moses, señor. Un ballenero, señor…
— ¿Y qué trabajo hacías?
— Yo corto, señor.
— ¿En qué sentido?
— En el sentido, señor, de que cuando la ballena es apresada y subida a bordo, señor, le clavamos una buena sierra en el agujero del culo, señor, y le sacamos el alma y las tripas, señor, hasta que acaba siendo toda aceite y filetes, señor.
Bello y colorido lenguaje el del caballero Fernández. Charlemont enarcó las bien diseñadas cejas y se puso a examinar al cortador.
— ¿No estarás tatuado, verdad? No quiero marineros decorados con obscenidades en mi tripulación…
— Oh no, señor; bueno, sólo algunas cosillas, señor.
— Desnúdate y déjame verlos.
Fernández se quitó la camisa con un suspiro. Sobre el tórax tenía una sirena con dos tetas de abordaje; en un brazo un dragón de tres cabezas por cada una de las cuales escupía palabrotas en chino malayo y malgache; en el otro brazo una sarta de Mary Ellens y Mary Anns, con corazones atravesados; y para acabar, más abajo, una ballena con el ojo en su ombligo.
— No embarca. Adelante, otro —dijo el capitán.
Fernández no se desanimó, le birló la tabaquera y desapareció.
He aquí al caballero Buck Shan.
— ¿Tu nombre?
— Buckingham Shan, señor.
— ¿Último barco?
— También el Holy Moses, señor.
— ¿Y qué hacías?
— Era el arponero. Cuando la ballena se ponía a tiro yo cumplía con mi deber, señor, y le metía mi arpón justo allí donde se me ordenaba, señor.
Cuando quería, Buck era un verdadero dandi.
— Y ¿qué otra cosa sabes hacer sobre un navío?
— Todo aquello que sepa hacer el diablo, señor, es decir, todo el trabajo pequeño y grande que me sea ordenado, señor; si se trata de lavar el puente pues muy bien, si se trata de subir a la cofa o de cocinar Buck no se echa atrás, si debo permanecer en el timón aquí me tiene, si me lo ordenan…
— Entiendo, entiendo —dijo Charlemont. Lo escuchamos susurrar al primer oficial: tiene un buen físico, bien vestido y peinado no quedará mal.
— Embarcas —dijo al fin Charlemont.
— Gracias, señor —dijo Buck, y pasando muy cerca de la fila me hizo un gesto de burla. Me tocaba.
— ¿Tu nombre, marinero?
— Jim Guinea, señor.
— Extraño nombre…
— Soy huérfano, señor… No he conocido ni a mi padre ni a mi madre… Pero nací en Guinea, y esto es todo lo que sé, señor.
— No pretendemos que los marineros sean vizcondes, pero al menos… Bah, veamos… ¿Tu último barco? No me digas que tú también…
— Acertó, señor.
— Apuesto a que también arponero… Bueno, no andaremos tras las ballenas en la Fidèle… Imagino que no sabrás hacer otra cosa que manejar ese chisme tuyo…
Risitas entre los petimetres. ¿Pero qué tipo de gente es ésta? Decido jugarme el todo por el todo.
— También entiendo de plantas y animales, señor capitán.
— ¿Lo dices en serio?
— Me crió un brujo de la tribu Anamande, que me enseñó todo lo que sabía…
— Bueno… esto cambiaría las cosas… pero no sé si creerte.
— La pluma que tiene en el sombrero es de un ororoko, señor… un ave que pone huevos cada siete años.
Charlemont y los petimetres se consultan y llegan a un acuerdo. ¡Contratado!
Bueno, son verdaderamente estúpidos. Uno no puede haber navegado las islas del Pacífico sin haber visto una pluma de ororoko. En cuanto a lo de los huevos cada siete años, bueno, probé y me fue bien. ¡Que el diablo me seque la lengua si sé cuántos huevos pone el maldito pájaro!
Partimos una mañana de junio. Estábamos formados en el puente. El capitán nos había hecho afeitar y peinar. Teníamos sombreros y botas nuevas y una chaqueta azul con la inscripción en oro “Fidèle”. Jamás había visto una porquería de ese género sobre una nave; sobre el muelle los marineros se retorcían de risa y nos lanzaban besos. ¡Qué vergüenza! Pero por trescientos pesos me visto hasta de salmonete.
2 comentarios:
Bien escogido. Me he reído un montón.
Bueno, Amelia, ya está la segunda parte publicada, y aún quedan un par de trocitos, tal vez tres... Me alegro que te haya gustado. Un beso.
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