EL CUENTO DEL MARINERO
(3ª parte)
[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]
El estribillo fue interrumpido por la llegada del capitán Charlemont, lívido de rabia. ¿Tan locos nos habíamos vuelto para cantar aquella porquería sobre la Fidèle? ¿Acaso una nave inglesa debía servir de escenario a esta grosería? Cogió el ukelele y lo destrozó sobre la amurada. Gritó que ya tenía bastante con nuestra indisciplina y que habría hecho cantar el látigo para acallar nuestro canto. Estaba allí, amenazador, con las piernas abiertas, cuando el buque dio un imprevisto barquinazo, como si hubiese tocado un banco de arena. El capitán acabó tendido en el suelo, y dado que el puente estaba recién enjabonado recorrió media nave deslizándose como una foca sobre el hielo.
Nadie consiguió contener la risa, y a nuestras carcajadas las siguió también un extraño, intensísimo ruido.
El capitán se levantó furioso y ordenó poner a Buckingham tres días entre rejas. Trató de recuperar la dignidad del mando aullando:
— Lancen el escandallo… debe ser un banco de arena.
— No es ningún banco —rió Buckingham mientras se lo llevaban—, es Matu-Maloa, comandante.
— Llévense a este maldito negro —dijo el capitán. Echamos el escandallo. Había seiscientos pies de fondo. Fuera lo que fuese con lo que había chocado la nave, seguro que no era un banco.
Aquella noche yo estaba de guardia. La luna iluminaba el mar por millas y millas. Era una noche en la que, como solía decir Buckingham, “incluso los pretendientes feos se volvían hermosos”. Me encontraba hablando con el Salamanquesa; en el silencio del mar tan solo se oía una cantilena vudú que Buck cantaba en su celda.
Para asombro nuestro, vimos al capitán Charlemont salir a cubierta. Tal vez no podía dormir por el calor. Iba sin uniforme, con la camisa abierta en el pecho y la rubia cabellera bañada en sudor. Seguro que no lo habrían pintado así en la galería de su familia, pero más de una muchacha inglesa, viéndolo, habría suspirado.
El capitán se quedó un buen rato absorto, mirando el mar, mientras la bonanza envolvía el corazón y el alma en un cálido marjal.
Eran las dos. Media milla a babor vimos algo extraño. El mar estaba encrespado, como si algo terrible lo hubiese inquietado.
— ¿Ves tú lo que yo veo? —pregunté a Huysmans.
— Lo veo —dijo el holandés.
— Eh, vosotros dos —dijo el capitán, sintiéndonos hablar preocupados—, ¿qué os pasa?
— Capitán —dije yo—, creo haber avistado una ballena.
— Ah —rió el capitán—, ¡menuda tripulación! No hay ballenas en esta ruta.
Por una vez tenía razón. No habíamos encontrado una sola ballena en aquella zona. Y ahora el mar parecía de nuevo tranquilo. Pero mi instinto de arponero me decía que era una tranquilidad sólo aparente. Y de hecho el mar se agitó y se abrió, y justo delante de nosotros surgió la cabeza de Matu-Maloa. Era el cachalote más grande que había visto nunca, por lo menos doscientos pies. Tenía una cabeza gris y terrosa llena de heridas y protuberancias, una verdadera montaña atormentada, y la mandíbula habría podido cortar la nave en dos como si fuera unas tijeras.
El ojo pequeño, a ras del agua, escrutó un instante la nave, mientras nosotros estábamos con el alma en vilo. Luego Matu-Maloa se giró sobre un costado y, se crea o no, fijó la mirada en el capitán Charlemont. Y enseguida, ¡le guiñó el ojo!
Alternativamente, el capitán miraba aterrorizado a nosotros y a la ballena. Estaba claro que no tenía la más mínima idea de lo que se debía hacer, y viéndonos paralizados, también él se mantuvo paralizado. Matu-Maloa lo miró una vez más, luego dio un ligero golpe de timón y llamó al capitán. Un sonido melodioso, como un violín submarino. Había oído hablar muchas veces de la voz de la ballena, pero era la primera vez que la escuchaba.
— ¿Qué sucede, marineros? —dijo el capitán Charlemont, retrocediendo hacia el centro de la nave.
Matu-Maloa giró la cola en el aire y se sumergió; luego volvió a subir con toda su mole e hizo un viraje elegantísimo, salpicando ligeramente la nave con un chorro de agua. Luego se puso a remar con la cola y se alejó con el cuerpo fuera del agua, como un delfín. Parecía un peñasco altísimo, todo lleno de algas e incrustaciones, con las señales de los arpones sobre sus flancos. Ante aquella visión, el capitán corrió a guarecerse en la cabina. Matu-Maloa cesó de pronto sus evoluciones y desapareció.
Poco después el capitán nos convocó. Estaba visiblemente nervioso y manoseaba su espadín de narval. Su uniforme era un puro desorden.
— Guinea, Huysmans —dijo— ¿podríais explicarme el comportamiento de esa ballena? ¿Acaso quería atacarnos?
— Seguramente no —dijo Huysmans, lanzándome una mirada de complicidad.
— Por tanto quería… jugar.
— En cierto sentido.
— ¿En qué sentido?
— Bueno… para decir la verdad, señor… la ballena estaba enamorada.
El capitán Charlemont se quedó anonadado.
— Quiere decir que…
— Así es… conozco el canto de amor de la ballena, y además esas evoluciones… las hacen cuando están enamoradas.
— ¿Queréis decir… que está enamorada de nuestra nave?
Yo y Huysmans vacilamos perplejos.
— Poco más o menos… —dijo por fin Huysmans.
Siguió un largo silencio. Después el capitán dijo con un hilo de voz:
— Marinero Guinea… esa ballena ¿es macho o hembra?
— No lo sé, señor —respondí.
Al día siguiente, por la Fidèle, la noticia de que una ballena se había enamorado del capitán Charlemont se difundió, si se me permite el chiste malo, más rápida que el guiño de un cachalote [1]. Algunos reían, otros parecían preocupados: ¿quién conoce las intenciones de una ballena enamorada? Sin embargo, todos estábamos de acuerdo en un punto: era seguro que Matu-Maloa reaparecería. Algo que ocurrió por la tarde.
El capitán, nerviosísimo, había salido a la cubierta y lanzaba órdenes en todas direcciones. Estaba pálido, parecía no haber pegado ojo. Justo mientras gritaba alguna cosa hacia el puesto del vigía, en la popa apareció el Cachalote. Tenía sobre la cabeza un gran penacho de algas verdes. Nos miró con el ojito astuto y comenzó a emitir sonidos estridentes, moviendo la cabezota de aquí para allá. ¡Y le cantaba al capitán!
Si Charlemont se movía hacia la proa berreando, él hacía otro tanto. Si se iba a popa enredándose en el cordaje, también la ballena hacía el amago de tropezar en el mar y cómicamente berreaba y se agitaba sobre la panza sacudiendo su penacho de algas.
Hasta que el capitán Charlemont, exasperado, se detuvo jadeante y gritó:
— Maldita bestia... ¿qué es lo que quieres de mí?
Por toda respuesta, Matu-Maloa lo roció con su soplo y se puso a berrear divertido.
Entonces el capitán tuvo un ataque de ira, sacó el arpón de una chalupa y lo tiró contra la ballena. Naturalmente ni siquiera rasguñó su piel. Pero Matu Maloa pareció turbarse con aquel gesto. Se alejó a grandes saltos, luego se giró, cogió carrerilla y se encaminó derecho contra la nave. Gritamos de terror y ya algunos echaban mano de las chalupas. Pero a pocos metros de la Fidèle la ballena se sumergió y sentimos su rudo lomo raspando la quilla. Cuando salió en el otro lado lanzó un agudísimo lamento, de enamorada ofendida, y desapareció.
[1] Benni hace aquí un juego de palabras intraducible: Il giorno dopo sulla Fidèle la notizia che una balena si era innamorata del capitano Charlemont si diffuse, se mi è consentito un facile gioco di parole, in un baleno. Usa balena (ballena) y in un baleno (rápidamente) [N. del T.]
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