"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

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3 de octubre de 2010

Matu Maloa (II)

EL CUENTO DEL MARINERO
(2ª parte)

[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]

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El capitán Charlemont se presentó en uniforme de gala con medallas y un enorme sable cortaverduras. Nos revisó uno por uno, poniendo en su lugar cuellos y botones. ¡Una madre! Luego se sentó en una butaquita, con una bonita pose, con el codo apoyado sobre una fusta de narval.

— Marineros —dijo—, sé que estáis habituados a la disciplina. Pero lo que os pido sobre esta nave no es sólo disciplina... ¡es estilo! Os quiero ver siempre impecables, incluso en la tempestad. ¡No hay océano capaz de hacer olvidar a un hombre que es un caballero! La Fidèle es la nave más bella de la compañía Smithson. Es conocida en todos los puertos del mundo por su elegancia, y nosotros mantendremos alta su fama. Transportamos plantas y animales raros para el jardín botánico de Londres. Obvia decir que todo ello requiere una delicadeza y un cuidado bastante diferente del necesario para descuartizar una ballena. Debéis por tanto haceros dignos de la Fidèle. Y ay si se os vienen a la mente vuestras costumbres marineras, las bravatas, los juramentos y las bromas obscenas. ¡He dicho! Y ahora partamos. ¡Por la gloria de la Fidèle y por trescientas guineas!

La alusión al sueldo apenas suavizó las caras largas. La gente que había sufrido tempestades y abordajes, con un cuchillo en una mano y con la otra aferrada a la jarcia, se mostraba ciertamente poco entusiasmada con la idea de viajar sobre un “salón inglés”.

Decidimos tomarlo a risa. Sobre el puente se escuchaban conversaciones de este tipo:

— ¿Haría el favor el caballero Shan de quitar sus patas de simio de mi driza, a fin de que yo pueda izar la vela?

— Dispense, caballero Guinea, que el demonio lo ahogue por su cortesía.

— ¿Haría el favor el grandísimo hijo de puta caballero Macaulay de dejar de escupir contra el viento su maloliente saliva tabacosa, de modo que mi uniforme no se vea mancillado? Porque si no dejara de hacerlo mi egregia mano podría a continuación alisarle la dentadura...

— En ese caso, señoría, nada me impediría probar la dureza de este espléndido orinal sobre su excelentísima cabeza de bastardo.

Así la Fidèle dejó el puerto rumbo a la aventura. No habíamos salido todavía del golfo cuando de debajo de la cubierta salió un hombre con grandes ojos saltones, vestido de negro. Se presentó a todos nosotros muy cortésmente, uno por uno. Dijo llamarse profesor Gwiskard, ser científico asesor en el viaje y sufrir condenadamente de mareos. Por los ojos saltones y el color verde fue rápidamente apodado como “el Salamanquesa”. Y con esta última sorpresa nos fuimos mar adentro, mientras Charlemont, a popa, tomaba el té.

— ¡Bah! —suspiró el filósofo de a bordo, Huysmans el holandés— creemos que acabaremos desesperados. No lo parece, pero quizás sea un buen capitán.

precol_botanical-exp_lg Huysmans era un iluso. En pocos días de navegación los marineros nos preguntábamos quién le habría enseñado al capitán Charlemont a manejar una nave. Parecía que tuviera miedo de gastarla. Navegaba a solo un viento de tres, cuatro nudos, a media vela. En cuanto se alzaba un buen viento para por fin hacerla correr, llevaba a la Fidèle al abrigo de cualquier rada y esperaba a que el viento amainase. Así, para arribar al golfo de Guinea, a las islas Bijagos, tardamos el doble de lo necesario. Pero no parecía importarle: su única preocupación era nuestra divisa, los cobres de la Goleta y las ceremonias de izamiento de la bandera. En el cálculo de la ruta, él y sus oficiales colibríes empleaban la mañana entera, mientras que nosotros lo hacíamos de inmediato y a ojo, de tanto navegar pegados a tierra firme. La comida era decente, los turnos cómodos, pero siempre te arriesgabas a ser castigado por una blasfemia o un cuchillo fuera de su sitio. Un marinero griego recibió veinte golpes de fusta porque fue sorprendido tendiendo los calcetines sobre una jarcia.

En julio llegamos a las islas de Cabo Roto. El capitán Charlemont atracó en Bahía Hugue con una maniobra que un grumete habría ejecutado con más pericia. Pero su descenso en uniforme de gala, con los colibríes en los flancos y Buckingham sosteniendo el paraguas, permaneció en la leyenda local durante años.

La isla estaba habitada por la tribu de los Cabu, cuyo jefe era Mahu Cabu, un viejo amigo mío. Conociendo yo la lengua Cabu negociamos con él para llevarnos plantas raras. En compañía del Salamanquesa, me fui a la jungla y dentro encontramos un verdadero paraíso natural. El Salamanquesa me decía el nombre latino de las plantas, y yo le contaba las leyendas que había oído. Le conté que el ourogoro es una planta carnívora, pero que come sólo animales enfermos. Para saber como están de salud, los indígenas pasan delante de la planta y acercan una mano. Si el ourogoro la muerde, es una fea señal. Le dije que la planta del pan da un solo fruto al año, pero tan bueno y delicado que los pájaros hacen cola durante un mes para picotearlo. Y que el hawazawai, molido y bebido con luna llena, transforma al hombre en abejorro. Y el wama contiene un afrodisíaco tan fuerte que un solo pétalo, acariciando la frente de una mujer, la transforma en un monstruo de placer.

Recogimos con cuidado las plantas en grandes vasijas y por la noche hubo una cena en nuestro honor bajo la tienda del jefe Mahu. Comimos a dos carrillos.

Por su parte el capitán Charlemont, todo melindres, apenas probó la comida, y no pareció para nada reconocer aquella hospitalidad. El jefe Mahu Cabu me dijo que le preguntara al capitán dónde acabarían aquellas plantas, en qué isla y en qué jardín. Cuando el capitán respondió que serían encerradas en una caja de cristal, el jefe Mahu se sintió contrariado y dijo que quería rescindir el contrato.

— Di a tu salvaje —respondió el capitán— que lo que hasta ahora hemos pedido con cortesía podríamos pedirlo con los fusiles.

Por supuesto, no traduje sus desdeñosas palabras, pero dije a Mahu que las plantas serían tratadas con absoluto cuidado y que serían puestas muy cerca de los niños de nuestra isla, que no habían visto nada igual.

El jefe Mahu movió dubitativo la cabeza. Luego quiso saber si el capitán creía que las cosas tenían alma.

El capitán explicó sonriendo que en su país sólo los hombres tenían alma, y quizás no todos.

Entonces el jefe Mahu preguntó cómo hacía el capitán Charlemont para viajar sobre el mar si no creía que el mar tuviese alma.

— El mar tiene un alma que se llama Matu-Maloa, y usted la conocerá —dijo el jefe Mahou.

— No quiero perder más tiempo con estos salvajes —dijo el capitán, y muy cortésmente se levantó.

Volvimos a la nave. Durante el trayecto en chalupa oí al Salamanquesa contradecir con firmeza al capitán y a aquél responder con irritación:

— De una cosa estoy seguro. Entre la cultura de un caballero inglés y estas estúpidas leyendas no hay ninguna relación posible. La única cosa que nos une a este mar es la riqueza que podamos conseguir para la mayor gloria de Inglaterra.

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